Desde este cuerpo mío,
con amor.
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fotografía Amilcar Enrique González |
I. No puedo dejar
de pensar en las veces que la danza me ha salvado de mi mismo.
Podría enumerar un infinito de causas
para sentirnos mal.
Y otra infinitud de cosas por las cuales
danzar.
Ambos infinitos se tocan.
Celebrar la tristeza con el cuerpo, así
como se debería celebrar la muerte.
La partida de los que amamos.
Los ocasos.
La huída del sol.
II. En todo caso,
no es lo mismo danzar la tristeza, que danzar triste.
Parecería una misma cosa, pero una y otra
tienen su razón.
Para danzar la tristeza, se debe conocer
el dolor. Al igual que para danzar el amor, la muerte o la vida. O al menos tener
la pretensión de conocerla, de querer saberla. El cuerpo entonces se asume como
medio para alcanzar tal fin a través de su expresión. Intuyo que mientras más cerca
se esté de cada noción, más posible se hace cada acontecimiento. Se logra
transmitir con más eficacia lo que se desea.
Ahora, danzar triste plantea una contradicción
de origen.
La tristeza como forma emotiva opera en
nosotros como totalidad. Es decir no deja fuera de sí al cuerpo. Y la danza es
en nosotros como cuerpo, como todo. Por tanto la danza más triste tendría que
ser la que menos interés tiene en moverse. La que huye de estados exaltados y del
enajenamiento del goce. Y allí está la contradicción, porque la danza en sí
misma produce bienestar. Y este a su vez nos da placer. Aunque sea un poco.
Una danza triste, implica una lucha por
escapar del goce que produce el cuerpo en movimiento.
En mi parecer esto, la danza no lo consiente,
no lo permite. Porque opera desde la resolución del ser como un todo. Ser que
se completa con su entorno y consigo mismo. En el otro. Pensar en una danza
triste, hace inevitable pensar en la muerte. En el no ser, donde ya nada se
mueve. O en seres deshabitados, buscando excusas para padecer.
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fotografía Amilcar Enrique González |
III. No danzar es
huir del bienestar.
Del ineludible placer de ser uno con el
todo.
Entonces desde aquí, ya no vale pensar
en por qué se danza.
La pregunta es ¿Por qué dejar de
hacerlo?
¿Por qué esa extraña pretensión de
pensar que la solución está en detenerse?
En permitir que nos alcance la tristeza.
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fotografía Amilcar Enrique González |
Rafael Nieves