lunes, 27 de febrero de 2017

Una mano larga e intangible

Muy recientemente me topé con un escrito que versaba sobre el hambre. Para algunos de mis conocidos, sobretodo en el extranjero, puede sonar como algo exótico. Como una consigna, un tema de estudio o una causa a la cual arrimarse. Pero desde hace algún tiempo para acá, para nosotros se ha convertido en una realidad muy cercana, incluso para los que como yo tienen acceso a la danza, a la literatura, al internet o a una computadora.

Ila Nieves

El caso es, que aquel escrito llevaba consigo la fuerza atronadora que implica vivir el hambre. Aunque la redacción dejaba entrever una construcción clara, el discurso se ejercía de manera muy personal; no había distancia entre la descripción del fenómeno y el que lo padece. Lo cual a final de cuentas podría ser un recurso de escritura, pero también podría ser un llamado de atención sobre nuestra condición.

Tres cosas me quedaron de esa lectura. La primera fue la urgencia expresada por la persona sobre la posibilidad de hablar de ese hecho. Visto de cierto modo, podría tomarse como una crítica a la función de la escritura. Un alegato sobre lo que se dice y lo que no. Con todo, incluyendo sus cualidades específicas: el texto está colgado en un blog; tiene un orden que remite a una coherencia y le da una concreción particular; y sobre todo se realiza en un ámbito específico que es nuestro país y nuestro tiempo. Lo segundo tiene que ver con el descubrimiento en sí que hace el que escribe del hambre como una realidad; su exaltación personal, que más allá de cualquier interpretación, nos remite al reconocimiento de un estado antes desconocido para su persona. Eso nos deja en estado de indefensión, nos causa angustia; en el sentido de que aunque el hambre sea una realidad mundial y haya sido padecida durante toda nuestra historia como humanidad por distintos grupos sociales, la realidad, descrita en ese artículo, hablada por su dueño, se hace indebatible. Y lo más feroz, traza una línea hacia mí y me conmueve. Como una mano larga e intangible, que teniendo explicación o no, se manifiesta y me toca. Por tercero y último, plantea el problema de la relación con el otro y la percepción del hambre ajena. Cuestiona justamente eso; como hemos desarrollado como sociedad, infinitas formas para desviar nuestra atención de estas realidades cercanas, como las disfrazamos e invocamos excusas impronunciables para seguir cada quien en lo suyo.

Ila Nieves

Tengo que decir sobre lo primero, que estamos inmersos en un universo desatendido y desentendido de cualquier conexión que no tribute a nosotros mismos. De cierta manera dócil, hemos limitado nuestra capacidad de raciocinio y toma de decisión a lo que estrictamente nos concierne. Una de las causas posibles de este auto-aislamiento, es la constatación real de cómo la ineptitud de generaciones enteras de funcionarios y burócratas han socavado el concepto de lo colectivo, de la participación y de las posibilidades reales de un nosotros perceptivo. De manera que sólo nos resta un silencio expectante, donde toda muestra sensible o manifestación íntima del otro o hacia el otro, genera suspicacias. Entonces eso no es alguien exponiéndose descarnadamente, ni vulnerando su intimidad, ni pidiendo auxilio. Eso no es hambre, sino propaganda.

De lo segundo diré poco, porque aunque sobre eso trataba básicamente el escrito, es decir, alguien descubre en su propio pellejo que es el hambre y lo expone, esa parte ya me la sé. Ya le he visto la cara. Y sé que no soy el único. Pero como siempre, todo esto no es más que una excusa para hablar de mí. Es decir, de mi propia hambre y de la danza. Lo cual definitivamente, no me da cuartada para desatender otras realidades. Ni oscurecer al otro, ni desconocerlo como si fuese una mentira.

Esto me lleva al tercer punto, que es justo el que más me mueve. Es a partir de aquí donde algunas nociones se me descomponen y se manifiesta a mi entender lo más doloroso. Me refiero al campo de las relaciones entre las gentes. Porque es precisamente eso lo que más me ocupa en la danza. Y me refiero a como algunos acostumbramos a desestimar el hambre del otro. Como es sabido, la danza en su generalidad se hace entre varios. De hecho si lo pensamos con detenimiento, es fundamental para el concepto de danza la idea de danzar con el otro. Es posible y enteramente comprensible que otras manifestaciones escénicas sigan pensándose desde la formula de bailar para el otro, desde la exhibición. Pero en este tiempo y sobre todo en esta realidad, sólo la posibilidad de completarse en alguien más, otorga sentido pleno a las construcciones culturales desde el cuerpo. De otra forma a mi entender, quedaremos para siempre enclaustrados en cajas herméticas de sentido. Sin la capacidad de competir con nociones realmente espectaculares como el cine, el circo, el ballet o la ópera de hace dos siglos. Y es justo desde allí, donde no puedo constituirme como una excusa para negar a ese otro como posibilidad. Mucho menos para subestimar su hambre.  

archivo personal
Desde esta noción de cuerpo, de humanidad encontrada, es prácticamente imposible poner en duda realidades complejas como aquellas que se describen desde el sufrimiento, desde la carencia. Y si, no es algo nuevo. Si, no es algo que le pasa solo a unos. Si, existen un montón de causas, explicaciones y motivos. Todos tan reales y tangibles como individualidades y formas de pensar existen. Y podemos estar de acuerdo o no con estas razones. Pero eso no lo hace menos real, ni menos doloroso. Y al igual que con la danza de nada sirve mentirnos; inventar formulas, teorías y conspiraciones, porque el hambre igual que la danza se manifiesta en el cuerpo como totalidad, en nuestra noción de mundo y en la manera en que nos relacionamos con los otros.
Rafael Nieves

lunes, 20 de febrero de 2017

Alegoría

Tendría que decir, que desde hace un poco más de tres años he estado cultivando algunas plantas en mi balcón. Podría decirse que sucumbí como muchos a la moda del cultivo urbano. Pero pasado el tiempo, tengo que aceptar que más que una muy improbable solución alimentaria, en mi caso, este hábito ha representado una suerte de punto de equilibrio sicológico. Podríamos llamarlo por ejemplo, siembra terapéutica o labores vegetales de rescate emocional. Es como si, en medio del declive de tantas nociones en torno a las cuales se constituían nuestras vidas, tener algo que cuidar nos ayuda a recobrar sentido. Algo simple, que con sólo brindarle un poco de atención crece, se expande, se hace verde.

Ila Nieves

Es así como el pequeño balcón de mi casa, ese que tiene una luz tan bonita en las mañanas, tiene además una pequeña variedad de plantas. Por otra parte, desde hace un año, vienen algunos pájaros a comer. Les dejamos un poco de alpiste cada cierto tiempo, en unas taparitas que amarramos con alambre a la reja. Algunas mañanas podemos escuchar sus trinos suaves. Todos, hemos tomado por costumbre devolverles el saludo con algunas palabras dulces. En señal de agradecimiento por venir a visitarnos. De un tiempo para acá también tenemos, un poco más alejada de la ventana, una vasija con agua donde colocamos algunos esquejes para que echen raíces. Dichosamente nuestros visitantes lo han convertido en un abrevadero. Y esos días felices los trinos se escuchan más adentro de la casa, como más cerca. Y nos regocija pensar que los hemos ayudado a saciar su sed.

Dentro de las pocas plantas que hemos podido cultivar, tenemos una mata de limón. Tiene casi dos años y un montón de espinas. Ya la hemos mudado un par de veces a materos más grandes. Ocupa mucho espacio pero nos ilusiona que algún día pueda dar algunos limones. A veces la veo y pienso en cuanto nos esforzamos por hacer nuestra vida menos estéril. Como una medida de desesperada esperanza. Cómo una apuesta feroz por la vida.

archivo personal

En todo este tiempo he acumulado una cantidad insólita de pequeñas historias relacionadas con el cuidado y dedicación a nuestro pequeño jardín. Algunas más felices que otras. Pero casi todas me parecen representaciones sutiles, de nuestro tránsito por estos días de furia. Cómo si al no poder hablar con precisión o soltura sobre lo que sentimos o padecemos, nos permitiéramos cultivarnos desde adentro. Como la música y los poemas. Sonidos y palabras que florecen, y se secan, y renacen, y mueren, y vuelven a crecer. Ayudándonos a poner a salvo a nuestra niña y nuestra danza.

Hay entre todas una historia particular.
Me gustaría intentar Una pequeña alegoría del Cariaquito.

Tengo una mata de cariaquito, y la verdad no creo que sea particular. Llegó a la casa en brazos de mi nena. Ella la consiguió durante una función de danza de unos amigos hace unos dos años. Me cuentan que al ver la planta, enseguida la tomó y dijo: -Esta es para mi papi. Imagino que inspirada por esa especie de devoción que me invadió hacia las matas y la novedad de transformar nuestro pequeño sitio, en un jardín particular.

Nuestra mata de cariaquito da unas hermosas flores rojas, amarillas y naranja. Mínimas y muy olorosas. Ella es realmente muy salvaje. Sus ramas son una especie de palitos secos que crecen de manera desordenada e invaden el espacio del resto de las matas. Su aspecto cuando no está en flor es realmente bastante lastimero. Muy pocas hojas agrupadas en la punta de cada una de sus ramas, que parecen unos brazos marrones, flacos, largos y resecos. Eso sí, casi todo el año florea, y cuando no, igual la cuidamos con esmero.

archivo personal

Un día, caminando por una calle cerca de mi casa, encontré otra mata de cariaquito nacida en el borde de una acera. Tengo que confesar que me entró un extraño estado de agitación. La mata era más grande que la mía y tenía muchas más hojas. Además estaba floreada. Su flores eran una bonita mezcla de amarillo con morado. Era realmente hermosa y yo, tengo que aceptarlo, la quería. De manera que cuando regrese a casa no paré de hablar de ella durante una semana. Hasta que lo decidí. El domingo en la tarde iría a cortar un trozo para sembrarla en nuestro jardín.

Ese domingo estaba un poco lluvioso. La calle estaba muy sola. Mi sensación era de angustia, me sentía como un ladrón. Aunque la mata estaba en la calle, pensé que podría tener problemas por tomarla. Intuía, y con mucha razón, que la calle, es un espacio que aunque nos pertenece a todos, no es de nadie. En  nuestra ciudad lamentablemente, no tenemos nociones constituidas para la preservación de lo común, lo que es de todos. No sabemos cuidarnos entre nosotros. Más allá de nuestras casa, somos solos. Lo cual me dejaba en un limbo ético aparente. Porque aunque me esforzara en pensar que intentaba hacer un bien rescatando esa pobre mata, realmente lo que hacía era en mi propio beneficio. Así que un poco asustado, fui bajo la llovizna a tomar un poco de la planta. Para mi sorpresa, la mata estaba fuertemente adherida a su esquinita de acera y lo nervios hicieron que el intento de rescate se convirtiera en un desastre total. Lo hice muy mal. Me excedí con la fuerza y realmente malogré aquella planta.

Por otro lado mi inexperiencia en la reproducción por esquejes, hizo doblemente fallido el intento. Ninguna de las ramas que intenté sembrar pegó. Pasé mucho tiempo apesadumbrado, pensando que por avaricia había destruido algo tan bonito, que nos pertenecía a todos. Pensaba que el deseo y las ganas de hacer las cosas a mi modo, nos había privado a todos, incluyéndome, de aquella belleza extraordinaria. La tristeza no me dejó caminar por esa acera algún tiempo.

Lo que aun me faltaba comprender es que algunas voluntades no mueren tan fácil. Que en mi ciudad algunas cosas, inclusive en los ambientes más hostiles, florecen. Nos llenan de belleza. Nos recuerdan lo persistente que puede llegar a ser la vida. Sin importar los excesos y esas desviaciones que a veces llamamos cuidados y amor.

Hoy pasé por la acera. Y están esas ramitas que parecen palitos secos. Llenos de hojas. Y entonces pienso que vendrá la lluvia, y el sol, y el día en que florezcan así todos juntos, la vida, la danza y porque no, también el amor al nosotros.

Rafael Nieves




lunes, 13 de febrero de 2017

El exilio de la destreza

Dicen que el tiempo de vida útil de un danzante es corto. Más cruel imposible. Algunos en silencio, de manera bastante discreta, hemos estado conspirando formas para burlar ese maleficio. Reconocemos que es difícil, pero no imposible. Sabemos de casos. Además, indistintamente de lo que resulte siendo este devenir nuestro, nos subyuga la necesidad de preguntarle al tiempo cómo obra en nosotros, los preocupados por el cuerpo.

Ila Nieves

Sé que puede resultar preocupante verme transitar en plural, además con esa facilidad tan espeluznante que da la certeza del que no está sólo. En principio parto de la idea de que a alguien más le puede interesar hacerle preguntas al tiempo y me gustaría que se sintiera cómodo. Por otro lado cuando me pienso y pienso al tiempo, no alcanzo a imaginarme unívoco, ni unísono. No soy el mismo. Porque pensar en el tiempo sólo alcanzo a hacerlo en retrospectiva, y si es en danza, con deseo de reincidencia. Además, si está ese otro yo pasado, ese que ya fui, ya no me siento más sólo. Preguntarle algo al tiempo implica pensarlo a él también, como algún otro. Casi tan descabellado como interrogarnos a nosotros mismos. Pero menos complicado. Porque con nosotros nos vemos forzados a duplicarnos, para poder vernos desde afuera. En un esfuerzo por tomar distancia. En cambio, pensar en el tiempo como un alguien, que es otro, ya es una fiesta. Mi yo actual, mi yo retrospectivo y el tiempo vamos a conversar. Sé que suena absurdo, pero va a durar poco y puede ser que demos con algo.

Intentar darle sentido a algunas nociones, como por ejemplo ¿Por qué es posible sentir que vivimos a destiempo? o ¿Cómo es que la vida en nuestro entorno se organiza a un ritmo particular, distinto al nuestro? o ¿Cómo sentimos que un mismo acontecimiento representa momentos distintos para cada individuo particular? es más divertido si se hace en grupo. Y aquí ya somos tres. Es que no es fácil comprender que una misma experiencia, puede representar para alguien el punto cumbre de su carrera, para otro un proceso iniciático, o el despertar de alguna cualidad particular y a su vez, significar para alguien más, el declive o hasta el punto final de su vida como creador o intérprete.

Ila Nieves

Si yo pudiese sonsacarle un par de cosas al tiempo, caería sin dudarlo en la trampa tonta de preguntar por mí. Así, sin ninguna vergüenza, me lanzaría con algo como ¿Por qué me tocó este tiempo? Sin vergüenza, pero también sin aflicción. Y como me conozco, tendría que esforzarme por mantener callado al otro, a mi doble (él ya tuvo las respuestas de su momento y no está aquí más que para evocar, ayudarme con argumentos y traerme penas, y alguna que otra alegría del pasado). También preguntaría cuánto tiempo le queda a la danza como la conozco. La que si no estoy seguro de hacerle (porque posiblemente es la que más me aterra) es, ¿Cuánto tiempo más nos queda a la danza y a mí juntos?

En todo caso, désele al tiempo la forma que se le quiera dar, hay que aceptar que es sobre él que se constituyen las nociones más complejas, las más tenaces. La brujería esa referida al tiempo de vida de los danzantes, no es más que una forma de sublimación de un miedo común. Un temor de gente normal, delegado. Entonces recae sobre este pueblo, sobre esta raza de gentes descalzas, sudadas y olorosas a mentol, el peso de los miedos de todas las gentes. El miedo supremo a envejecer, a no ser útil o productivo. El de ser dejado de lado. El de caer en el olvido. Miedo a dejar de ser o de no estar nunca más, constituidos desde ese valor gregario que hemos cimentado sobre el cuerpo como fuente y abrevadero. Miedo a la desembocadura y al delta y a los caños. Miedo feroz a la muerte.


danzas Temerí


No es nada ilusorio pensar que para cualquier iniciado, alejarse de la danza, representa acercarse un poco más a la muerte. Algo así como acelerar la caída. Y no es falso que el precio de ser en sociedad, bajo esta condición selecta de elegido del cuerpo, de maestro de del movimiento, es ser ofrecido en sacrificio. Como tributo, afrentado. Llevado de la mano, durante cada acontecimiento, cada momento, cada danza, hasta que se cumpla sobre ti el maleficio. Y que todo te duela. Y que evoques tristemente cada movimiento perdido. Y que olvides cada paso sin nombre. Y que nos representes a todos, en un último acto. Una última danza, sobre la muerte penosa de esa idea de lo bello sustentada en la adoración al cuerpo. Y padecer el exilio de la destreza. Para vivir y ser reconocido y recordado y admirado por ese señor, El Tiempo, que ha decidido mudarse descaradamente a otro cuerpo. Y que ahora se levanta, y se va, y se lleva a mi doble, señor de lo que fue, y que ya recuerdo un poco borroso. Y este yo aterrado que corre veloz a la puerta, para echar cerrojo. Porque ya empiezan a llegar esos yo posibles, de los que nada sé. Como no me conoció, ese doble mío que se fue ya hace tanto rato. Y que nunca más podré volver a ser. 

Rafael Nieves

lunes, 6 de febrero de 2017

Algo entre cruel y bonito

I. Hay un ejercicio de improvisación sumamente interesante. Consiste simplemente en estar atento de si en el juego de seguir y guiar, que es parte fundamental del trabajo de composición en ese entramado de experiencias y acontecimientos que es la danza, hay alguien realmente siguiéndote. 

Ila Nieves

De entrada es una invitación a jugar. A reconocer las distintas instancias del guiar y el ser guiado. También es una invitación a ser auténtico. No se te dice qué hacer si alguien te sigue o no; tampoco te ofrece alternativas para ser seguido o perderte entre los otros; mucho menos establece una forma de valoración cualitativa entre roles. No, sólo te pide que lo notes y lo tomes en cuenta. Que te sinceres contigo mismo.

Después de conocer este ejercicio, solo es posible irrumpir en medio de cualquier construcción, organizada o no, entendiéndola o no, siendo responsables de nuestras acciones. Eso no quiere decir que esté bien o esté mal lo que hagamos. Lo importante es la noción de responsabilidad, que se hace posible a partir de saberse y asumirse en los otros. Y de escuchar para ser escuchado. Por otro lado, lo que a mí siempre me ha parecido un tanto desquiciado, son esos estados de negación en los que algunos nos sumergimos. Porque para decirlo con toda propiedad, hay gente que se miente. Algunos sutilmente, otros de manera descarada. No importa que el resto del equipo esté observando, que se haga una pausa esperando una reconsideración, incluso que se exprese de manera obvia el disgusto. Simplemente hay quien necesita imponer su voluntad, sin importar cómo.

archivo personal
Algo también posible, es que cuando hay afecto de por medio, parte del equipo ceda como en un acto solidario. Aunque no siempre de manera convencida. Esto cuando es reiterativo, puede llegar a ser frustrante. Yo, por ejemplo, ya estoy acostumbrado. Hay personas así. Esos casos para mí, son una especie de anti-norma. Por ejemplo, el ejercicio consiste en accionar, moverse, danzar en consonancia con la percepción de la dinámica general del grupo, y tomar la iniciativa de guiar, teniendo en cuenta que alguien te sigue. La anti-norma se revela como: haz lo que quieras, siempre, sin tomar en cuenta nada a tu alrededor, porque en algún momento alguien va a ceder a tu influjo. Y si no, no importa, ya lo hiciste.

II. Tengo que reconocer que son pocas las veces que me pasa, pero hay momentos en que lamento que la danza me permita acercarme tanto a conocer el mundo. No por la danza, sino por el mundo. Y la manera transparente en que la danza lo dibuja. Como un espejo. Y es que nuestros cuerpos y nuestras vidas, se siguen y se repelen constantemente por el mundo como en una danza fabulosa. Y bueno, la anti-norma se repite. Y nos vamos poniendo cada vez en evidencia. Con nuestras vergüenzas al aire. Expuestos. Sabiendo que nadie nos sigue. Pero no nos importa. Porque no escuchamos y no sabemos si nos escuchan. Porque pensamos que seguir es repetir y guiar es imponer. Entonces, en vez de cerrar los ojos, es como cerrar el cuerpo. Todos en fila, unos atrás de otros. Como en una especie de anti-danza marcial.


fotografía Ila Nieves


III. Pero a decir verdad, es muy posible que esté equivocado. Y que si exista un orden, una secuencia. Algo así como un juego de anti-seguidilla. Donde la norma sea negarnos los unos a los otros. Negar nuestros cuerpos, nuestras vidas, lo que pensamos o sentimos. Una norma donde lo importante es no escuchar, ni saber. Para poder seguir gustosos hacia la nada. Un juego de cuerpos torpes. Siendo así, entonces nadie se miente en realidad. Todos estamos claros en la anti-norma del mal vivir. Espléndidos en la incapacidad de completarnos o de construir juntos. Pero también sin frustrarnos, porque estamos acostumbrados y además sabemos que en cualquier momento alguien va a ceder a nuestro influjo, como en una cadena infinita de cuerpos sordos e impotentes. Algo entre cruel y bonito. Todos en fila, unos atrás de otros. Con nuestras vergüenzas al aire.
Rafael Nieves