La mayor parte de mi
infancia y juventud transcurrió a la orilla de un río. Ese apartamento es lo
primero que recuerdo como hasta los 4 años. Después pasaron unos 5 años de vida
loca. Un largo interludio de escaramuzas y forcejeos familiares que terminaron
depositándome nuevamente en casa de mi papá cuando ya tenía 9, donde viví
afortunadamente al menos 10 años más. De hecho si me preguntan, ese tiempo y
ese hogar es lo que se podría entender como mi casa. Reconocer esto, me llevó
mis 45 completos. Y no ha sido fácil. Tengo más de una hora escribiendo este
párrafo.
archivo personal |
Cuando digo río no
evoco una imagen bucólica de corrientes, piedras lisas y cascadas. El mío es
una larga canal de concreto que atraviesa de un extremo a otro mi pueblo, mi ciudad
pequeña. Terminé mis estudios primarios y la secundaria sin salir de ahí. De
hecho cuando estuve en un internado militar fue dentro de la misma zona. Ahí
ayudaba a hacer mercado en el Cada, al frente de mi edificio estaba el Seguro Social
donde vacunaban, me veían los dientes e incluso me llevaron por
primera vez al sicólogo, también como a los 9. La capilla quedaba a una cuadra y en el
zoológico que estaba un poquito más allá, reforcé mi amor a las matas y los
animales silvestres. Al frente del parque estaba la única discoteca. La Roca
Negra, perfecta para los besos en penumbra y un Cubalibre aguao, que era para lo que alcanzaba.
Después vino el metro y
era más fácil ir para Caracas.
Pero para qué si
estaban los estadios para los beisbolistas y la cancha del bloque para el
futbol, el básquet y la pelotica de goma. Al menos para intentarlo y fracasar. Y
por supuesto en la noche también estaban los banquitos y el estacionamiento
para el amor. Otras noches el tío de una vecinita bella bajaba la guitarra y
nos enseñaba a los que éramos malos con los balones. Teníamos unos postes y una
mata de eucalipto enorme. De grandes nos dio por jugar a las escondidas y
duraban horas las partidas, de lo que fuera. Y los gritos, silbidos y
contraseñas de las madres porque la cena estaba lista. Y algunos, -coño mamá no
me digas así que me da pena-.
Todo esto a la orillas
del río. Para imaginárselo, tendrías que pensarlo desde arriba. Entonces el
bloque se vería como una cruz de concreto y al lado izquierdo un estacionamiento
al descampado donde no cabían los invitados. Más abajo del estacionamiento una
cancha múltiple que casi siempre era futbolito que yo no jugaba, incluido los
campeonatos con otros bloques que la mayoría de las veces terminaba en batalla
campal. En esas sí estaba. Al lado de la cancha la placita y el eucalipto y el
parquecito de tierra para jugar metras. Ahora, más abajo de la cancha y la
plaza se extendía un pequeño cerrito siempre lleno de monte y después, antes de
llegar a la acera y la calle, el canal de concreto del río.
mi casa |
Yo creo, nunca he
averiguado bien, que es un afluente de la rama principal. Un chorrito muy
pequeño en tiempos secos, bastante más grande cuando llueve mucho. Si uno lo ve
desde la acera se notan esos ductos también de concreto que vierten las aguas
negras. Es muy raro porque entendiendo que esas aguas salen de cada bloque, uno
esperaría que fuese de mayor en tamaño. Pero no lo son tanto. Eso sí, nunca dejan de fluir, nunca paran. Otra cosa interesante es que a veces uno podía ver
cosas enteras saliendo de esas cloacas. Realmente, debo confesarlo, es
asqueroso. Pero eso era mi río. Un
chorrito pequeño pero continuo de mierda no tan pura, que recorría conmigo el
camino para ir a comprar el pan o las mañanas de los fines de semana para
cuidar mi parque o mis desdichadas despedidas de domingo en la noche antes de
irme al liceo militar o a colearme con mis amigos en el cine los lunes a las 11,
en la última función de cualquier película con tal que fuese clase C.
Que puedo decir.
Inevitable sacarla de jonrón de la cancha y que la pelota se perdiera en el
monte o se fuera para el río. Y la verdad nunca se la llevaba la corriente. Así
era de flojito. Entonces era hacerse la idea de ir a lavarla o mentirle a los
amigos para que no se cayera el ritmo de la partida. Entonces ibas y la arrastrabas
con el pie en tierra seca y nadie se daba cuenta o al menos se hacían los locos
porque iban ganando, o ya estaban acostumbrados. Aunque siempre le quedaba un
poco el olor.
En todo caso me resisto
a pensar que alguien sea menos porque pise el Guaire. Nosotros por ejemplo,
teníamos una especie de atajo para ahorrar camino saliendo del edificio. Era un
camino de tierra por el cerrito que estaba al lado de la cancha, como un
caminito donde no había monte. Entonces tenías que agarrar velocidad bajando, y
del cerrito seguir de una vez a la canal de concreto y en el momento adecuado
saltar el río. Casi como un videojuego o una carrera de obstáculos. Después no
podías frenar porque perdías el impulso para subir la canal y llegar a la
acera. Lo siento pero era muy divertido. Aunque no tanto cuando ibas a la
escuela y por supuesto alguna vez calculabas mal y metías el pie en la mierda.
Más de una vez alguno cayó sentado y nos reímos, y él se rió, y lo seguimos
queriendo, y se tuvo que regresar a su casa, y la mamá ardió en llamas, y también
la quisimos, y quizás llegó tarde o con la manga del pantalón putrefacta, pero por
eso nunca dejó de ser digno, y de batear mejor que yo, o de saber bailar salsa,
o levantar más jevitas, o ser más estudioso, etc, etc, amén.
Algunas viejitas del
edificio decían que eso daba suerte, quién sabe.
Tal vez sólo lo decían porque
lo veían a uno llorando.
![]() |
Ila Nieves |
Yo en cambio, recuerdo cuando un poco asustado me monté solo por primera vez en una camionetica para que me llevara al centro. O cuando la novia me dejó. O cuando me fui de la Academia Militar. O cuando discutí por última vez con mi viejo. O cuando simplemente iba pensando, pensando. Recuerdo que siempre trataba de agarrar el asiento de la ventana y con la cabeza recostada en el vidrio, irme alejando cada vez más de mi casa. Y sin ningún tipo de asco, ir siguiendo con la mirada el recorrido del río.
Rafael Nieves