1. De las cinco veces que
salté del avión, en al menos tres no supe de mí hasta pasados varios segundos.
El terror al vacío y el golpe de adrenalina sustituyeron cualquier posibilidad
de control. Afortunadamente desde mi espalda una driza accionaba el paracaídas
sin necesidad de mi opinión. Creo recordar que al menos dos veces debí ocuparme
de des-entorchar el conjunto de cuerdas que sostienen la canopia. Eso se hace
separando con fuerza los tensores opuestos del arnés. Mientras, sigues sólo cayendo.
Si miras hacia arriba puedes ver una especie de globo desinflado que te
persigue mientras avanzas con velocidad hacia la tierra. Cuando por fin lo
logras, sientes un fuerte jalón que te sostiene y llega esa parte que le
cuentas a tu novia. Los árboles minúsculos, la sensación de triunfo y a la
distancia otros cuerpos intentando igual que tú superar la prueba. Estoy casi
seguro que del pánico de los dos entorches en solo uno pude lograrlo.
2. Antes de la llegada de
las antenas satelitales, teníamos en las azoteas esas antenas tradicionales de
palitos desde las cuales se lanzaba un cable largo y plano que llegaba
directamente hasta el televisor de tu casa. Metros y metros de cable, si se
piensa en un edificio de quince pisos y tú vives en el cuatro. La única vez que
acompañé a mi papá para arreglar la nuestra, descubrí un techo lleno de piedras
como un parque. Desde arriba podía ver los otros edificios a lo lejos, y las
canchas y el parque zoológico y las construcciones del metro. El borde de aquel
espacio tenía una pequeña protuberancia de un máximo de quince centímetros de
alto. Me dio la sensación que estaba ahí más para contener las piedras que para
evitar una caída. Recuerdo a mi papá de pie maniobrando con la antena y también
cómo para poder asomarme me acosté en el piso y me arrastre hasta la orilla.
Nunca le dije nada al viejo pero yo creo que me lancé. Al menos esa fue la
sensación que tuve.
3. Siendo estudiante de
teatro obtuve varias invitaciones para estar en obras. Antes de que todo el país se
transformara en zona roja, era costumbre que las funciones arrancaran a las
ocho de la noche. Durante aquellos días de errancia, hubo un tiempo en que mi
abuela me brindó asilo en su apartamento del bloque dos de Monte Piedad. Regresar
por la noche después de función siempre representaba un pequeño detalle que por
supuesto nunca se interpuso en mi interés por estar en alguna obra.
Pero aquella noche me encontré con el catire, que era nieto de la vieja
Jesusita. Ni siquiera era tan tarde. Ya entrando al pasillo de planta baja, sentados
sobre los muros que dan al jardín, estaba el catire y cuatro más. Dos eran
muchachas (que a veces son más fieras), una se me quedó mirando y dijo: -¿Qué pasa mariquito, te gusto?, al
tiempo que salía a mi encuentro. No le contesté. No hizo falta porque ya el
catire y los otros dos habían sacado las pistolas sin mediar palabra. Yo seguí
avanzando porque ni modo. Cuando ya estaba cerca pasé bajo un bombillo y el
catire, que pudo verme el rostro soltó: -No
pana, deja a ese chamo tranquilo que es el nieto de la señora María. Yo
moví la cabeza a modo de saludo y traté de mantener el paso hasta entrar en la
casa. Esa noche pudo no haber estado el catire.
4. Hay ciertos ritos de
iniciación en el espiritismo que deben cumplirse en la montaña de Sorte a la
medianoche. Al menos esa es la versión que mis familiares cercanos al rito, han
dado como explicación para esa vez en que hubo que bajarme de emergencia
durante la madrugada hasta un hospital en San Felipe. Respirador, complicación
pulmonar y no sé cuantos días internado a causa de mi renuencia orgánica a
recibir la fe de mis mayores. Hasta donde tengo entendido lo intentaron dos
veces. Casi seguro la segunda vez me quedé en la montaña o el santo terminó
conmigo nuevamente en el hospital.
5. Cierto tipo de
entrenamientos militares se conocen como Períodos de Campo. Siendo cadete
estuve estacionado quién sabe en qué monte toda la noche. Entre mis compañeros
hubo algunos que no quisieron comerse la mortadela que sirvieron para cenar, y la
verdad es que en aquel tiempo yo siempre tenía hambre. De manera que me comí al
menos tres raciones además de la mía. Sin importarme el olor, sabor o color de
aquello. Durante la noche no armamos carpas, sino que me tocó dormir espalda
con espalda con mi compañero. Morral contra morral bajo la lluvia. Todo un poema,
si no se cuenta con los pequeños pinchazos que después de la cena comencé a
sentir por todo el cuerpo. Como pequeñas agujas, muchas. Mi compañero me cuenta
que tenía la cara hinchada y el cuerpo lleno de puntos rojos. Intuimos que
estaba intoxicado por lambucio. Ahí sentados, enfundados como estábamos en los
impermeables verdes, decidimos que definitivamente iba a sudar la fiebre y que
seguramente al amanecer el escozor habría desaparecido. Aunque
también dimos por cierto que me quedaría por algún tiempo esa especie de salpullido rojizo en la
piel.
6. Con la danza la
exploración del cuerpo se potencia, aunque también de algún modo uno se vuelve
más cuidadoso. En la medida en que se van superando los retos, van apareciendo
nuevas posibilidades y nuevos riesgos. Como aquella vez que había ido pasando
progresivamente de la gimnasia al capoeira y al yoga, y de ahí al breakdance.
Pararme de cabeza nunca fue un reto exagerado, pero la verdad no sé cómo fue
que se me ocurrió que podía girar sobre ella. Lo intenté unas tres veces. Las dos
primeras sentí claramente un corrientazo recorriéndome desde la base del cráneo
hasta el centro de la espalda y de ahí hasta el brazo. Llegué a realizar tres
cuartos de giro. Y la verdad no sé por qué después de aquella sensación tan
desagradable tuve que insistir, sólo para terminar tumbado en medio del salón
vacío. Cuando se pasó el aturdimiento pude comprobar con alegría que
afortunadamente podía mover los brazos, aunque confieso que me quedaron un poco
dormidos los dedos de ambas manos.
7. De los grupos de rescate
conservacionistas me gustaba el contacto con los animales, sembrar matas y
hacer excursiones. Me había preparado mentalmente y con mucha emoción para
hacer rapel. Uno de los detalles más importantes tenía que ver con una doble
vuelta que había que darle a la cuerda de descenso dentro del mosquetón, antes
de comenzar a bajar dando esos saltos pequeños sobre ambos pies que hacen que
uno se sienta escalador. Con nueve años aquello representaba un gran logro,
mucha emoción. Tanta, que en un descuido del instructor enganché el mosquetón
de mi arnés y ya había saltado cuando un brazo largo me atajó en el aire. No
había hecho la doble vuelta.
8. Durante los saqueos del
veintiocho de febrero de mil novecientos ochenta y nueve, no pude regresar a mi
casa. Esa noche junto a una prima que estudiaba bachillerato conmigo nos quedamos
en casa de una amiga que vivía en los bloques del Silencio. Entre la avenida
Baralt y la plaza O'Leary. Su madre se encontraba de viaje, de manera que
pudimos ser todo lo imprudentes que se nos ocurrió. Por ejemplo subir a la
azotea y desde ahí ser testigos de cualquier tipo de barbaridades. Temprano vimos
enfrentamientos a plomo limpio entre civiles que se escondían detrás de las gruesas
columnas de los bloques, como en una película de acción. También fuimos
testigos de cómo algunos se escondían debajo de los carros y de cómo otros
lanzaban bombas molotov debajo de esos mismos carros que después explotaban. Entre la
esquina de Korda Modas y la otra esquina ocurrió algo parecido a una especie de sketch humorístico,
donde la gente saqueaba de un lado y cuando la policía iba a detenerlos,
corrían a esconderse y llegaban otros a la otra esquina, entonces la policía se
devolvía y así hasta que finalmente se hartaron y terminaron disparando. Cuando cayó la noche vimos arder varios autobuses en la esquina que da hacia el
liceo Fermín Toro, al inicio de la avenida Sucre. Ya tarde la gente arrancaba
de la acera los anuncios peatonales para usarlos como palanca y poder levantar
las santamarías de las joyerías que estaban al inicio de la avenida San Martín.
Ahí si nos dio un poco de miedo porque los disparos venían en todas direcciones,
algunos muy cerca y decidimos bajar.
9. Mi primer desmayo se lo
debo a una bofetada de mi mamá. Vi unos planetas y como la tierra desde lejos.
Podría comprar la tesis del viaje astral, si no hubiese estado montado en una
nave espacial con todo el elenco del show de los muppets.
10. De pequeño podía elegir
en qué carro viajaba, en el del abuelo o con alguno de mis tíos. En ese
entonces para mí, no había nada más lógico que ir en caravana de manera que
pudiera ver a los que iban en los otros carros y saludarlos. Ahora simplemente
lo detesto. Y además nunca voy a poder comprender cómo fue posible un choque
múltiple con los tres carros de la familia. Esa vez andaba en el Dodge Dart del
abuelo. Fue llegando al túnel de la Cabrera. ¿En serio los tres carros? Dios. Y
aunque los niños siempre van distraídos jugando, aquella vez fue imposible no
enterarse. Cuando me alejé montado en la grúa pude ver el Malibú Classic y el
Maveric dos puertas de mis tíos. Qué desastre. Todavía no estoy seguro de haber
salido completo.
11. Otro día después del Caracazo,
habían decretado toque de queda. Yo no entendía mucho lo que significaba
quedarse encerrado, así que decidí ir a visitar una novia que tenía cerca de la
plaza Concordia. En el camino pude ver a la gente haciendo cola en camiones
para comprar comida. Militares con casco y fusil en las puertas de los abastos
y muchos escombros, residuos de la batalla campal que hubo en el centro de
Caracas. Después de una visita en la sala de su casa, con sus padres escuchando
hasta el último detalle de nuestra conversa y un beso en la escalera, regrese a
mi casa. No contaba con que el efecto toque de queda aplica al transporte
público, lo cual me dejó caminando desde la estación del metro Zoológico hasta
la parte alta de la UD 6. Durante un tramo tuve la suerte de montarme en la
parte trasera de una Pick-up que me dejó a unas dos cuadras de mi casa. Pero ya
era la hora. Casi llegando comencé a escuchar los gritos que venían de las
ventanas de varios edificios, incluyendo a la esposa de mi papá. Fue cuando caí
en cuenta de la tanqueta del ejercito que venía a menos de una cuadra. Entonces
eché a correr como desesperado hasta pasar las rejas del edificio. No sé qué
tan lejos estuve de que me dispararan, porque el miedo ahora era que me iban a matar
en mi casa.
12. En un período muy corto
de mi vida viví junto a mi hermano, que aun siendo menor es mucho más audaz
para algunas cosas. Recuerdo ya no sé si una o varias idas a la playa solos,
donde el atractivo estaba en lanzarnos al mar del lado de afuera de los rompeolas
y el malecón. Nunca, a excepción de mi infancia, he sido demasiado fanático del
mar. De manera que tampoco es muy raro que fuera a los diecinueve años, cuando descubrí la afición de ese tropel de muchachos que se juntan más allá de
donde terminan los balnearios, para medir el fluyo y refluyo de las olas, y practicar
clavados. Para mi hermano era normal y yo aprendí aunque tampoco mucho, a
calcular para no darme un trancazo con las rocas. Nunca me pasó nada, pero
pasado el tiempo, pienso que hubiese sido un excelente lugar para dejarme ir.
13. No entiendo la razón de
por qué cuando niño tenía tanto acceso a municiones. Aunque en mi casa algunos
usaban armas, nunca nos la dejaban a mano. Pero siempre sobraba por ahí alguna bala con que jugar. Sobre todo unas largas de fusil. A esas aprendimos a quitarles
la punta con pinza o alicate para sacarle la pólvora y lograr efectos
fantásticos en los juegos con soldaditos o carritos de hierro. En una casa muy
vieja que había en Guarenas nos juntábamos muchos primos segundos, primos
terceros y tíos pequeños y cualquier otra cantidad de aberraciones familiares, las
cuales nos daba mucho fastidio ponernos a desentrañar. Lo importante en
aquellos casos era el nivel de ocio y quién se atrevía por ejemplo a detonar
los casquillos de las balas cuando ya le habíamos quitado la punta y sacado la
pólvora. Eran necesarios dos, uno sostenía la bala con el alicate y otro
apuntaba al centro detrás del casquillo con un clavo grueso y un martillo.
Nunca nos pasó nada. Bueno eso nos gusta pensar.
14. La última vez que me quisieron
robar, venía saliendo de una función en el centro. Cuando uno acaba de bailar
generalmente queda en un estado excepcional. Es una mezcla de sensaciones
netamente físicas con otras alegrías e intuiciones. Lo más recomendable es no
andar solo después de esos momentos. Lo más recomendable es no dejarnos solos
después de esos momentos. No desperdiciarnos. Esa vez recuerdo haber caminado
desde el teatro hasta el metro. El resto del grupo iba junto, era de noche. Yo
andaba absorto disfrutando de la sensación. Ya justo llegando, se me acercó un
tipo con aptitud desafiante y mirándome a la cara me dijo algo que no alcancé a
comprender. Mi reacción fue sacudírmelo de encima con un empujón y ahí fue
cuando vi el cuchillo. Recuerdo haberle dicho casi gritado: -¿Me vas a robar
pedazo de güevón?, a lo que el personaje no supo cómo reaccionar, entre otras
cosas porque la numerosa cantidad de gente que teníamos alrededor abrió como
una especie de círculo de la muerte. También creo que ayudó el gesto entre
sonreído y despectivo de mi cara. El tipo se escurrió muy rápido sin darle
tiempo a nadie de hacer más nada. A mí me quedó el pecho más acelerado de lo
que ya lo traía, como si recién se cerrara el telón. Cuando llegué a la entrada
del metro los muchachos me estaban esperando, no se habían enterado de nada.
Cuando les conté sólo recuerdo las risas nerviosas y la sentencia: -¡Tú sí que
tienes bolas! Yo por mi parte agradezco que después de tantas muertes posibles,
no haber terminado apuñalado en esa acera tan fea y mucho menos después de
haber bailado.
Rafael Nieves