lunes, 25 de septiembre de 2017

Una calle

Recorro la ciudad entera en aquella avenida. 


Como no es de día ni de noche, no hay pocos carros ni tampoco muchos. Patrullas y camiones antimotines se alternan en la esquinas con hombres y mujeres de fiesta. Tragos al aire y el desparpajo de cajeros de banco sin efectivo. Inservibles. En sólo dos lugares están presentes esas largas y rutinarias filas de personas, que ya a esa hora incierta han perdido la noción del tiempo y la razón de la espera prolongada. Nadie se imagina si alcanzará a llegar al reparto, poco les importa lo que están ofertando. Aquí se acepta tarjeta, dicen. La sensación de cansancio se ha ido desvaneciendo en la misma medida en que no llego nunca y cada vez estoy más cerca ¿o más lejos? ya no recuerdo. Mi barba conserva aun ese sabor amargo que deja lo dulce, pero ya sin el disfrute y el gusto certero. En la acera, un hombre aburrido espera por alguien cargando a una niña pequeña, mientras juega con una cucaracha cortándole el paso con su zapato limpio. Una cucaracha intenta permanecer viva mientras algo monstruoso le corta el camino para llegar a su hendija. Una niña mira fijamente a alguien que pasa observando el piso, donde su padre amado persigue algo que ella no distingue. Un hombre aburrido decide si aplastar aquel bicho asqueroso le ensuciará su zapato nuevo. Más allá en una silla de plástico, un anciano usa una lupa y una linterna para descubrir el número ganador en un dibujo de prensa. Un periódico ha publicado una caricatura donde una mujer de contornos exagerados al extremo se agacha para recoger un lápiz, mientras un hombre sentado en un escritorio la mira y expresa un comentario extraordinariamente soez. Un dibujante ha colado por años entre sus dibujos, trazos que asemejan números y la gente los examina para jugar a la lotería. Las ventas de verduras van cediendo el paso a las ventas de licor y comida rápida. Aquí también se acepta tarjeta, dicen. Unos guardias miran con atención el escote de una quinceañera y sus amigas, fuertemente aderezadas con carmín, flores y canela. Los semáforos son remplazados por fuegos artificiales y aglomeraciones de personas que toman la justicia por su cuenta logrando salir indemnes. Sólo muy de vez en cuando, sin importar el largo del trecho, se renueva la preocupación por los rincones sucios y las calles sin alumbrar. En esta cuadra se defiende la patria, en la que sigue estamos de rumba y en la siguiente es mejor apurar el paso, porque está oscura y roban. En algunos resquicios todavía podemos presenciar fragmentos del espectáculo conmovedor de una madre y sus niños en uniforme terminando de llegar a la casa. Pero cada vez menos. Cada vez más fuera de orden, cada vez más alejados del contexto. La calle, poco a poco, va dejando de ser tránsito. Porque una calle es siempre otra cosa. Como estos chinos a los que les quiero comprar unas velas, y mientras saco la tarjeta de la cartera, comienzan a hablar entre ellos usando su idioma para que yo no entienda. Como si hiciera falta tanto. Como si no nos conocieran.

Rafael Nieves

lunes, 18 de septiembre de 2017

Argumentos

Danza
No tengo la menor idea de para qué sirve la danza. Nunca la tuve. Fue tan simple como ir sumergiéndome cada vez más profundo en sus posibilidades. Sin preguntar nunca. Habitar sus espacios se fue haciendo cada vez más natural. Nada más con la certeza incomprensible de que era el espacio correcto para desarrollarme. Un lugar, muy por encima de muchos otros, que me hacía sentir útil. Aunque la verdad no sé bien para qué. Pero esto no me ocurrió solo. A todos esos lugares distintos a los que fui progresivamente accediendo, llegué casi siempre acompañado. Y fui presenciando como los otros, mis compañeros de viaje, se iban desvaneciendo. Desaparecían. Se los tragaba la ciudad, la familia, otras vidas. Y sin embargo, como atraídos por algún hechizo inconfesable, seguían apareciendo nuevos seres, como ahora. Como todavía. Y ya no fui más nuevo. Poco a poco perdí la vergüenza de dedicarme al cuerpo, a esta posibilidad que me sigue abriendo puertas imaginarias. Aunque debo aceptar que antes, todo en su seno era más sencillo, al menos en apariencia. Hombres y mujeres con más experiencia me animaban a seguir el recorrido, a hacerme más y más cuerpo. A no dudar de mi elección. Y así llegó el tiempo de guiar a otros. De convocarlos e incitarlos a explorar juntos. Imposible enumerar las formas infinitas en que se han dado dichas colaboraciones. Ni el alcance en otras vidas posibles. Unos días más gratificantes que otros. Algunos cuerpos más conmovidos que otros. Y cómo pasa el tiempo. Y mira este cuerpo. Intuyo que llegado el momento todo para mí habrá acabado. Y tendré algunas cosas, como todos. Y habré dejado de tener otras que no pude, contando las muchas que he perdido. Pero cada día será siempre mío. En éxtasis, entregado al placer de ser desde el cuerpo. Y así me iré, cruzado por la danza. Vida que puede acabar en cualquier instante. Y será sutil o violento. Pero ya nada podrá cambiarme, porque mis días fueron felices. Me pasé la vida danzando. Aunque nunca haya podido explicarlo.

Rosita
 
Ciudad
Una ciudad puede ser prisionera. Sus paredes, cantar odas a cualquier deidad de moda. Sus avenidas, hacernos sentir libres o cautivos. Algunas construcciones, levantarse en poco tiempo para cumplir objetivos inmediatos, suplir alguna carencia. Otras, pueden llevar mucho tiempo en completarse. Sufrir modificaciones, adaptarse e incluso cambiar de uso dependiendo de la duración del asedio. Los árboles, talados y vueltos a nacer. Con raíces tan fuertes que pueden sin dudar, romper aceras, deformar calles. La gente, morirá constantemente en sus rincones. En algunas estructuras, se traerá nueva vida al mundo. Tendrá como siempre, muchos lugares para hacer más gente. Lugares para hacer el amor. Y será tomada y devuelta, raptada, liberada y vuelta a confiscar. Y perseguidores y perseguidos podrán intercambiar sus lugares con cualquier excusa simple, aunque casi siempre usando mucha fuerza. Puede incluso cambiar de color, aunque por dentro siga siendo el mismo tono, la misma frecuencia. Es corta si es en carro, es larga si es a pie. Capas y capas de pavimento siempre devorado por cauchos infinitos, insaciables. Y los puentes desaparecen y renacen. Las luces prenden o se dañan. Pero algunas cosas nunca cambian. Como que desde tu casa a la mía, ya en la tardecita, siempre va a pegar el sol de frente.


Gente
Somos educados. Tratamos de expresar nuestro apego a innumerables formas de honrar nuestros deberes. Exigimos, como es natural, las demandas que hemos convenido. Saludamos, celebramos, bendecimos. Normalmente esperamos pacientemente por nuestras respuestas. Convenimos amablemente en los términos adecuados para que ocurran los eventos. Cuando nos equivocamos, rectificamos y nos disculpamos. Nunca accedemos a nuestros impulsos más básicos sin estar plenamente convencidos que son producto de una necesidad fundamental, basada en la supervivencia de nuestro ecosistema. Amamos lo suficiente. Odiamos casi nada y muy pero muy privadamente. Nos descontrolamos con frecuencia en cumplimiento de nuestros códigos pero regresamos convenientemente a la norma. No nos quejamos. Tropezamos, nos caemos, nos levantamos. Reincidimos. De formas infinitas y absurdas. Nos desconocemos, pero somos corteses e igual nos saludamos, celebramos y bendecimos. Y muy de vez en cuando, casi nunca, nos postramos hasta morir. 

Rafael Nieves

lunes, 11 de septiembre de 2017

Juguetes

Batalla
No quiero por ninguna circunstancia que me sigas amenazando. Hasta cuándo tengo que soportar tus ofensas y omisiones. Tu desprecio absoluto por las más básicas normas de convivencia. Además tampoco quiero que me sigas mintiendo. Porque no hay que ser experto para saber que ya está pasando. Por más que intentes subvertir la realidad con toda esa retórica violenta, todos sabemos que ya están aquí. En plena invasión, rompiéndonos el alma. Batallones enteros de muchachitos caminando entre los carros. Vestidos como pueden, abofeteándonos con su hambre, descalzos. Apuntando hacia los carros sus armas de plástico, repletas de agua jabonosa. Dando la batalla en cada semáforo contra la mugre infinita de parabrisas ajenos. Recordándonos el dolor de perder esta guerra.


Carrito
Si tan sólo hubiese esperado diez minutos más antes de irme. Si me hubiese bebido otra cerveza. Si tan sólo hubiese podido vencer ese hábito miserable de repetir calles y avenidas. Si hubiese cruzado la acera. Si le hubiese sacado conversación a Consuelo o al chino o los muchachitos de artes visuales. Si no tuviera siempre que tomarme tan en serio esa idea mórbida de la vida en estado de atención. Pero no. Estaba predestinado a ser testigo. A sucumbir a la mirada bella de ese niño que junto a su padre admiraba su carrito. A ver cómo le enseñaba que las ruedas estaban completas y que no estaba roto, sólo un poco sucio. Y sus ojos encantados, amorosos, terriblemente inocentes. Sentados juntos como estaban en la acera, ya tarde. Escarbando la basura, rompiendo bolsas negras. Admirando su tesoro de plástico.


Bici-banda
Tengo esa costumbre perniciosa de querer alargar las visitas. Como si ya estando en la puerta de la calle, justo al despedirme, se activara en mí una verborrea descomunal. Un hervidero de historias que necesito urgentemente compartir con ese amigo angustiado que mira desde la puerta de su edificio hacia ambos lados de la calle, un sábado al mediodía. Algunas veces lo logro y es entonces el amigo quien toma las riendas de los cuentos y me señala:

-¿Ves ese edificio ahí al frente? Bueno en diciembre vino un operativo y le regalo a todos unas bicicletas pequeñas. Yo no sé a quién se las quitaron, lo que sé es que todas eran rosadas, como de niña. Con unos flecos que le cuelgan del manubrio y una cestica plástica delante. Era impresionante porque le dieron a todo el mundo, hasta a los más manganzones. A mí me parece bien por los más pequeños, aunque ni idea de cómo organizan eso. Pero lo más cumbre es que ya en enero un poco de tipos que ni siquiera cabían en las bicicletas comenzaron a pasearse en grupos grandes por toda la avenida. Y se dedicaron a robar gente. Yo sé que no me crees pero por ahí se la pasan todavía.

Un poco dudoso, le aseguré que había visto cosas peores y que ya nada podría extrañarme. Pero creo que mi respuesta no le convenció mucho porque lo noté ofendido, y fue poco a poco arrimándome hacia la calle, como con unos empujoncitos amables que me hicieron quedar del lado de la acera, más allá de la reja.

-Y bueno, saludos a la familia, cuídate.

Fue lo último que dijo, y después escuché cómo se trancaba la reja y el sonido de doble vuelta de la llave en la cerradura de la puerta de adentro. Todo eso antes de que me decidiera a caminar unos pocos pasos hacia la parada de autobús que estaba casi al frente, desde donde pude girar la cabeza hacia la izquierda para ver si venía algún transporte público, y me topara a lo lejos ya sin sorpresa, casi resignado, con un grupo grande de manganzones que se acercaban a toda velocidad montados en unas bicicletas rosadas demasiado pequeñas para su tamaño.

Rafael Nieves

lunes, 4 de septiembre de 2017

Rituales

No hay forma
Te juro que salí a comprarme un dulce. Estas calles, se van sucediendo una tras otra de manera desordenada. De vez en cuando puedes pasar dos o tres cuadras caminando en línea recta, pero siempre vas a encontrar algún cruce loco con carros y gente que se superponen, o alguna redoma imposible que hará fracasar cualquier explicación sencilla. No existe más esa manera directa de expresar cómo llegar de un punto al otro valiéndote exclusivamente de números o amparado en la geometría. Nada de que si sigues derecho cuatro cuadras y después giras a la izquierda tres más o alguna tontería exacta como esa. Lo más cercano que podría decir es algo así como que si sales de mi casa, sigues bajando hasta que te encuentres un rebulicio de carros y gente, entonces cruzas como quien va hacia el parque, después de eso vas a ver un letrero grande que no me acuerdo que dice y justo al lado, venden los dulces. Ahora, si continúas un poco más te vas a encontrar con un poco de motos estacionadas, cruzas donde está el quiosco y ahí los vas a ver, a los que no les gusta sino beber en la puerta del bar. Pero tú entra tranquilo que seguro hay puesto en la barra y te atiende Keviin o Consuelo. Uno no se preocupa porque anoten. Basta con ir juntando al frente tuyo las botellas vacías que nadie va a recoger, para que al final pagues entero lo que te bebiste. Claro que adentro todavía hay mesas y sillas y gente, y van a seguir llegando. Y puedes elegir entre meter las manos en los bolsillos, hacer origamis fallidos con las servilletas o jugar con las filas de frascos vacíos que se te van acumulando al frente. A mí me gustan las que traen etiquetas porque el sudor de la botella las desprende y las puedes ir coleccionando sobre la barra aprovechando la humedad de la madera. Delante de ti está el reloj, los vasos, las botellas y un listado completo de cuánto cuesta cada bebida, incluyendo esas que nunca pide nadie. A la derecha al fondo están la cocina y los baños. A la izquierda la calle y la puerta transparente que es otro reloj porque te dice cuando se va haciendo de noche. Detrás, el ruido es cada vez más intenso. Los televisores encendidos. Las palabras que van dejando de entenderse. Los nuevos y los viejos habitantes. Y la mesa del rincón. Donde ya no vas a estar. En este bar que después de tanto ya no tiene forma. Al que ya no sé cuándo llegar y del que no encuentro cómo devolverme. Me parece que voy a hacerme el loco. Me voy a imaginar que estás de viaje como otros tantos. Con tus gatos y tus lentes de viejo. O que si estás pero nunca llegaste por culpa mía, por no avisarte a tiempo. Perdona, pero es que decidí venir ya sobre la marcha. Quédate tranquilo que es bastante tarde y yo ya me estoy yendo. Ahora todo está cerrado, todo está oscuro. Ojalá me hubiera comprado el dulce.


Inicio
Te quitas los zapatos, la ropa, te cambias. Colocas algo de música mientras tanto, eliges algo que te guste, que dé cierta sensación de comienzo. Ambientas. Entonces sacas del bolso los ungüentos. El de los dolores, tobillos, región lumbar y a veces rodillas. Afuera lentes, y los collares, los anillos, las pulseras. Revisas mentalmente el ejercicio inicial mientras frotas el mentolado, o tal vez la cera humectante para la planta de los pies. Los masajeas apretando firmemente cada parte haciendo que circule la sangre. Separas los dedos entre sí desde la base del metatarso y haces que los dedos de la mano abracen el espacio entre los dedos del pie. Y los llevas hacia adelante y hacia atrás, y delante y detrás. Remueves los sobrantes de loción con la tela de tus pantalones que igual van a ensuciarse. Te estiras brevemente. Flexión, extensión y torsión de la columna. Acostado boca arriba, llevas las rodillas detrás de la cabeza. Al regreso separas las piernas e intentas tocar el piso con el pecho. Te colocas de nuevo los lentes. Ajustas la música y si es necesario anotas en silencio la asistencia. Miras por última vez nítidamente a todos antes de volver a dejar tus anteojos entre tus cosas y pasas al centro de la sala tocando a todo aquel que esté cerca. Das nuevamente la bienvenida. Miras de frente, reconoces rostros y ubicas caras nuevas. Intentas ser amable desde las primeras instrucciones. Casi siempre ensayas un ejemplo usando un compañero para generar confianza. Si el ejercicio es individual te mueves evitando el exceso. Dando a entender que más importante que copiar al calco la movilidad del otro, es el disfrute de la búsqueda. Si te toca repetirlo, lo vas a danzar con placer. Para provocarlos, para que quieran probar. Nacerán algunas sonrisas, algunas complicidades. Entonces así, tratando de no extenderte en explicaciones, sabiendo que sólo en el hacer todo va a ser comprensible, te lanzas indómito, con novicios y reincidentes al encuentro con la danza. A la destrucción y creación del universo.


Eléctrica
Muchos años hace desde que hice una canción. Como un cofre encantado, lleno de polvo y detrás de algunas maletas estaba. Un estuche semiduro cubierto de lona negra con un largo cierre lateral. Adentro como viniendo de otro tiempo los restos del cuerpo de madera lucía incompleto, mutilado. Varias piezas habían sido canibalizadas antes de ir a dar con los trastos olvidados. Las urgencias del momento hicieron que apenas vista, fuera clausurada de nuevo y devuelta al rincón de donde había logrado escapar. Pero, aunque esa vez nada podía indicar otra cosa, aunque sólo fue expuesta a la vista brevemente, su retorno ya había comenzado. Mucho después, claro está. Porque como un descubrimiento olvidado, su cuerpo desvencijado se había vuelto pregunta. ¿Será posible? Entonces pasó un tiempo insondable. Pero ya era un hecho ineludible y el cofre volvió a ser interrogado. Esta vez como en una experticia forense las preguntas iniciales se centraron en qué faltaba, qué no servía. Y de nuevo el encierro. Porque en ese momento ya no hace falta el objeto. El contenido del sarcófago se había vuelto una idea, una pregunta. ¿Será posible? Entre amigos salió a relucir el tema, las preguntas por sus partes, la recolección de comentarios. La recopilación de ideas. Y con ellas las historias, los años aquellos y las nuevas formas. Hasta que un día, aquella arca mortuoria cedió su contenido. Y éste fue limpiado, y explorado a mayor profundidad, ya con un conocimiento más completo acerca de su funcionamiento. Usando las herramientas adecuadas. Ahí se evidenciaron sus lesiones y se vislumbraron sus posibilidades reales de volver al mundo. Los daños eran mucho menores de lo aparente. Y así el nuevo tiempo de encierro fue menor, las piezas faltantes comenzaron a aparecer una a una. Y vino el tiempo de ensamblaje. La calibración de sus partes y comprobación de tono. Fue ahí donde finalmente, limpia, completa y afinada, volvió a ser empuñada, sonora y potente. Eléctrica. 

Rafael Nieves