Estoy interesado por las cosas simples.
Pero creo, que el solo hecho de pensarlas, las transforma. Aun con el trato más
sutil que les demos, les insuflamos un aliento que hace de ellas algo especial.
Ejerciendo el efecto contrario. Me gusta pensar que es en la sencillez donde reposa
su brillo. Su valor particular. La posibilidad de contemplarlas es un valor agregado. Pero,
¿Cómo se huye de nosotros? los apetentes. Para los cuales cada otro es una
vitrina.
I.
Con la puerta trancada todos somos feroces.
 |
fotografía Jonathan Contreras |
Así acostumbremos cerrar la
puerta de los cuartos al dormir o al cambiarnos de ropa. Es sólo en el baño, donde
nos es abiertamente permitido echar llave al entrar. Quedar solos
con nosotros. Es por excelencia el espacio de lo genital. Del espejo y la
imagen. De la higiene y las excreciones.
Dos días antes se había estado
preguntando cuando tendría fuerzas para afeitarse el rostro. Su barba escasa no
le molestaba en absoluto. Pero era justo ahí, en el baño, donde le entraba el
desacomodo. Pensó que tenía espejos en los cuartos, pero en ellos no se veía
así. Tal vez porque eran habitaciones compartidas y se sentiría muy raro si le
encontraran detallando su reflejo. Incluso cuando estaba solo en la casa,
sentía que el lugar con más luz, más cómodo, es decir el adecuado para mirarse
a sí mismo a la cara, era el baño. Y con la puerta cerrada.
Aunque no podría contar cuantas veces
entraba y salía de él durante el día, nunca se sentía demasiado motivado a mirarse en el espejo. Se rasuraba, se lavaba las manos, cepillabas sus dientes
con regularidad, pero sólo en algunas oportunidades y como de refilón, se
lanzaba una breve mirada. Nada grave. De hecho eran más las veces en que se
obviaba a sí mismo. Su atención no era particularmente afecta a sus propios
encantos.
Pero ese día, que pudo ser uno
cualquiera, lo vio. Fue como un leve reflejo. Una percepción sutil. Como un
movimiento sentido de dos maneras distintas. El que registró en su cuerpo y el
que creyó ver en el espejo. Su reacción fue más bien lenta y un poco tímida.
Sabía que era absurdo, pero se asomó nuevamente al espejo para comprobar la sincronicidad
de sus sensaciones. Y si, todo parecía bien. Todo estrictamente reflejado al
frente, pero con la dificultad lógica de los opuestos. Todo en orden. Con una
sola excepción. Lo vio. Era él. Un yo que otros saben más, porque lo miran. Con
lo que se suponía deberían ser sus propias señas particulares. Y entonces, así
como un niño, se le ocurrió hacerse una cara de gruñido, abriendo la boca, asomando
los dientes, levantando las cejas; y como no podría dejar de acontecer, ahí
estaba otra vez. Era un reflejo leve, como una falta de sincronía en sus
sensaciones. Y entonces, se asustó.
II.
Caminar en la oscuridad de la noche es sentirse acechado.
 |
fotografía Victor Alexandre |
La necesidad
nos obliga algunas veces a retar nuestras posibilidades. La noche es para
nosotros momento de reposo, pero para los que vivimos en sociedades urbanas, es
también momento de encuentro o reencuentro. Para muchos de hogar. Siempre nos
queda al final de la faena, ese momento de retorno. Como desandar el recorrido
que iniciamos con el día, tal vez con mucho ánimo, pero ya indudablemente más
cansados.
Cuando terminaba el día de trabajo,
llegaba la hora de las decisiones. Podía pensar que hacer con su tiempo. Eso le
gustaba creer. Aunque supiese que en el fondo se engañaba porque entre el
agotamiento, las responsabilidades y sus cualidades ahorrativas, todo se
reducía a decidir si tomar un transporte público que lo dejaría en la puerta de
su casa o subir caminando. Si subía caminando también había otro par de
opciones. Esperar algún grupo con el cual ir acompañado para darse ánimo o subir
solo. Si esperaba el grupo, es posible que llegara alguien que hubiese visto
antes; entonces podía decidir entre buscarle conversación o quedarse callado,
con ese silencio cómplice de los desconocidos - conocidos que suben ya tarde y
está oscuro.
Pero nada de eso importa, porque esa noche la luna y los escasos postes de luz
amarilla no lo dejaron sentirse tan solo, y había algo de interesante en ese
miedito que le entra a uno cuando estando solo, le da por subir de noche aunque
esté oscuro.
Primeramente hay que aclarar, que fue
una suerte de estremecimiento lo que realmente lo hizo arrancar caminando. Se
podría pensar incluso, que lo impulsó la idea de ir realmente solo. Que si se
tardaba más decidiendo, llegaría el próximo tren y ya no lo estaría más. Así
que avanzó. A medida que subía los sonidos cercanos a la estación iban quedando
atrás y las luces mostraban el sendero largo por donde se llega arriba. Muy
tarde, ni un alma. Lo cual no se sabe bien si es bueno o malo en una situación
como esa. Qué increíble cuanta bulla hacen los grillos y las ranitas. Aquí, en
la ciudad. Las sombras se mueven y no se sabe porque parpadea una luz. A lo
lejos cualquier montoncito de algo parece un alguien y sin darte cuenta
empiezas a sudar. Es que vas rápido. Apretaste el paso allá atrás.
Justo en la mitad del camino cuando es
lo mismo regresar que seguir, te preguntas por qué no esperaste más gente. Así
que decides casi trotar porque ahí en medio de todo, donde no hay nadie, es
donde más se agua el guarapo. Como si aquello monstruoso fuese a salir de ti.
III.
Cuando se abre el telón lo mejor es estar vivo.
 |
fotografía Jonathan Contreras |
Así pienses que
van a comerte. Me gusta comparar la sensación de vértigo que da el inicio de
una obra, con la de saltar de un avión en movimiento. Una vez en el aire,
flotando con el paracaídas, no quieres que la obra se acabe.
1. En algún
momento pensó que la invitación se debía a que bebían juntos los viernes en
aquel restaurante de comida casera. Un par de semanas seguidas encontrándose a
la hora del almuerzo, lo hizo acreedor a una invitación a la mesa de los del
grupo de teatro aquel. Al cabo de un mes ya estaba enterado de todo lo referido
a la obra, que se estrenaría en seis semanas. Todo se habló entre macarrones
con pollo y hervidos de gallina. Análisis de texto, bocetos del vestuario, repartición
de personajes. Conoció a todos lo del elenco, menos a uno que no quiso estar.
Qué raro, tan buena que se veía la obra.
2. Cuando
finalmente aprobó todas las materias del primer año supo que lo haría. Era
tradición. Después de un año de estudios, para poder continuar, tenía que
hacerse paracaidista. A los 18 años, ya tendría algo muy arriesgado que podría contar.
Incluso cuando tuviera 44. Los preparativos iniciarían pronto, pero que importa
pasar un mes de vacaciones encerrado en una base militar, si al final tendría
cinco saltos encima y unas alas en el pecho.
3. Por eso le dio
un gusto enorme cuando ese viernes después de un par de cervezas, le dieron una
copia del texto para que ayudara leyendo por el actor que nunca apareció. Un placer.
Se esforzó, aunque era una lectura a primera vista. Lo hizo lo mejor que pudo.
Sentía que ya conocía la obra y que total, el restaurante, los amigos, el teatro
bien lo valía. Cuando ya cerraban salieron contentos y tambaleantes; el
director le puso en las manos el libreto y le dijo que se veían al día
siguiente a las 2pm. -Ponte ropa cómoda- le soltó.
4. Durante un mes
el sol, el terreno y un par de sargentos hicieron su trabajo. Ardua preparación
física y mucha presión, anticipaban las pruebas: cómo levantarse si te arrastra
el viento; cómo desentorchar la cuerdas si se enredan; cómo compactar el cuerpo
justo en el momento de la salida del avión y finalmente los saltos desde la
torre. Una cabina ubicada a tres pisos de altura, desde donde, sostenido por un
arnés, simulas el salto por la puerta del avión y te dejas caer por una guaya.
Tienes que hacer tres saltos buenos seguidos. Cuando saltas, sales por la
puerta y te colocas en posición fetal, después del sacudón abres el cuerpo y
extiendes las cuerdas con las manos para ayudar a que se abra la canopia. Se
llaman saltos enganchados. Se sintió bien superar la pruebas, los saltos y
sobretodo la presión extrema.
5. Durante un mes
el director, las lecturas y los ensayos hicieron lo suyo. Era realmente un
personaje corto. Tenía una conversación sobre un asunto importante y después
entraba unas cuatro veces más. Sobretodo escenas grupales. Moverse por acá,
atender a lo que dicen allá y llevarse el saco del protagonista antes del final.
En total le tocaba hablar unas doce veces. Incluyendo un "Si" y un
"Voy". Ya tenía vestuario. El director estaba nervioso, pero de buen
humor. El ensayo general fue un desastre, pero al parecer, eso es normal.
6. Ese día,
amaneció como siempre. Hizo todo lo que se hace durante un día normal, sólo que
se sentía especial. Como si todo tributara al acontecimiento. Hasta la cosa más
simple como cepillarse los dientes formaba parte de la preparación. Cuando
llegó con los demás pudo comprobar que todos estaban igual de crispados. Sólo
variaba la forma. La ansiedad hace que el aire se ponga duro como una tabla. Te
sudan las manos, se acelera el pulso, se dilatan las pupilas y se agita el
pecho. Ya parado en la puerta, estando a punto, no piensas. Todo se hace simple.
Justo en ese pequeño instante, no importa nada más. Ese es su valor particular.
Lo que le otorga su brillo. Nace y tiene su
fin en nosotros. Así nos asuste.
Rafael Nieves