lunes, 12 de diciembre de 2016

Arrebato

A veces me pierdo. Me voy. Ando como llevado, en una suerte de rapto. Por un rato, dejo de saber de mí.

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Algunos me han comentado, que cada vez que danzamos pareciese que entramos en trance. Como en estado de arrebato. He buscado la forma de entender este suceso, pero casi nunca he podido explicarlo con propiedad. Aunque cada vez puedo describirlo mejor. No sé decir con palabras qué nos sucede. En principio porque pienso que eso, siempre es mejor responderlo con lo que hacemos.

Pero he estado trabajando en ello.

Esencialmente ocurre cuando acontece la danza. Esto es, cuando solo o en compañía me lanzó al encuentro de lo otro. A la construcción desconocida de la obra, con o sin estructura previa. Para alguien ajeno, podría parecer algo fortuito, como sin esfuerzo. Y cómo no, lograr que esto ocurra es lo que realmente buscamos. Algo así como ocultar el esfuerzo. Pero no sólo del testigo-espectador, sino también de nosotros mismos. La idea es perdernos juntos y disfrutar el retorno. ¿A qué tributa entonces el esfuerzo real? Pues, yo creo que a llegar lo más lejos posible. A conocer lo más alto y lo más hondo. La idea es completarse. La preparación para esto es minuciosa, dedicada. Vamos tomados de las manos como para no perdernos, y para ayudar a levantarnos. Crear, en este sentido está más relacionado con vivir una experiencia, que con demostrar o convencer.

La danza como experiencia no está relacionada estrictamente con el desarrollo corporal expresivo. Esa es una de las nociones que tributan al todo. La función de los creadores gira más bien, en torno a posibilitar el evento. Desde esta perspectiva todo importa, pero lo fundamental son los intérpretes creadores y los espectadores participantes, que con el simple gesto de su presencia hacen posible la noción de obra. Como lectores y autores, ambos creadores. En ellos se completa el evento.

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Visto así, los participantes desde sus múltiples roles de creadores - espectadores - lectores - autores, generan y reciben constantemente los efectos de la experiencia. La obra ocurre cada vez que sus elementos logran congregarse. Como amantes que se completan cada vez juntos. Entonces el espectador - participante, en su rol de lector activo, suma su fuerza e interés al desarrollo de la obra. Ineludiblemente, se es parte incluso sin desearlo.

Desde esta noción, la interpretación no se limita al desarrollo de unas posibilidades convenidas previamente durante el proceso de definición de la obra. Podría decirse que cada acontecimiento es un proceso de creación en sí mismo y a su vez parte del devenir de una obra; esta a su vez ocupa un espacio en la constitución de vida de cada participante, sin distinción de rol. La experiencias nos marcan. Dejan huellas. Nunca seremos los mismos. Mucho menos después de la danza. En cualquiera de sus múltiples dimensiones.

Entonces más que interpretación, podríamos hablar de experiencia, de vida movilizada.

Importante es pensar cuándo ésta deja de ocurrir en nosotros, si es que eso llegase a pasar. ¿Podemos dejar la danza o es ella la que nos abandona? O la que nos encuentra y nos toma por asalto, como un rapto de viejos amantes encontrados a destiempo.

Me gusta generar la posibilidad de la danza, concertar a los creadores intérpretes, participar activamente en la construcción de una guía de ruta para lograr un desenlace, posibilitar la reincidencia, disfrutar del acontecimiento como participante pleno. Reinventarme cada vez, como una forma de ofrenda.

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Y después, me dejo ir. Arrastrado en arrebato. Perseguido por la fascinación de cada encuentro. Vago desnudo ante los otros, paseo por infinitos pasillos sin forma, tomo lo que no es mío y lo devuelvo cubierto en oro, sucumbo al miedo, y lluevo y agito y muero, y vuelvo a recomponerme, soy viento. Luego finalmente, busco una vía de escape. Un retorno en medio del rapto y las lágrimas y la risa. Golpeado, caído, besado, abrazado. Solo, con otros, muchos, pocos, pero sabiendo que durante el evento, soy uno más y soy más que uno. Y que para encontrar una salida, tengo que ganarme la confianza de todos. Uno a uno, cada vez. Para llegar juntos. Y otra vez, conquistar un nuevo comienzo.

 Rafael Nieves


lunes, 5 de diciembre de 2016

En la carretera III

I. La niña con el ojo de vidrio

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El autobús venía casi entrando a Valencia. La velocidad era la misma de siempre. Mismas curvas, mismas maniobras. La carretera, el sopor de la tardecita y el café con sol que siempre tengo en el termo. El bus tiene su aceite, tengo lleno el tanque y los pasajeros duermen como cochinos. Pronto haremos una parada. Nunca está demás hacer paradas para que coman. Y para que no te enchumben el baño y te lo dejen puerco. Todavía quedan unas cuatro horas y media para completar la ruta. Todo en orden, todo andando. Pero hoy es especial. ¿Tú ves esa muchachita de cinco años que viene aquí a mi lado, en las piernas de su mamá? ¿El orgullo con que me mira? Me hace sentir capitán de barco. Cuando me dice papi, quiero pararme en todas las alcabalas para comprarle un helado. La verdad es que está prohibido que vengan pasajeros en la cabina delantera, junto al conductor, pero como perderse esa carita emocionada admirando su capitán de transporte de lujo. Aire, baño y televisor, na'guará. Aunque ya hace tiempo que no ponemos películas. No es para confiarse, pero seguro que va a ser una niña bella y orgullosa de este viejo conductor de ruta larga.

Lástima la gandola esa. La que se nos atravesó llegando a Valencia. La vida me pasó ante los ojos. Imaginé todo ese cargamento de cabillas acribillando la carrocería, como lanzas de guerra. Menos mal que pude maniobrar a tiempo. Sólo se partió el parabrisas delantero. Qué tristeza que a mi niña tan chiquita, le cayera todo el vidrio en la cara. Perdió su ojito derecho. Como lloramos. Ella sigue siendo bonita. Se le curaron los rasguños, pero ahora tiene que usar un ojito de vidrio.

II. El conductor desconocido

Hay un momento cuando ya estás en tu asiento, tu maleta está guardada y el bus aunque está encendido no se mueve. Sigues en el terminal. Generalmente, la atención se divide entre los vendedores ambulantes y la persona encargada de cobrar o en su defecto recoger los boletos que verifican que ya pagaste. Es una especie de no-momento dónde estás de viaje, pero aun no. Si ese instante se alarga, justo ahí, es el momento perfecto para una representación.

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El personaje que nos abordo esa vez, estaba vestido de camisa blanca y corbata como los conductores de línea. Llevaba además un carnet colgado que lo acreditaba como tal y que mostró a dos o tres personas que estaban cerca de él. Durante unos minutos bastante confusos para todos, captó nuestra atención indicándonos las normas de comportamiento durante el viaje. Cosas como el uso del baño, mantener cerradas las cortinas debido a los incidentes en la carretera y el uso de las normas de cortesía durante el trayecto. Aunque un poco exagerado, uno puede llegar a sentirse complacido de encontrarse a gente tan atenta y educada en una línea barata de autobuses de terminal.

Lo que realmente nos atrapó fue el desarrollo del por qué no sería él el conductor de turno. Nos contó muy conmovido un episodio trágico relacionado con su unidad, una gandola de cabillas y el ojito de vidrio que necesitaba su niña, que aun estaba en el hospital. Luego, como era de esperar, nos solicitó una colaboración en efectivo para poder mandar a traer el ojo de afuera del país. Estábamos conmovidos. Y nos dispusimos a sacar la cartera. Ese sentimiento de conmoción general, sólo se vio empañado por la sugerencia que el amigo conductor desconocido nos hizo acerca de una tarifa de quinientos bolívares como mínimo. También era un poco raro que a medida que iba recibiendo aportes, pedía aplausos para los que habían dado los quinientos completos. Yo no sé si le creí. Lo que sí no me gustó, fue que no me dio las gracias porque le di solo cien bolívares.

Más tarde y con mucha carretera adelantada, nos enteramos por voz de los pasajeros que viajaban en el fondo del bus, que el recolector estaba cerca de ellos y les soltó que ese tipo no le gustaba, porque en sus cuentos siempre mataba algún familiar. Aunque algunos lo llamaron estafador, a mí me parece que se ganó sus cien bolívares y además me da un fresquito que lo de la niña y su ojo de vidrio, sea sólo un invento.

III. La llegada

Valentina

Hola, soy ese personaje que se traslada aparatosamente con su equipaje en medio de la gente que va al trabajo o sale de la escuela. Esta parte si me gusta. Ya no tengo apuro. Estoy al otro extremo de la carretera. Medio país más lejos. Y aunque no me sé la dirección exacta o el nombre de la calle, puedo sentir que estoy muy cerca.