I.
Terminal
Hola, soy ese personaje en el que casi
nadie piensa y que tiene pasar la noche en un terminal público de pasajeros,
de una capital, de un estado cualquiera.
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Perdonen, pero necesito insistir en que
no me gusta, ni quiero estar aquí. Abrazando mis cosas. Sépase que no tengo la
culpa de haber llegado tarde y ni tampoco soy responsable de que el próximo autobús
salga mañana. Antes de empezar a criticar, tendríamos que comprender por
ejemplo, que si todo hubiese ocurrido como se planificó originalmente, la
cantidad de equipaje sería lo de menos. Algo así como montar las maletas al taxi
en la mañanita; del taxi a la cola de embarque; de ahí irlas arrimando hasta
ponerlas en el maletero del bus y que te entreguen tu comprobante, que
significa que te lo van a devolver entero; esperar que lo hagan cuando llegas, tal
vez después de algunos empujoncitos inofensivos con otros pasajeros;
arrastrarlas de nuevo al taxi y listo frente a tu hospedaje, medio país más
allá.
Pero ahora es diferente. En una
situación como ésta, comer, ir al baño o averiguar otra alternativa de
transporte, implica un alto grado de planificación y concentración de esfuerzo.
Una dosificación energética. Entre otras cosas, la contingencia hace que te limites
en la cantidad y la calidad de sólidos y líquidos que ingieres. La escala te
permite consumir lo suficiente para mantenerte vivo, pero no tanto como para
tener que necesitar el baño. El estado de alerta también juega un rol
importante. El incremento de la desconfianza, siempre es discretamente superior
al índice de criminalidad y nuestra percepción de seguridad. Ya que como es
natural en una situación como esa, no somos los únicos pobladores de la noche.
Esto me lleva a pensar que si supero
algunos prejuicios hacía los locos, borrachos, perros sucios y predicadores, es
posible imaginarme que estoy acampando, y disfrutar de una aventura entre el
olor a orine, las colillas de cigarros y un montón de butacas rotas.
II.
La tía Cucha
Afortunadamente, la última etapa del
largo viaje que me depositó lejos de mi casa y aun lejos de mi llegadero, no
transcurrió con la abulia típica de los que tienen todo resuelto.
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Las vicisitudes del viaje, revelaron la
posibilidad catártica del intercambio entre pasajeros. Accidentes, retrasos y
acontecimientos extraordinarios hacen lo suyo y la gente empieza a hablar entre
ella. Se quiebran los formalismos y se establecen espacios de confianza
cómplice. Así conocí a la tía Cucha que junto a su familia se desplazaba desde
El Callao hasta Mérida para asistir al matrimonio de una sobrina. Ya llegando a
Barinas compartió conmigo la preocupación de sabernos tarde para subir al
último transporte que podía llevarnos hasta Mérida.
Ellos eran cuatro, Cucha y su hermana pasaban
fácil los cincuenta; y dos sobrinos, chico y chica que no llegaban a treinta.
Juntos hacían más bulla y ocupaban más espacio, que cualquiera de los otros. Así
que me adoptaron y terminamos conformando junto a otras cinco personas, un
grupo de esperanzados que durante aproximadamente cuatro horas, esperamos que
llegara alguien que quisiera devolverse con nosotros hacia Mérida.
El lugar del terminal de Barinas desde
donde salen esos buses, está a un costado. Lo cual lo hace relativamente cómodo,
por no tener que esperar junto con las personas que salen y entran de otros transportes,
que van y vienen de otros sitios. Pero también lo hace un lugar apartado y
solitario. Y eso a las 11pm no luce tan cómodo. De manera que nos agrupamos. Y
tomamos café.
Si me preguntan por un personaje con el
que me identifico de esta historia, yo digo: Cucha. Me explico. Cucha
representaba esa posibilidad que cualquiera desea en un momento de presión. No
la tolerancia y comprensión benevolente. No la toma acertada de decisiones
sesuda y reflexiva. No la motivación todoterreno que ennoblece. No. Cucha no se
guardaba nada. Cada vez que abría la boca reflejaba su malestar diciendo
groserías, quejándose y dejando saber que ni siquiera quería tanto a la sobrina
que se casaba. En algunos momentos amenazaba con subirse a un autobús que fuera
para oriente, porque ella si tenía familia en Barcelona.
Los sobrinos al parecer se habían propuesto
mantener activas a su mamá y su tía. La mamá era equilibrada y seria. Los hijos
vitalidad y humor. Cucha estaba simplemente arrecha. El juego consistía en los
hijos haciendo chistes y metiéndose con la tía; la mamá respirando y
llamándolos a capitulo; y Cucha insultándolos y diciendo vulgaridades. Aunque
parezca difícil de creer, esto pudo prolongarse durante las cuatro horas que
decidimos esperar. Ya cuando al final, los diez rezagados debatíamos si acampar
juntos en medio del terminal o averiguar el precio de las habitaciones en los
hotelitos de la acera de enfrente, la mamá se había dado por vencida; Cucha frustrada,
aguantaba con resignación; y los hijos la seguían molestando. Hasta que tuve que
soltar, con la amabilidad que me caracateriza -¡Coño muchachos, dejen tranquila a Cucha!
III.
Sin aire y sin tv
Si a estas alturas alguien espera que me
queje de las bondades del hotel El Palacio, que queda frente al terminal de
pasajeros de la ciudad de Barinas, no ha entendido nada o realmente me considera
un verdadero mal agradecido.
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Para iniciar, aclaro que el hotel tenía habitaciones con aire acondicionado y televisor, pero eran más costosas. Me facilitaron un jabón y papel higiénico, lo cual es un lujo después de todo un día de viaje. También me dieron una jarra de plástico, que llené yo mismo con un botellón de agua fría que estaba en una nevera al lado de la recepción. Pude pagar con tarjeta de débito de mi banco, sin problema. Una vez en el cuarto la habitación no sólo contaba con el cerrojo de la puerta, sino que tenía un pasador extra, lo cual me dio una sensación extra de seguridad. Había agua en la regadera. La cama era cómoda, aunque menos mal no tuve que arroparme por el calor que hacía, ya que me daba mala espina la cobija. No puedo negar que me hizo gracia la jaula vacía donde en algún momento hubo un televisor y el mensaje de "te amo por siempre", escrito con marcador detrás de la puerta. Pero eso se vio compensado con la confesión que me hizo la señora de la recepción. Una vez que pagué, me dijo bajito que el aire si servía, pero no enfriaba. - Echa aire como un ventilador- me dijo. Que tanto importa todo, si a las cuatro de la madrugada regreso a la carretera- pensé. Lo único malo fue que no me quiso dar una toalla. Ojalá no se haya molestado porque me sequé con la funda de la almohada. Igual se la dejé tendida para que se secara. Uno nunca sabe si la carretera lo trae de regreso.
Rafael Nieves