lunes, 28 de agosto de 2017

Tres ejercicios de ciudad

Caído
Visto de lejos, nada se podría intuir de su semblante. Tampoco algo en su postura podría delatar el delirio de la fiebre, que poco a poco ya lo iba abandonando. De no ser por los escasos utensilios personales, podía haber pasado por alguna aglomeración de desperdicios esperando a ser recogidos por el camión de la madrugada. La sangre apenas brillaba por el reflejo de la luz del poste. La mayoría debía estar ya seca a esa hora. Como un feto gigante, herido, retando la noche. Y sola la calle. Si alguien lo hubiese visto de lejos, habría pensado que estaba dormido. La forma en que su cuerpo se amoldaba a la esterilla de cartón y ésta a la acera, transmitía cierta calma cómoda. Acurrucado y envuelto en algo gris oscuro como las sombras. Una distancia prudente permitiría a cualquiera evadir el susto y el hedor penetrante. Tenía un par de zapatos roídos colocados uno al lado del otro, como puestos al borde de una cama inexistente. Los pies desnudos, sucios y marrones descansaban detrás de los glúteos, casi cruzados. Uno encima del otro como acariciándose, buscando calor. Del saco sobresalían unas manos gruesas, sosteniéndose entre sí en posición de oración, muy cerca del rostro. Si alguien mirara de cerca, podría notar como del cartón había fluido un vasto río color vino. Abriéndose paso desde el abdomen hasta derramarse en el suelo. Un delta carmín entrando a la inmundicia de la acera, como una copa rota. Si alguien hubiese pasado por ahí a esa hora, sin duda cruzaría la calle. Y sólo se atrevería a darle un corto vistazo desde la seguridad de la acera de en frente. Desde donde no podría ver la sangre, ni oler la mierda, ni sentir el espanto de la muerte.


Trampa
En el metro de Caracas han puesto una trampa. En cada uno de los siete vagones que tiene cada tren. Desde su flamante inicio de operaciones en el año mil novecientos ochenta y tres, las normas de convivencia en sus instalaciones eran universalmente aceptadas y medianamente respetadas. Claro que hoy, cuando ni siquiera podemos cumplir con nuestra Constitución Nacional que tanto podemos exigirle al manual de usuarios de lo que en su momento fue el orgullo de nuestra ciudad. Durante mucho tiempo intentamos ser mejores. Al menos a bordo del Metro de Caracas. Pero ahora, en esta hora menguada, nos han puesto una trampa. Ya no las cámaras de vigilancia o los parlantes donde constantemente se repetía entre estación y estación nuestro fallido manual de usuarios. Me refiero es al color de las butacas. Sólo como para que quede constancia, recuerdo claramente que todos los asientos eran de un color ocre sucio. Sucio, pero bonito. Ahora en cambio estamos en medio de una conspiración de color. Los asientos generales han pasado a ser de color rojo. Y están esas doce butacas por vagón de color azul. Azul preferencial. Porque no hay forma de conceder a nuestros discapacitados, ancianos y mujeres embarazadas el beneficio de la duda ante sus congéneres. Porque estamos en forcejeo con lo que somos y podemos. Porque hemos pedido a gritos que se nos ponga en evidencia y que nos victimicen y que nos usurpen la posibilidad de ser mejores por convicción propia.


Por su nombre
Tengo un trabajo nuevo. Inservible como todos los demás pero con impacto seguro. Porque no podemos permitir que se siga regando la tristeza y al parecer, no hay nada mejor en el mundo para combatir el desánimo que sobarle el lomo a un gato. Para esto me propongo esperar a que algunos de mis amigos que lamentablemente, no han tomado aún la acertada decisión de esterilizar a sus mascotas, entren en estado de desespero. Cuando ya las gatas no los dejen dormir llorando, o se le metan los gatos machos a su vivienda, y además de mancillarle a la felina, le causen algún que otro destrozo. O por el contrario pierdan su gato por varias semanas y este regrese justo, cuando ya desahuciados estaban a punto de adoptar un perro. Entonces mis amigos, parteros de mascotas, abuelos prematuros, entrarán en estado de angustia por entregar la camada antes de terminar por encariñarse con algún otro de estos elementos emocionalmente perturbadores. Yo entonces meteré a los mininos infantes en un saco cómodo y caliente. Y subiré a una ruta larga de autobús. Y estando ahí, como al descuido, dejaré entreabierto el cierre del saco para que uno a uno vayan asomando la cabeza para sentir el aire. Y que los otros pasajeros reaccionen a su tiempo. Los niños, los ancianos y las novias sobre todo. Pero también los otros amigos tristes. Y al primer comentario diré en voz alta que voy camino a regalarlos, pero que si quieren les dejo uno. Que ya no tienen parásitos, ni pulgas. Que ya están destetados. Alguno que otro entrará en duda. Alguna niña se bajará llorando. Pero también, es seguro, estará el que fantasea. Eligiendo el color del pelaje, imaginando la excusa que dará en su casa, soñando con quién compartir esta aventura de adopción suya, pensando dónde dejó la caja aquella de zapatos para hacerle una camita, y también seguramente, preguntándose si los gatos responden por su nombre.

Rafael Nieves

lunes, 21 de agosto de 2017

Nada más

Pensé que voy a ser piedra. Porque ya no me miras y da lo mismo. Así que voy a hacerme duro y compacto. Para evitar que nada importe. Para no tener sentidos ni emociones. Entonces pensé que para eso primero debo dejar de ser gente y regresar a la tierra. Que mi cuerpo se descomponga en partes infinitas y se riegue, se disperse confundido con otras pequeñas partes de cosas que son aunque no las vemos. Y como ya no habrá tiempo, no importará cuanto tarde. Seguramente en el proceso podré completarme con otras cosas. Pedazos diversos de cosas, desechos menudos de vida. Sedimentarme junto a otros elementos y así poco a poco, alguna vez volver a ser algo compacto, sólido. Duro. Probablemente primero tendré que adaptarme, volverme parte de formaciones distintas. Y quebrarme, y romperme, y volver a juntarme de manera infinita. Hasta que por fin sea algo. Y ya no me importe y puedas lanzarme lejos. Romper alguna ventana o echarme al agua, y que me alise el río. Porque así entero, compacto, inerte, me sentirás a gusto entre tus manos. Pero eso para mí ya no será ningún problema.


Posiblemente algunos de mis trozos no se decanten mineralmente. O antes de hacerlo quieran ser hierba, arbusto, qué tal árbol. Con todas sus estaciones. Algunas hojas cayendo ahí cerca y volviendo a deshacerse al pie de alguna colina donde quieras recostarte. Desapareciendo de nuevo en la tierra y circulando otra vez como savia. En fotosíntesis constante, dando aire. Siendo yo abono y rama y quizás mango. Siendo ingerido y asimilado, masticado y defecado. Eyecto entre las hojas secas. Buscando la brisa, el sol y la lluvia hasta ser grande, y volver a huir de nuevo hacia la tierra a esconderme entre las cosas minúsculas. Ser de nuevo hierba, arbusto, que tal árbol con todas sus estaciones y olvidar todas las colinas, para que ya no importe quién me come, quién se guarece en mí o quién me tala.


Pero si soy alimento de algún animal silvestre, voy a estar en su sangre para darle vida. Y me voy a elevar todo cuanto pueda, para dejar atrás todo cuanto de mí pueda decirse. Con alas o sin ellas voy a vagar por el campo. Comeré y seré comido en infinidad de formas. Acecharé y seré acechado. Sin lástima, sin miedo. Y muy tal vez, muy quién sabe, algún pedacito mío, alguna pequeña célula se cuele hasta un animal nocturno. Una ínfima parte en un órgano, digamos de un ojo. Un ojo esquivo de gato. Uno de calle, arisco, que habrá de cruzarse en tu vida. Para no verte. Porque ahí en esa minúscula porción de vida, pedacito de ojo, ojo de gato, gato arisco de calle, estaré después de tanto y ya no me importará nada más, así me lleves contigo y pienses que soy solo tuyo.

Rafael Nieves

lunes, 14 de agosto de 2017

Apetencias menudas

1. Nada Héroe
Aquí donde me ven he perdido la noción absoluta del tiempo. No tengo la menor idea de cuando ocurren las cosas, llegando incluso a confundir las tareas y los días. Hoy por ejemplo, podría decir que han pasado ya un par de semanas desde el evento que deseo relatar y esto a su vez se relaciona con algo leído una semana antes de ese acontecimiento. Aunque la verdad no estoy para nada seguro. Como tampoco estoy seguro adonde se remonta ni adonde se dirige la tristeza que me produjo. De tal manera que pudo haber sido hoy cuando estuve parado frente a aquel mostrador de panadería. Poco tiempo atrás había leído algunos ejercicios narrativos de José Balza. En alguno de aquellos relatos al igual que yo, una persona podía permitirse comprar un trozo de algo parecido a una torta. Y de igual manera pudo sentir el toque de un extraño en la espalda o en el brazo. Ya sé que en estos días no es muy difícil coincidir en ese tipo de experiencias. Podría decirse que nos hemos ido acostumbrando a comprar lo poco que queda en los aparadores, así como también a ser tocados por la necesidad. A lo que si no estoy, ni quiero estar acostumbrado es a la mirada de ese niño. El mío, no llegaba ni de casualidad a los diez años que tenía el del cuento. Y sí, su mirada era doliente. Yo en cambio, no tuve ni siquiera fuerzas para entregarle el dulce, mucho menos para esperar a que lo compartiera. Huí despavorido de esa historia aterradora donde no me gustaba mi papel. Casi corriendo por la calle. Con los lentes empañados. Como pude llegué a mi casa, a esconderme en el baño. Porque no soy tan valiente como el protagonista de Balza. Porque sólo mucho más tarde me atreví a verle los ojos a mi niña, con el terror inmenso de no saber cómo será el final de ésta, nuestra historia.


2. Gabo no quiere comer
Gabo nunca me dio tantos problemas para comer. Sobre todo porque me di cuenta que lo que pasaba realmente, era que se aburría de masticar. De mantener los labios cerrados y no poder hablar. En cambio si yo le contaba alguna cosa, podía continuar disimuladamente llenándole la boca con comida, mientras él iba siguiendo atentamente el relato. Una vez hube de contarle una pequeña historia triste:
           Eduardo vivía junto a su madre y otros tres hermanos en una habitación en la casa de sus abuelos. Hubo un tiempo feroz en que la madre de Eduardo no podía hacer amigos. Ni el padre de Eduardo, ni los suyos propios, ni siquiera la maestra, a la cual acusaba de enseñar al niño a llevarle la contraria. Lo cual aterraba a Eduardo que veía en cada conversación que se daba en torno a aquella escuelita pública, una sentencia fatal. Como a todos los niños no le preocupaba comer. Ni siquiera le importaba tanto como jugar. Esto, cuando había comida, podía ser motivo de una infinidad de castigos tan feos, que es mejor que no te los cuente. Después de un día muy agitado, donde todos gritaban mucho y era mejor jugar en silencio, todos incluyendo a Eduardo tenían hambre. Lo malo era que habían escuchado que no podían tocar la cena que la abuela les había preparado. Aunque él podía pasar mucho tiempo así, los más pequeños lloraban sin parar y esto ponía peor a la madre. Afortunadamente ella pudo tener una amiga que vivía muy cerca y la quiso ayudar. De manera que todos esperaron en el cuarto hasta que llegó un delicioso platillo que llamaban arroz con coco. Eduardo no recuerda que más ocurrió. Aunque tenía mucho miedo. Porque el arroz con coco le daba nauseas y tenía que decirle a la madre que no.
En este punto de la narración, Gabo no sólo se había terminado el plato que tenía servido, sino que también había acabado sin darse cuenta con algunas tajadas con queso que nadie había tocado, al ver con que gusto él se las devoraba absorto en aquella historia tenaz. Ya cuando se iba al baño a cepillarse los dientes, se detuvo a preguntar con una mirada perspicaz: -Pa, ¿A ti te gusta el arroz con coco?
- No hijo, lo detesto.


3. El horror de las viandas
Vamos a salir y nos vamos a sentar en el parque. Yo voy a disfrutar de ver como corres entre otros niños que juegan a quedarse paralizados cuando los tocan. Sabes bien que aquí no puedes jugar a las escondidas. Te voy a comprar un helado, ojalá las otras mamás tengan para comprarle también a sus hijos. Yo tengo guardado ese dinero desde ayer. Pero siempre que puedo, guardo para comprarle un helado a alguno más. Y eso te encanta. Lo bueno de los niños bonitos como tú es que pueden sentirse queridos con lo poco que tienen Y cuando están varios de ustedes juntos, ya no hay juguete que importe tanto como correr y sudar. También de ti me gusta que aún no te das cuenta de algunas cosas que no debes entender todavía. Como ese día en que vimos tanta gente corriendo hacía dentro del parque, donde repartían esas pequeñas viandas blancas de comida. Menos mal que no te tuve que explicar que algunos niños tienen hambre. Que familias enteras no salen al parque a pasear o a que los niños jueguen, sino a esperar que de algún evento público haya sobrado alguna vianda. A veces también les dan frutas, naranjas o cambur. También has visto las colas por los sitios que pasamos, de gente esperando alguna donación para llevar a sus familias, o quizás algo que guardar para el día siguiente. Pero eso tú, aunque puedas intuirlo, la verdad es que no lo sabes. Ni te preocupa. No te imaginas cuanto agradezco que todavía puedas correr y divertirte, y que de alguna forma podamos arreglarnos para que al menos algunos días, aunque no siempre, tengas tu helado y nosotros podamos escapar del horror de las viandas.
Rafael Nieves

lunes, 7 de agosto de 2017

Catorce muertes posibles

1. De las cinco veces que salté del avión, en al menos tres no supe de mí hasta pasados varios segundos. El terror al vacío y el golpe de adrenalina sustituyeron cualquier posibilidad de control. Afortunadamente desde mi espalda una driza accionaba el paracaídas sin necesidad de mi opinión. Creo recordar que al menos dos veces debí ocuparme de des-entorchar el conjunto de cuerdas que sostienen la canopia. Eso se hace separando con fuerza los tensores opuestos del arnés. Mientras, sigues sólo cayendo. Si miras hacia arriba puedes ver una especie de globo desinflado que te persigue mientras avanzas con velocidad hacia la tierra. Cuando por fin lo logras, sientes un fuerte jalón que te sostiene y llega esa parte que le cuentas a tu novia. Los árboles minúsculos, la sensación de triunfo y a la distancia otros cuerpos intentando igual que tú superar la prueba. Estoy casi seguro que del pánico de los dos entorches en solo uno pude lograrlo.


2. Antes de la llegada de las antenas satelitales, teníamos en las azoteas esas antenas tradicionales de palitos desde las cuales se lanzaba un cable largo y plano que llegaba directamente hasta el televisor de tu casa. Metros y metros de cable, si se piensa en un edificio de quince pisos y tú vives en el cuatro. La única vez que acompañé a mi papá para arreglar la nuestra, descubrí un techo lleno de piedras como un parque. Desde arriba podía ver los otros edificios a lo lejos, y las canchas y el parque zoológico y las construcciones del metro. El borde de aquel espacio tenía una pequeña protuberancia de un máximo de quince centímetros de alto. Me dio la sensación que estaba ahí más para contener las piedras que para evitar una caída. Recuerdo a mi papá de pie maniobrando con la antena y también cómo para poder asomarme me acosté en el piso y me arrastre hasta la orilla. Nunca le dije nada al viejo pero yo creo que me lancé. Al menos esa fue la sensación que tuve.

3. Siendo estudiante de teatro obtuve varias invitaciones para estar en obras. Antes de que todo el país se transformara en zona roja, era costumbre que las funciones arrancaran a las ocho de la noche. Durante aquellos días de errancia, hubo un tiempo en que mi abuela me brindó asilo en su apartamento del bloque dos de Monte Piedad. Regresar por la noche después de función siempre representaba un pequeño detalle que por supuesto nunca se interpuso en mi interés por estar en alguna obra. Pero aquella noche me encontré con el catire, que era nieto de la vieja Jesusita. Ni siquiera era tan tarde. Ya entrando al pasillo de planta baja, sentados sobre los muros que dan al jardín, estaba el catire y cuatro más. Dos eran muchachas (que a veces son más fieras), una se me quedó mirando y dijo: -¿Qué pasa mariquito, te gusto?, al tiempo que salía a mi encuentro. No le contesté. No hizo falta porque ya el catire y los otros dos habían sacado las pistolas sin mediar palabra. Yo seguí avanzando porque ni modo. Cuando ya estaba cerca pasé bajo un bombillo y el catire, que pudo verme el rostro soltó: -No pana, deja a ese chamo tranquilo que es el nieto de la señora María. Yo moví la cabeza a modo de saludo y traté de mantener el paso hasta entrar en la casa. Esa noche pudo no haber estado el catire.

4. Hay ciertos ritos de iniciación en el espiritismo que deben cumplirse en la montaña de Sorte a la medianoche. Al menos esa es la versión que mis familiares cercanos al rito, han dado como explicación para esa vez en que hubo que bajarme de emergencia durante la madrugada hasta un hospital en San Felipe. Respirador, complicación pulmonar y no sé cuantos días internado a causa de mi renuencia orgánica a recibir la fe de mis mayores. Hasta donde tengo entendido lo intentaron dos veces. Casi seguro la segunda vez me quedé en la montaña o el santo terminó conmigo nuevamente en el hospital.

5. Cierto tipo de entrenamientos militares se conocen como Períodos de Campo. Siendo cadete estuve estacionado quién sabe en qué monte toda la noche. Entre mis compañeros hubo algunos que no quisieron comerse la mortadela que sirvieron para cenar, y la verdad es que en aquel tiempo yo siempre tenía hambre. De manera que me comí al menos tres raciones además de la mía. Sin importarme el olor, sabor o color de aquello. Durante la noche no armamos carpas, sino que me tocó dormir espalda con espalda con mi compañero. Morral contra morral bajo la lluvia. Todo un poema, si no se cuenta con los pequeños pinchazos que después de la cena comencé a sentir por todo el cuerpo. Como pequeñas agujas, muchas. Mi compañero me cuenta que tenía la cara hinchada y el cuerpo lleno de puntos rojos. Intuimos que estaba intoxicado por lambucio. Ahí sentados, enfundados como estábamos en los impermeables verdes, decidimos que definitivamente iba a sudar la fiebre y que seguramente al amanecer el escozor habría desaparecido. Aunque también dimos por cierto que me quedaría por algún tiempo esa especie de salpullido rojizo en la piel.


6. Con la danza la exploración del cuerpo se potencia, aunque también de algún modo uno se vuelve más cuidadoso. En la medida en que se van superando los retos, van apareciendo nuevas posibilidades y nuevos riesgos. Como aquella vez que había ido pasando progresivamente de la gimnasia al capoeira y al yoga, y de ahí al breakdance. Pararme de cabeza nunca fue un reto exagerado, pero la verdad no sé cómo fue que se me ocurrió que podía girar sobre ella. Lo intenté unas tres veces. Las dos primeras sentí claramente un corrientazo recorriéndome desde la base del cráneo hasta el centro de la espalda y de ahí hasta el brazo. Llegué a realizar tres cuartos de giro. Y la verdad no sé por qué después de aquella sensación tan desagradable tuve que insistir, sólo para terminar tumbado en medio del salón vacío. Cuando se pasó el aturdimiento pude comprobar con alegría que afortunadamente podía mover los brazos, aunque confieso que me quedaron un poco dormidos los dedos de ambas manos.

7. De los grupos de rescate conservacionistas me gustaba el contacto con los animales, sembrar matas y hacer excursiones. Me había preparado mentalmente y con mucha emoción para hacer rapel. Uno de los detalles más importantes tenía que ver con una doble vuelta que había que darle a la cuerda de descenso dentro del mosquetón, antes de comenzar a bajar dando esos saltos pequeños sobre ambos pies que hacen que uno se sienta escalador. Con nueve años aquello representaba un gran logro, mucha emoción. Tanta, que en un descuido del instructor enganché el mosquetón de mi arnés y ya había saltado cuando un brazo largo me atajó en el aire. No había hecho la doble vuelta.

8. Durante los saqueos del veintiocho de febrero de mil novecientos ochenta y nueve, no pude regresar a mi casa. Esa noche junto a una prima que estudiaba bachillerato conmigo nos quedamos en casa de una amiga que vivía en los bloques del Silencio. Entre la avenida Baralt y la plaza O'Leary. Su madre se encontraba de viaje, de manera que pudimos ser todo lo imprudentes que se nos ocurrió. Por ejemplo subir a la azotea y desde ahí ser testigos de cualquier tipo de barbaridades. Temprano vimos enfrentamientos a plomo limpio entre civiles que se escondían detrás de las gruesas columnas de los bloques, como en una película de acción. También fuimos testigos de cómo algunos se escondían debajo de los carros y de cómo otros lanzaban bombas molotov debajo de esos mismos carros que después explotaban. Entre la esquina de Korda Modas y la otra esquina ocurrió algo parecido a una especie de sketch humorístico, donde la gente saqueaba de un lado y cuando la policía iba a detenerlos, corrían a esconderse y llegaban otros a la otra esquina, entonces la policía se devolvía y así hasta que finalmente se hartaron y terminaron disparando. Cuando cayó la noche vimos arder varios autobuses en la esquina que da hacia el liceo Fermín Toro, al inicio de la avenida Sucre. Ya tarde la gente arrancaba de la acera los anuncios peatonales para usarlos como palanca y poder levantar las santamarías de las joyerías que estaban al inicio de la avenida San Martín. Ahí si nos dio un poco de miedo porque los disparos venían en todas direcciones, algunos muy cerca y decidimos bajar.

9. Mi primer desmayo se lo debo a una bofetada de mi mamá. Vi unos planetas y como la tierra desde lejos. Podría comprar la tesis del viaje astral, si no hubiese estado montado en una nave espacial con todo el elenco del show de los muppets.

10. De pequeño podía elegir en qué carro viajaba, en el del abuelo o con alguno de mis tíos. En ese entonces para mí, no había nada más lógico que ir en caravana de manera que pudiera ver a los que iban en los otros carros y saludarlos. Ahora simplemente lo detesto. Y además nunca voy a poder comprender cómo fue posible un choque múltiple con los tres carros de la familia. Esa vez andaba en el Dodge Dart del abuelo. Fue llegando al túnel de la Cabrera. ¿En serio los tres carros? Dios. Y aunque los niños siempre van distraídos jugando, aquella vez fue imposible no enterarse. Cuando me alejé montado en la grúa pude ver el Malibú Classic y el Maveric dos puertas de mis tíos. Qué desastre. Todavía no estoy seguro de haber salido completo.


11. Otro día después del Caracazo, habían decretado toque de queda. Yo no entendía mucho lo que significaba quedarse encerrado, así que decidí ir a visitar una novia que tenía cerca de la plaza Concordia. En el camino pude ver a la gente haciendo cola en camiones para comprar comida. Militares con casco y fusil en las puertas de los abastos y muchos escombros, residuos de la batalla campal que hubo en el centro de Caracas. Después de una visita en la sala de su casa, con sus padres escuchando hasta el último detalle de nuestra conversa y un beso en la escalera, regrese a mi casa. No contaba con que el efecto toque de queda aplica al transporte público, lo cual me dejó caminando desde la estación del metro Zoológico hasta la parte alta de la UD 6. Durante un tramo tuve la suerte de montarme en la parte trasera de una Pick-up que me dejó a unas dos cuadras de mi casa. Pero ya era la hora. Casi llegando comencé a escuchar los gritos que venían de las ventanas de varios edificios, incluyendo a la esposa de mi papá. Fue cuando caí en cuenta de la tanqueta del ejercito que venía a menos de una cuadra. Entonces eché a correr como desesperado hasta pasar las rejas del edificio. No sé qué tan lejos estuve de que me dispararan, porque el miedo ahora era que me iban a matar en mi casa.

12. En un período muy corto de mi vida viví junto a mi hermano, que aun siendo menor es mucho más audaz para algunas cosas. Recuerdo ya no sé si una o varias idas a la playa solos, donde el atractivo estaba en lanzarnos al mar del lado de afuera de los rompeolas y el malecón. Nunca, a excepción de mi infancia, he sido demasiado fanático del mar. De manera que tampoco es muy raro que fuera a los diecinueve años, cuando descubrí la afición de ese tropel de muchachos que se juntan más allá de donde terminan los balnearios, para medir el fluyo y refluyo de las olas, y practicar clavados. Para mi hermano era normal y yo aprendí aunque tampoco mucho, a calcular para no darme un trancazo con las rocas. Nunca me pasó nada, pero pasado el tiempo, pienso que hubiese sido un excelente lugar para dejarme ir.

13. No entiendo la razón de por qué cuando niño tenía tanto acceso a municiones. Aunque en mi casa algunos usaban armas, nunca nos la dejaban a mano. Pero siempre sobraba por ahí alguna bala con que jugar. Sobre todo unas largas de fusil. A esas aprendimos a quitarles la punta con pinza o alicate para sacarle la pólvora y lograr efectos fantásticos en los juegos con soldaditos o carritos de hierro. En una casa muy vieja que había en Guarenas nos juntábamos muchos primos segundos, primos terceros y tíos pequeños y cualquier otra cantidad de aberraciones familiares, las cuales nos daba mucho fastidio ponernos a desentrañar. Lo importante en aquellos casos era el nivel de ocio y quién se atrevía por ejemplo a detonar los casquillos de las balas cuando ya le habíamos quitado la punta y sacado la pólvora. Eran necesarios dos, uno sostenía la bala con el alicate y otro apuntaba al centro detrás del casquillo con un clavo grueso y un martillo. Nunca nos pasó nada. Bueno eso nos gusta pensar.


14. La última vez que me quisieron robar, venía saliendo de una función en el centro. Cuando uno acaba de bailar generalmente queda en un estado excepcional. Es una mezcla de sensaciones netamente físicas con otras alegrías e intuiciones. Lo más recomendable es no andar solo después de esos momentos. Lo más recomendable es no dejarnos solos después de esos momentos. No desperdiciarnos. Esa vez recuerdo haber caminado desde el teatro hasta el metro. El resto del grupo iba junto, era de noche. Yo andaba absorto disfrutando de la sensación. Ya justo llegando, se me acercó un tipo con aptitud desafiante y mirándome a la cara me dijo algo que no alcancé a comprender. Mi reacción fue sacudírmelo de encima con un empujón y ahí fue cuando vi el cuchillo. Recuerdo haberle dicho casi gritado: -¿Me vas a robar pedazo de güevón?, a lo que el personaje no supo cómo reaccionar, entre otras cosas porque la numerosa cantidad de gente que teníamos alrededor abrió como una especie de círculo de la muerte. También creo que ayudó el gesto entre sonreído y despectivo de mi cara. El tipo se escurrió muy rápido sin darle tiempo a nadie de hacer más nada. A mí me quedó el pecho más acelerado de lo que ya lo traía, como si recién se cerrara el telón. Cuando llegué a la entrada del metro los muchachos me estaban esperando, no se habían enterado de nada. Cuando les conté sólo recuerdo las risas nerviosas y la sentencia: -¡Tú sí que tienes bolas! Yo por mi parte agradezco que después de tantas muertes posibles, no haber terminado apuñalado en esa acera tan fea y mucho menos después de haber bailado.

Rafael Nieves