Es común y más bien trillada, la imagen aquella
de las personas que en la soledad del baño, con la puerta cerrada y el agua
corriendo, cantan. Un poco más difícil, es construir la imagen de esa misma
persona, en ese mismo baño, encerrada y con agua, danzando. Digamos, moviéndose
mientras el agua la recorre. La oscilación de sus piernas. El subir y bajar de
sus brazos, mientras enjabona. Los cambios de lugar, hacia la derecha, hacia la
izquierda. Eso ya es otra cosa. Más allá o más acá (como se permitan pensarlo)
de lo sensorial asociado al acto de la auto-satisfacción sexual, ¿Se toca la
gente? ¿Se mueven libres cuando están solos? ¿Se disfruta del propio gesto?
Estamos hablando de algo simple como estirar los brazos y recogerlos, cambiar
el peso de una pierna hacia la otra, estirar el torso al máximo y contraerlo,
permitir que la cabeza se entorne, se incline, salga de su centro. Y regrese.
¿Danzará la gente en la ducha o cuando están solos? Nótese que no hablo de
seguir el ritmo de una canción o repetir los pasos de algún baile de salón,
cuya coreografía nos enseñaron desde pequeños.
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Me remito al cliché del baño, para no apresurarme
en hablar acerca de la socialización del cuerpo a través de la danza. Además,
porque ya es mucho pedir, a cualquiera no iniciado, imaginarse a sí mismo disfrutando
de moverse "así", sin causa aparente, más allá del disfrute del
propio mover. No obstante si la conexión existe, será lo mismo en la sala de la
casa o en el metro. Entonces así, podríamos hablar del disfrute del vaivén
cuando se va de pie en un autobus cualquiera. Aunque es de imaginar, que si
alguien ajeno a la danza tuviese esa costumbre, este acto, ocuparía un lugar
privilegiado entre sus pulsiones íntimas.
Y si, ¿Por qué no? La danza se da en un
plano de expresión que compromete tanto al ejecutante, como al testigo. Los
hace cómplices. Los hermana en torno al reconocimiento de las posibilidades más
íntimas que ofrece el cuerpo como medio expresivo. No en vano a los danzantes
se los admira por su figura, por su destreza. Pero también y aunque no se
reconozca, por su atrevimiento. Su desfachatez en el trato con ese espacio
sagrado que es el cuerpo. El danzante se vulnera ante el otro en cada acontecimiento.
A los danzantes generalmente, se los desea. Y al mismo tiempo, pertenecen a esa
casta de tránsfugas de la razón. Exiliados
del mundo de lo común. Porque al usar el cuerpo como portal, al ejercer desde
el cuerpo como templo, atraen sobre sí toda suerte de encantamientos. Hechizos
que los mantienen atados a la realidad otra. La del baño cerrado y agua rozando.
Se habita como cualquier otro. Pero se toca, se siente, se es, con la certeza
de que hay algo más. Somos el vestigio, un indicio de que nuestros cuerpos
pueden ser otra cosa, siempre.
El cuerpo es el portal, la danza la
llave. El cuerpo pregunta, la danza acontece.
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Podría decirse que existe algo parecido
a un enfrentamiento en torno al dominio de lo corporal. Lo crucial de este
punto, es entender que los contendientes, casi siempre, se hallan enfrentados
desde otro lugar que no es el cuerpo en sí mismo. Las condiciones de la victoria
para todos, la mayoría de la veces, se centran en el dominio sobre el cuerpo
del otro. Su captura, su sometimiento. La normatización de lo que es
corporalmente correcto y lo que no. Aunque del suyo no tengan ni idea. Desde
puntos aparentemente opuestos pretenden ordenar y disponer una idea general de
cuerpo. Tengamos como ejemplo concreto, la tensión permanente entre los
defensores de la libertad en base a la capacidad de consumo y los emancipadores
que pregonan el retorno a lo originario, a lo ancestral, o a lo comprometido. Insisto, eso es entre
ellos.
Y mientras tanto, a todas estas ¿Qué
hace el cuerpo? El cuerpo se deja. Divinamente. Se adapta con una facilidad escalofriante.
Y por si fuera poco, se esfuerza en disfrutarlo. A veces más allá, otras más
acá. Se me antoja imaginarlo suelto, como una muchachita que gira como loca en
medio del campo, riendo contenta porque aunque sabe que puede caer, está tan
linda la brisa, suave el vestido, y cómo vuela el cabello, y en el estomago estas
mariposas que ojalá me llevaran con ellas. O como el muchachito del río que
corre descalzo entre todas esas piedras resbalosas, contento porque está bonito
el día, y ojalá no se acabe nunca, y si me convierto en caimán y me mudo a esta
poza, y que nunca cierren el chorro de esta agua que está tan fría y sabrosa.
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El cuerpo, el mío, que es un todo que
soy yo, es así. Porque así me voy haciendo, nos vamos haciendo. Y nos
moldeamos. Sobre el disfrute y el sufrimiento. Sobre el dolor y el placer nos vamos
dando la forma. Y ya después veremos que vamos a hacer con lo que terminamos
siendo. Porque tengo que hacer mis propias elecciones. Y me invento que es la
danza. Porque mejor me mando yo, aquí en mi cuerpo, que además es el único
sitio donde puedo hacerlo.
Y la gente se baña, y suda, y lucha, y
mata, y muere, y pega, y le pegan, y abraza, y besa, y salta, y se cae, y
descansa, y vuelve. Y danza. Todo así, con el mismo cuerpo.
Rafael Nieves