lunes, 9 de julio de 2018

Golem de hueso y carne



He decidido realizar esta nota por el solo hecho de no permitir que lo último que aparezca en mi cuaderno sea un conjunto maltrecho de apuntes dolientes. Porque debo dar el paso. Pero para qué negarlo. También porque existe un poco de silencio y ya el frío no me atenaza de manera tan inclemente. Digamos además, que a todo esto se le suma una especie bastante aterradora, que es la pregunta por el olvido. Pero, como de lo que se olvida es imposible hablar con propiedad, siento que toca más centrarme en esa suerte de recuerdo reconstruido a partir de retazos sobrantes que termina siendo toda experiencia pasada, y esta versión nueva de realidad que hace tan distinto en nosotros eso que hasta hace poco fue tan verdadero. Al punto de preguntarnos si esa verdad continúa ejerciendo su peso mórbido sobre los pechos o es, o fue más bien, una ilusión transitoria. Mi inclinación es a pensar que las preguntas sobre lo pasado deberían permitir un número variado de respuestas. No porque no hayan sido algo concreto, sino porque al contrario las marcas que imprimen en cada quien dejan espacios vacíos muy variados, a través de los cuales sigue circulando la sangre. Y es tan fuerte la vida, que nos obliga a entregarnos a otros dolores y otras causas. Si pienso en términos de tiempo, es imperante preguntarme cuál de todos ¿Este que estoy viviendo mientras escribo? ¿Aquel que motivó estas palabras? ¿Este otro donde alguien se permite acercarse a este ejercicio mío de memoria? ¿O quizás ese que se detuvo cuando tuve que dejarme detrás a mí mismo para poder seguir adelante? Muy posiblemente en el que en verdad estoy pensando, es en ese que siguió corriendo cuando ya no estuve más. Uno donde las matas siguen creciendo, el perro ladrando y los pájaros viniendo a comer a mi ventana. Entonces el olvido se vuelve algo inclemente e imposible. Porque sin que sepamos arranca el sabor de las cosas, el color de los cielos y quiebra un poquito el alma. Es un hecho comprobado que todo siempre sigue creciendo, incluso cuando yacemos inconscientes durante la noche. Así soñemos con manglares y anacondas fabulosas. Ya qué decir cuando dejamos de estar. Es ahí donde se hace imposible, porque no se pierde lo que no se tiene. Y es que ejercitar la memoria sobre las cosas es también un ejercicio sensorial. ¿Qué es una montaña? ¿Qué es una ciudad? ¿Qué es una familia? ¿Qué es un nombre? Son cosas que tendríamos que tener aprehendidas del todo y pensar, mis brazos te recuerdan, mis ojos te añoran, mi boca quiere decirte de cerca. Quiero oler cómo hueles. Y meter la cara de lleno en esa tomuza de pelo rulo. Entonces no soy este yo que escribe el que debe saber recordar, sino más bien otro yo menos enterado, menos definitivo, pero tal vez un poquito más sabio. Entonces escribo esto no para hacer un recuento de todo lo que recuerdo o de todo aquello que he olvidado cómo decir, sino tal vez para dar cuenta de todo aquello que ya no es memoria o recuerdo u olvido, sino percepción incorporada, encarnación, pedacito de alma imposible de olvidar o recordar. Así entonces la montaña, la ciudad, la familia, los nombres, los pájaros, el perro, las matas y todo lo demás seguirán conmigo. Juntos formamos ahora una suerte de Golem de hueso y carne, con el poder de reír y llorar por todos, disfrutar y sufrir lo necesario, amar y odiar lo justo. Porque la verdad es que así, amontonados todos dentro de este solo cuerpo, no somos ni queremos ser santos. Aunque esta forma de encarnación, esta monstruosidad de la existencia conjunta, evoque de cierta manera el sacrificio o la mortificación en el sentido místico. Nada hay de puro en una vida que se reconstituye a punta de pedazos vividos. Pura mixtura. Porque andando así, reciclados en nosotros mismos ya no somos nosotros. Somos una nueva invención que tiende a no querer desprenderse de las cosas que tuvo. Que sabe que caminando así, lentamente hacia la vida, va quedando cada vez más cerca de la muerte. Es ahí entonces cuando me levanto agigantado. Con la fuerza de las matas y la montaña y la ciudad y los nombres y los pájaros y el perro que soy yo, y ese olor de tus greñas cuando estás recién levantada, y soy todos. Y con esa fuerza arrolladora de ríos y culebras de agua dulce, avanzo a nuestro paso, que es el paso de los que aunque tristes nunca dejan de amar la vida. 

Rafael Nieves