Ila Nieves |
La
moneda checa
En mi casa viven algunas
monedas. Me gustaría decirlo de manera menos dramática pero es así como lo
siento. Ellas aparecen en los lugares más insospechados como para recordarnos
de vez en cuando, que en algún momento hicieron parte del desarrollo común de
nuestras vidas. Que quede constancia que no tengo nada en contra de los
billetes, que también tienen su encanto. Pero es que no puedo dejar de pensar
en esas monedas de Uno, que cuando llegaron hace aproximadamente diez años, me parecieron
las monedas más bonitas del mundo. Su parecido con los Euros me pareció siempre
una suerte de zalamería, como una ocurrencia coqueta con ese borde dorado que
hasta ahora no ostentaba ninguna de sus predecesoras criollas. Más ahora en
medio de su extinción, ahora que su supervivencia se limita a las hendiduras de
la poltrona y el espacio entre la nevera y el piso, me resultan más bien como un
triste e inútil gesto de opulencia. Por ejemplo, me fue muy difícil explicarle
a mi niña que su alcancía llena, esa que no puede levantar del piso por lo pesada, ha perdido su sentido original y obviamente queda suspendida de manera indefinida nuestra conversa sobre el concepto del ahorro. Pero he recordado
un par de cosas interesantes. Una vez en un viaje de danza, algún compañero eslovaco
nos obsequió a todos con una moneda de la extinta Checoslovaquia. Ese gesto me
maravilló. También recuerdo que otro amigo de Mozambique le preguntó muy a mi
pesar, si con eso todavía se podía comprar algo. Eso mató la magia. El silencio
incómodo que vino después quedó fácilmente justificado porque ninguno de los
tres hablábamos enteramente bien el inglés. La otra historia, muy tristemente
venezolana, versa sobre un conocido que iba de viaje a Europa. Estaba recién
salida nuestra moneda y habiéndose percatado de su parecido en peso y tamaño con el Euro, andaba recolectando una bolsa para usarlas en las máquinas expendedoras
de cigarros y comida durante el viaje. Aunque ya un amigo suyo le había dicho que sí servían, nunca supe si funcionó el engaño. No me importa que ya no valga nada, me sigue pareciendo
la moneda más bonita del mundo. Voy a guardar unas cuantas para regalarle a los
muchachos, si es que algún día los vuelvo a ver. Así no nos pase lo de
Checoslovaquia, ni se pueda comprar absolutamente nada con ellas.
caja de fósforos y monedas |
Nadie puede tener el fuego. Es decir no lo puedo pensar como un objeto, como algo que se agarra. Así como tampoco se me ocurren demasiadas cosas tan ingeniosas, útiles y hermosas como una caja de fósforos. Además muy delicada. Si la tomas con las manos mojadas o muy sudadas pierde su poder, no tiene más encanto, porque su valor reside en ofrendarnos una relación privilegiada con el fuego. Nada más ni nada menos que con aquello que nos permite cocinar nuestra comida. La metáfora de Prometeo entregándole a los hombres el fuego no puedo imaginarla con un yesquero, pero con una caja de fósforos sí. Independientemente de los anuncios que acostumbran a aparecer impresos en la caja y que últimamente hayan estado en desventaja con respecto a la yesca. Ojo, el que ha desarmado alguna vez un yesquero sabe que el proceso de frotar la ruedita o apretar el botón, acciona casi exactamente el mismo mecanismo. Pero nada sustituye el encanto de arrastrar con los dedos un fósforo contra su cajita de cartón. Memorable el caso de esos más resistentes que se encienden cuando son frotados contra cualquier superficie áspera, una maravilla. Alquimia. Yo, debo confesar, soy de los que se gastan en ese lujo de detalles. Y también de los que leen las cajas. No puedo evitarlo. Entre mis primeras pulsiones infantiles cuenta la de coleccionar cajas de fósforos gastadas. En nuestros días solo es posible encontrar en nuestro país un par de modelos y tras la lectura respectiva, me he topado sorpresivamente con otra cosa que también podría tildarse como fantástica. Me refiero a que estas cajitas llevan impreso un precio que contiene una cifra con decimales. Más allá de la reflexión sobre cualquier proceso económico que soy incapaz de articular, la meticulosidad con la cual el año pasado todavía alguien, en alguna parte de nuestro país, se planteaba la posibilidad de esos decimales, tiene algo de ficción que rasguña la realidad. Más allá de la calidad de los palitos o de la cantidad de fósforos por caja, eso que dice esta cajita hace no sólo que sean posibles mis monedas de uno, sino que además clama por la resurrección de otra cantidad de moneditas que deben andar en quién sabe dónde, haciendo quién sabe qué. Ahora, de regreso a la realidad, no hay que preocuparse en exceso porque durante varios meses de forcejeo, los que aun practicamos la alquimia del fuego hemos logrado transar un valor aproximado de cambio para nuestro valioso elemento. Intuyo que de ninguna manera nuestra raza, permitirá que se rompa la conexión suprema con nuestro ritual originario y mucho menos ante la presencia decadente, eficiente y rendidora de un vulgar yesquero.
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los periódicos de Bazuka |
Veraz
El amor que siento por mi
perrita se refleja en una inmensa tolerancia hacia su carácter agrio y hostil
con el resto del mundo. Esto podría explicarse porque después de nunca haber
tenido un animal de compañía llevamos juntos ya doce años. Con el tiempo la
pobre se ha ido volviendo vieja y desordenada. Al inicio fue fácil que aprendiera
a hacer sus necesidades en una zona determinada, siempre señalada con
periódicos viejos, pero ahora a medida que pasa el día voy empapelando todo el piso de las casa. Para nadie es una sorpresa esto. Lo que sí
podría ser alarmante es descubrir cuantos apartamentos de estas torres de
ciudad en la que vivimos están habitadas por perros. Sobre todo por perros que
no bajan, que no salen a la calle con su humano y menos con una bolsita para
recoger sus necesidades. Sirva esta descripción para contextualizar la vida de
nuestros amigos los canes en la era de los noticieros digitales. Nuestras
relaciones se han visto seriamente afectadas por el internet y la escasez del
papel para la prensa. Antes, nuestros vecinos más tradicionales, es decir los
que tenían la costumbre de leer más periódicos y ver menos tele nos surtían
constantemente. En cambio ahora, nos hemos visto obligados a comprarlos. Pues
sí, más allá de la era digital, Bazuka, que así se llama mi perrita, necesita
seguir defecando. Este nuevo panorama ha generado nuevas rutinas y es ahí donde
entra en juego nuestro dealer personal, el señor del quiosco. El acto de detenerse
frente al quiosco a elegir ha cobrado un nuevo significado. Por ejemplo más
allá de determinada línea editorial algunos, por no decir muchos, estamos
interesados en la relación costo/cantidad. Por otro lado, cualquiera que no
conozca nuestra realidad se sorprendería de las diferencias extremas que existen
entre los distintos diarios con los que contamos. Podríamos decir por ejemplo
que la relación de precios es de diez a uno dependiendo del nivel de subvención
estatal, pero las distancias entre las cosas que escriben también son así de
extraordinarias. Dependiendo de cómo pienses alguno de sus encabezados podría
entrar fácilmente en el género fantástico. Algo verdaderamente increíble, como diría
un buen amigo. Pero lo realmente interesante es descubrir que tú y tu pareja
canina no son los únicos urgidos o caídos en desgracia. A mí me lo dijo el
señor del quiosco que no estando de acuerdo con el nivel de ficción que
manejan algunos de los ejemplares ha decidido colocarlos disimuladamente en
una zona menos visible bajo el entendimiento que nosotros las víctimas de la
crisis y el desarrollo virtual de la prensa pasaremos regularmente a retirar
dos o tres ejemplares de los más baratos que afortunadamente para nosotros son los que más hojas traen. Sin importarnos mucho lo que diga, porque con el nivel
de desorientación de mi perrita vieja, ante cualquier exceso de sesgo o incluso
ejercicio falaz de descaro, ella y su incontinencia ejercerán libremente su
opinión sobre ellos, de manera expedita, veraz y oportuna.
Rafael Nieves