lunes, 29 de agosto de 2016

Vértigo

Tengo que aceptar que me da vértigo explicarme. Me refiero a tener que condensar en palabras para otro, lo que creo que soy. A qué me dedico, qué hago, qué soy. Es una especie de descompostura derivada de la idea de entenderme y decirme en voz alta. De hacerme comprensible o de no lograr hacerlo. Como si esa acción pudiera dejarme petrificado o pudiera mutilarme. Hacerme perfectamente clasificable y desechable. También acepto que hay algo de desconfianza en lo que yo mismo podría intentar decir de mí.



fotografía Victor David Alexandre

A- Lo que dije esa vez

Cierto día me tocó explicarle a un ex-compañero de estudios militares (sí, dos años, Academia Militar de Venezuela), la función que a mi entender, tiene la danza en nuestro país, en nuestro tiempo y finalmente en nuestras vidas. La experiencia en sí más que gratificante o vergonzosa, la puedo describir como de una intensidad vertiginosa.

Para ser sincero, lo más interesante fue notar como las palabras fluían sin afección. Como el discurso se iba estructurando organizadamente. Las ideas se hilvanaban, una tras otra dándole sentido a la explicación. También fue interesante pensar que en otros momentos me ha costado un poco organizarme para decir lo necesario. Incluso, me gustó percibir como mi interlocutor iba recibiendo un discurso coherente y aprehensible. Lo sentí como un logro magnífico; que si me preguntan, no sé si podría repetir.

La verdad no recuerdo que dije. En este momento por ejemplo, esas mismas ideas están flotando en mi cabeza, pero de manera muy desordenada. Me parece que esa vez, también ayudó que llevábamos más de media hora de conversación sobre mi oficio y como no, del país. Se podría decir, que llevaba impulso pues.

Después de eso he tenido que ocuparme como cualquier mortal, de otras cosas de la vida, también fantásticas, pero que necesariamente abarcan espacio en ese flotar de ideas. De manera que si quisiera escribir sobre ese tema en particular, tendría que darle otro enfoque y que más me valdría agarrar nuevamente impulso, porque chiste repetido, no hace reír.

B- Lo que trato de decir ahora


fotografía Victor David Alexandre
En cambio podríamos reflexionar justamente sobre eso. Sobre cómo se dan los procesos reflexivos o el tiempo que tenemos para llevarlos a cabo. Como obedecen a las circunstancias, como forman parte de nuestro devenir. Como nos definimos con cada acción. Como estas acciones son opiniones acerca del mundo que construimos. Y sobre el tiempo, para pensar, contemplar, escribir, crear. Eso podría acercarnos. Darnos una idea de cómo se producen, en medio de nuestra vida agitada, los procesos de creación. En la danza por ejemplo. Esa reflexión podría darnos una señal del porqué cuando pensamos la danza, se siguen privilegiando formatos con estructuras que obedecen más a procesos disciplinarios y de control, que a espacios de libertad y exploración. Más allá de las formas de ejercicio de poder. Más allá de las referencias históricas ancladas en otras formas y otras necesidades. Aunque eso nos dejaría enfrentados a nuestra propia libertad, que nos exige y nos da miedo. Formas nuevas que no deberían estar definidas. Porque es justo eso lo que vamos a buscar los creadores. Nuevas formas de organización para crear. Nuevas visiones del mundo. Mundos posibles. Y sinceramente, eso da mucho miedo.

Siendo así, entonces nadie debería estar obligado a responder siempre igual cuando le preguntan qué es la danza o para qué sirve. Aunque sí.

-Deberíamos llegar a algunos acuerdos.
-¿Con quién?
-Con nosotros mismos ante todo, reconocernos. ¿Qué somos?
-Y si somos la sustancia de eso que llamamos danza, entonces ¿Qué es la danza, para qué sirve? y ya puestos en esto: ¿Para qué sirvo yo entonces, que soy la sustancia de esa danza?
-Creo que esa era la pregunta pintada en la cara de mi amigo.
-¡Uy que miedo!

C- Ahora sí, el cuento

fotografía Victor David Alexandre
Cuando me encontré a este amigo de tantos años en los alrededores de la plaza Bolívar, pensé como siempre en tiempos muy anteriores. Tiempos de antes de la danza. Tiempos de  vestir uniforme y estudiar para oficial del ejército. Este amigo, que por cierto, es hasta ahora el único que me encuentro muy de vez en cuando, realmente abunda en posibilidades para mi memoria: a) Estábamos en el mismo salón de clases, en el cual yo tenía ciertas responsabilidades disciplinarias. b) Era un excelente dibujante (cosa que nada tiene que ver con nuestros estudios en común). c) Fue protagonista de un episodio con tintes heroicos relacionado con un paracaídas que no abrió y otro cadete que lo ataja en el aire, de lo cual fui testigo. d) Resultó siendo vecino de infancia de mi esposa, cosa que para mí ya roza un nivel esotérico.

Las pocas veces que hemos conversado nos hemos puesto al tanto de nuestros bienestares. Como se hace responsablemente con la gente que uno recuerda con cariño, pero con la cual se coincide poco. Pero aquella vez, el tiempo nos permitió ponernos al día con nuestras ideas y sentires. Sobre todo en torno a los oficios. En cierto momento, como es normal, surge la incógnita sobre mi tránsito del ejército a la danza. Cosa para la cual ya estoy harto preparado. Pero esta vez, sólo de pasadita, porque ya lo habíamos conversado superficialmente en encuentros anteriores.  Después de eso sí hablamos. Como dice uno, a partir de ahí vino lo bueno. Los detalles. Esa noción de mundo constituido en torno a lo corporal, tan distinta y tan igual. Los alcances, las posibilidades de ser. La vida vista desde el otro. Y como no, la explicación para el otro que es también para uno. Y en la nube de las ideas, las preguntas de rigor: ¿Qué soy? ¿Qué somos? ¿Dónde está la utilidad de lo que hacemos?

Que quede claro, así, seco, 
no pienso intentar responder nuevamente esas preguntas.


fotografía Victor David Alexandre

Pero aquel fue un momento lúcido. Cero dudas. Todo fluido. Cuando ocurren este tipo de encuentros sientes como que la vida te alcanza. Que estás hecho de retazos, aunque privilegies sólo una porción de lo que crees que eres. Y que la vida tiende a favorecer los encuentros, así los identifiquemos con colisiones o tropiezos. Me atrevería a pensar que aun con viejos conocidos, estos encuentros son fundamentales para reconocernos. Para entender y respetar al otro, desde sus diferencias. Donde lo afectivo juega un papel fundamental que trasciende los roles impuestos por las estructuras, que al igual que en la creación, limitan las posibilidades de construcción y diálogo. Más allá de las descomposturas que produce, el vértigo a ser aprendido por el otro.

Rafael Nieves


lunes, 22 de agosto de 2016

María Luisa te amo


fotografía Jonathan Contreras
Todavía sigo esperando que se me revelen cuestiones fundamentales de la danza en mi vida. Hace ya muchos años, más de veinte, la cuestión tenía una intensidad bárbara. Todo giraba en torno a la comprensión de aquello sobre lo cual se centraba la construcción de mí que había iniciado. Pero para otros era sumamente simple. Para ellos se resumía de manera extraordinaria, en mi posibilidad de sobrevivir.

Primero. Cuando mi abuela en algún momento del año 1993, me preguntó cuándo iba a salir en televisión, fue magnífico. Lo que hizo, fue ayudarme a abrir con mucha determinación, la gran pregunta sobre la cual girarían la mayoría de mis problemas existenciales.

María Luisa Origüén de Origüén (sí, mis abuelos eran primos), era una mujer sencilla. Recordarla es pensar en el apartamento B-2, del bloque 2 del 23 de Enero, en planta baja. Monte Piedad. Su cocina tenía un tubo fantástico que servía para poner una cortina; aunque su uso, una vez lo alcancé, mutó a trapecio donde me colgaba como mono, mientras hablaba con los de adentro y los de afuera. Ahora que lo pienso, el apuro de mi abuela por ponerme un café en las manos pudo deberse a la angustia perpetua de que aquel tubo galvanizado de media pulgada se viniera abajo. Cosa que obviamente jamás pasó, por más que no fuera yo el único que disfrutaba de aquel hábito.

Segundo. Para entender la importancia de la pregunta que me hizo mi abuela, es necesario visualizarla sentada en su máquina de coser, tanto la negrita de pedal como la portátil, en un closet devenido por obra y maestría de la albañilería popular en cuartico de costura. A fin de no dar tantos rodeos, nos vamos a saltar todo el resto de cosas que solía arreglar o hacer y la vamos a imaginar armando esas largas listas de banderines de plástico que colgaban antiguamente en las bombas de gasolina. Es decir, que algunas cuantas Marías, no sólo del 23 de Enero, es posible que sean las responsables de esa imagen festiva y multicolor que de niños conservamos acerca de las bombas de gasolina. Y lo que es más importante, seguramente cada saco de banderines que le llegaba con su respectiva tira de plástico e hilo, equivaldría a algún ingreso extra para la casa.

archivo personal

 Quizá es buen momento para contar que como nieto mayor, mantengo el recuerdo de ese oficio que ejerció mi abuela; que nunca, hasta donde recuerdo, se pensó como trabajadora sino como ama de casa. Y ahora sí, puedo decir que hablar mucho me mantuvo pegado a mi abuela y su máquina; así, sin darme cuenta como el tiempo, el amor y la paciencia de María Luisa, me hicieron normal la convivencia con hilos, agujas, tijeras y telas, ya no sólo banderines de plástico.

Tercero. Volviendo al año 1993, para mayor comprensión del asunto hay que tratar una secuencia de asuntos afortunados. Primero, es importante acotar que me encontraba estudiando el cuarto semestre de actuación en el Instituto Universitario de Teatro. Segundo, algunas volteretas de la vida me habían dejado, por un año o más, viviendo nuevamente en la planta baja del bloque 2 de Monte Piedad, con mis abuelos. Tercero, que por otras peripecias del destino un director de teatro muy reconocido me había invitado a estar en una obra. Este director era también un conocido actor de telenovelas, lo cual hacía no sólo coherente la pregunta de mi abuela, sino que me brindaba la oportunidad de definir algunas cosas importantes para mí yo futuro. Cuarto, que eso lo pienso ahora, porque en aquel momento no tenía la menor idea de lo que iba a hacer con mi vida.

Cuarto. Aclaro, que para esta reflexión es absolutamente intrascendente los giros que me hicieron transitar del teatro a la danza, porque aunque en aquel momento no lo supiera, iba a ser la continuación de un mismo camino. Igual de intenso, igual de confuso. Lo mismo que aprender música o a poner las luces o hacer obras. ¿Un mismo oficio podría decir? Además de (ahora el detalle donde se lució la señora María Luisa Origüén de Origüén): Realizar el vestuario. Resulta que el brillo que adquiere la pregunta que me hizo en el 93, resplandece a la luz de otra realidad más contundente, y es que mi abuela me legó un oficio.

fotografía Jonathan Contreras
Sin quererlo, sobretodo porque ese no es un oficio de muchacho, mejor que sea mecánico o carpintero o electricista que también sirve para ganarse el pan. Resulta que todas aquellas horas de volver loca a mi abuela hablándole de quien sabe cuánto disparate, por tantos años y en tan distintas etapas, me acercaron al hilo y la aguja. Y llegado el momento, los talleres de diseño y los amigos terminaron de enseñarme a hacer patrones, a tomar medidas, a elegir telas y a coser.

Antes de tener obras a las que les hiciera falta vestuarios, hice pantalones. Muchos pantalones. Al principio los hice para mí. Una mezcla de necesidad y exploración creativa. Luego en varias oportunidades y con distintas motivaciones, para vender. También aprendí a coser otras cosas. La danza me ha permitido explorar tanto con el cuerpo como con las ideas y las texturas. Pero lo que es más relevante en este momento, en más de una oportunidad una máquina de coser me ha salvado de las penurias económicas. Danza y costura. Pobre María Luisa no sé si estaría orgullosa, aunque seguro si.

fotografía Jonathan Contreras
Quinto. Cuando mi abuela me preguntó en aquel lejano 1993, cuándo saldría en una novela, lo que nos preguntaba, a ambos, era ¿De qué vas a vivir? Cómo eso tan serio que me había puesto a estudiar, que sería una licenciatura en teatro, más todos los años de estudio de danza, etc, se convertirían en posibilidad de vivir dignamente. En otras palabras, cuáles eran mis banderines pues. Lo que no sabía ella, ni nadie, era que ya me había dado un oficio. Uno que he seguido ejerciendo de manera intermitente y lúdica. Que con la costura me ha salvado y me ha acompañado en los momentos más difíciles. Y que me guía, me da luz, en los de creación.

Lo que todavía me costaría responderle, así de manera diáfana, sencilla como a ella le hubiese gustado es, cómo se gana uno el pan danzando. Te quiero María.


Sexto. Un cuentico extra sobre costura: 

Bolsos Terciados

archivo personal
Primero. Cuando estaba por cursar segundo grado, mi papá me regaló un morral con los dibujos que estaban de moda. Era un morral genial. Como aun faltaba tiempo para iniciar clases guardamos el bolso en un closet. Vivía en casa de mi abuela. Cuando llegó el tiempo de arrancar y fui a buscar el morral, me di cuenta que se lo habían comido los ratones. Con siete años es de imaginar cómo lloré. Mi abuela María, me hizo un bolso terciado con muchos retazos bonitos, pero que a mí no me gustó nunca, porque seguí pensando por mucho, en mi bolso de dibujos.


Segundo. Hace un par de meses por cuestiones de economía, fabriqué en casa un aproximado de quince bolsos terciados para vender. Mi hija que está por iniciar segundo grado, siguió todo el proceso con alegría y atención. Cuando todos estuvieron listos me pidió que le hiciera uno con algunos retazos de su color favorito. Ahora no quiere salir sin él.
Rafael Nieves

lunes, 15 de agosto de 2016

Descripción de un estado

Al principio me dio rabia. Me reprimí con fuerza y busqué respirar con calma. Pero el dolor que me corría desde la cuenca del ojo hasta la sien derecha, me impidió cualquier ejercicio de mesura. Sólo dolor, sudor y la calentura de una fiebre de tres días.

fotografía Gabriel Calderón

Cualquier posición era incómoda, ya el día no tenía hora, porque como para qué. La almohada parecía un guiñapo, estaba más sudada que yo y lo que hacía era aumentar la angustia, la incomodidad. Era la hora de la danza, de tratar de encontrar reposo en las posturas que no puede hacer el que no ha hecho yoga. Por algunos momentos uno encuentra una posición en la cual pareciese que los fluidos se equilibran o algo, o se pisa el nervio adecuado, entonces baja un poquito el pinzamiento en la cabeza y llega como una paz. Esa paz dolorosa pero tenue, bajita, soportable; donde uno se da cuenta cómo corre el sudor desde la espalda hasta el fondo o de lo caliente que se siente el aire que nos sale de adentro; o aparecen esos otros dolorcitos menores que no son nada. La verdad se transforma en  ese momento de gracia que nos regala el malestar.

Cuando uno encuentra ese estado, realmente está como perdido, pero sabe que llegó a algo. Como a un escalón más ancho, a un rellano de la escalera interminable hacia el sentirse mal. Es como una tregua momentánea. 
Estando ahí pude pensar.


archivo personal
Y, pensé en la muerte.

Pensé que la danza tendría que convertirse, no sólo en una vía para la comprensión de la vida. Esa opción abierta que nos invita a descubrir las múltiples formas que ofrece el ser y la movilidad en libertad. Sino que también debería constituirse como una vía para lo otro; una preparación para lo que no sabemos, pero que también nos pertenece. Porque si pertenecemos a algo dentro de todas nuestras opciones, es a la posibilidad de morir.

Y en ese momento de dolor suspendido, era una opción tan real, como perceptible. Nada extra para hacer, ninguna decisión que tomar, era pura sensación de fluidez. Puro dejarse llevar. Una sensación de abandono. Pero no ese abandono tristón e inauténtico al que románticamente estamos acostumbrados. No, era más una noción de conciencia. Una interpretación que se nos escapa a los que sólo nos pensamos vivos.


fotografía Gabriel Calderón

Para mí es normal pensar desde la danza, porque es desde ahí donde he aprendido con los años, a valorar las cualidades del sentir. Esas búsquedas que ya no se limitan a preguntarse por lo tangible. Y aunque ha sido muy dulce encaminarse al encuentro de las sensaciones placenteras, tanto las fuertes como las sutiles, reconozco que en este estado de abandono, de dolor intenso y continuo, hay también una parte de mí, inexplorada y abierta. Creo que con la danza el tránsito es más mío. Así que adolorido y sudado, he decidido tomar algunas notas que me sirvan para el camino.

Primer registro de enfermo. La sensación de ingravidez que produce la fiebre sólo es apreciable una vez superado cierto umbral. Si el quebranto lo permite, llegas a insensibilizarte del resto de los estímulos. El frío de la gota de sudor que te recorre la espalda o los espasmos que dan cuando recibes una corriente de aire. Una vez que los controlas, sientes que flotas.

Segundo registro de enfermo. Cuando tienes un dolor de cabeza por más tiempo que el acostumbrado, por ejemplo dos o tres días, una tos se vuelve mortal. Cada vez que la sientes venir, quisieras que tu cabeza estuviera sellada al vacío como un frasco. Porque sabes que aunque parezca mentira, vas a sentir tu cerebro menearse dentro del cráneo como una maraca.

Tercer registro de enfermo. Los estornudos tienen cierto sentido catártico, liberador. Generalmente no tienes idea de donde proviene tanto moco. Pero el día en que te da algo parecido a una sinusitis, obtienes la certeza de que la flema está alrededor de tus ojos, endurecida, como un antifaz que se resiste a cualquier modo de expulsión.
archivo personal

Cuarto registro de enfermo. Con la fiebre, llega un momento en que sudar se vuelve tu cosa favorita en el mundo. Te da la noción de que vas de regreso. Así no entiendas por qué sudas recién salido de la regadera.

Quinto registro de enfermo. Nunca he sabido de alguien que haya quebrado un termómetro con los dientes. Para mí es como estar parado al borde del precipicio, siempre siento que puede pasar.

Sexto registro de enfermo. Doy fe absoluta de la noción según la cual, alguien puede simplemente dejarse ir en un estado de paz o dolor y cansancio extremo. En algún momento llegué a preguntarme donde quedaba el suiche que me permitiría apagar todo e irme de una vez.

 Rafael Nieves

lunes, 8 de agosto de 2016

Jesusa

Cuando la encontré, estaba sentada en el piso con las piernas de lado, apoyada sobre sus brazos. La mitad de su rostro estaba cubierta por un trapo que alguien le había puesto sobre la cabeza, para no dejar expuesta la herida abierta en su cráneo. Aunque temblaba levemente, era evidente que no se desplomaría, que hacía rato que estaba en esa posición, más por su voluntad de vivir que por la indecisión de los que estaban en el apartamento obviamente en estado de shock.

fotografía Gabriel Calderón
1. La señora Jesusa, que así le dicen, había llegado arrastrándose desde el baño hasta la puerta de la calle para pedir ayuda. Para mí sigue siendo un misterio si la puerta estaba abierta o tuvo fuerza suficiente para abrirle a la media docena de vecinos que en ese momento se miraban atónitos entre ellos buscando respuesta. Mi preocupación principal que era cómo ayudarla, tuvo que ceder un par de minutos a las aclaratorias de rigor que dieron los que ya estaban en el apartamento cuando llegué.

Ya habían llamado desde su propio teléfono a un hijo que vive en el otro extremo de Caracas, su esposo al parecer no estaba en el bar acostumbrado, a pesar de ser hora de almuerzo. La ineficacia de los servicios de emergencia y la confirmación por parte de su hijo de que sí tenían seguro, hicieron que se impusiera la tesis del traslado inmediato por parte nuestra a una clínica que queda a media cuadra. Asumí la responsabilidad de sacarla de su posición de reposo para sentarla en una silla ayudado por Luis, nuestro conserje; me pareció que podíamos trasladarla mejor sentada. Fue ahí cuando noté que el color rojo intenso del trapo era producto de la sangre que ya goteaba. Le ofrecí un poco de agua que apenas aceptó y que luego nos devolvió en vómito, cuando Luis y yo la bajamos por el ascensor.

En la puerta del edificio un vecino mas musculoso la cargó el solo con todo y silla, y casi corrió hasta la emergencia de la clínica, mientras nosotros parábamos los carros que venían.

fotografía Gabriel Calderón
2. En algún momento, entre las cinco o seis personas presentes en el apartamento de Jesusa se prendió la alarma de la inseguridad. Fue un momento de histeria donde todos nos cuestionamos que al llevarla a la clínica, sería necesario cerrar la puerta. Pero, ¿dónde estaban las llaves? Acto seguido, buscarlas por todo el apartamento. Sin tocar. Era la escena de un casi crimen y nunca se sabe. Luego, vino un instante de pánico, vernos la cara en silencio y concluir que el atacante se las había llevado consigo, lo cual fue comprobado por las cámaras de seguridad que mostraban al muchachito saliendo del edificio, abriendo el mismo las puertas con unas llaves, no sin antes detenerse a arreglarse los ruedos del pantalón.

Mientras buscaba las llaves, pude hacerme una idea de lo que había ocurrido ese día. Los nuestros son apartamentos sencillos con dos habitaciones, un baño, una cocina y una sala comedor con su balcón para poner las matas. De manera que fue muy rápido. En los cuartos solo resaltaban las gavetas revueltas y un par de cofrecitos volcados sobre la cama, donde lo único que sobresalía eran unas cuantas monedas de cinco bolívares viejas, esas que llamábamos fuertes.

El asunto se centraba en el baño. 

Una piedra de las que se usan en la cocina para machacar los ajos estaba colocada sobre la tapa de la poceta. Manchada de rojo. Había un pozo de sangre en el piso y un rollo de papel higiénico aún en su puesto, enchumbado también de rojo. Fue entonces, que noté el rastro del cuerpo que cruzaba desde ahí hasta la puerta de la calle. Como un camino carmesí. Se había arrastrado, no vi pisadas. Y ya pues. Las versiones de lo que pasó comenzaron a organizarse en mi cabeza sin que pudiera evitarlo. Mucha televisión, mucho cine, pero también mucha realidad. 


Mucho miedo

fotografía Gabriel Calderón
3. En torno a este asunto hay muchas opciones de interpretación. Mi experiencia se organiza en torno a lo que vi.

Como es normal no fue a mí al que buscaron para ayudar, sino a Hilse que ayuda a todos. Cuando sonó el timbre yo ni me ocupé. Ella salió de la casa, volvió casi enseguida y me dijo: -me voy con la niña, abajo pasó algo muy fuerte, creo que tú puedes ayudar-. No me pareció raro debido a ese acuerdo tácito que tenemos, de cuidar a la niña de los impactos innecesarios que en Caracas abundan. Ya le tocará a ella cuidar de nosotros.

Una vez inmerso en la situación, noté como mis vecinos estaban imposibilitados. El golpe los tenía discutiendo opciones acerca de cómo había ocurrido. Ese día, sólo escuchando, me enteré que la señora Jesusa hacía pequeños arreglos de costura y por eso recibía a algunos desconocidos; yo sabía que era extranjera, pero ese día supe que era española y que su familia le estaba pidiendo que regresara a su país debido a la crisis; que tenía un hijo que había vivido con ella y su esposo hace ya bastante tiempo. Y cosas por el estilo. Sentí al igual que en otras situaciones (nunca tan graves, claro) que tenía que forzar una resolución. Resolver, digamos. Lo importante no era enterarme, verlo y saberlo todo, ni quien lo hizo, ni siquiera no llenarme de sangre o que mis huellas quedaran por ahí marcadas. Era que Jesusa no se nos muriera, ahí. Una señora con la que guardaba esas distancias naturales de los desconocidos. Esa desconfianza mutua que aprendemos a tener con los diferentes.
fotografía Gabriel Calderón
4. Hoy, ya lejos, me pregunto cuanto de mi danza hubo ese día. De tratar con gentes y no sólo con cuerpos. Cuanto de realidad hay en nuestras obras. Cuanto de compromiso auténtico con la vida. 

Ese día toqué a Jesusa. Después de 17 años en este edificio la tuve tan cerca como para sentir su peso y tono muscular. La piel de sus brazos pegada a los huesos. La cuidé como mejor pude. De cierta forma nos vi a todos, ya mayores. Me imaginé jubilado arreglando ruedos y remendando vestidos para no perderme. Yo no la he visto más, pero sé que se recupera. Ella vive en el apartamento de abajo. Ese día no tuvimos clase de danza.

Rafael Nieves

lunes, 1 de agosto de 2016

Nociones de desastre

1. ¿Tú sabes que todo esto se dirige hacia el desastre, verdad?- me dijo- y acto seguido, apareció mi cara de "pregúntame si me importa", que sí puede ser exasperante.

fotografía David Grajales
Todo parece indicar que el tiempo se mueve y nosotros con él. Se notan los reacomodos. Los cambios. Todo parece indicar que la historia se desplaza y en eso no hay problema. El asunto con la historia está, en quien la cuenta. 

Yo seguí manejando, aguantando la risa y viendo esas manos que se sacudían frenéticamente frente a nosotros, en un gesto desesperado, diciendo: ¡desastre, desastre, desastre! como borrando la calle. Como borrando lo malo, lo bueno, a nosotros, el país, la danza, todo pues.



2. Esa mañana me había despertado como soñando. En el sueño me había encontrado después de mucho trajín, con una mujer soñada, que me acompañó durante muchísimos años en una construcción que llamé Caracas Roja Laboratorio. Bajo ese nombre hicimos La Danza ininterrumpidamente, en un tiempo que para muchos fue bueno y para muchos fue malo. Pero fue nuestro. Tiempo que no tendremos más, que ya fue y en el cual danzamos a nuestro antojo. Años de crecer. De ver madurar ideas y nociones de cuerpo, de obra, de creadores-intérpretes, de gentes y lugares nuestros. Años de viajar y de estarse quieto. Pero eso sí, muy sabroso, muy de uno. De mucha, pero realmente mucha danza. Y muy diversa. Mucho agite y mucha danza, como todavía es.

fotografía David Grajales
3. Cuando sus manos al fin se calmaron, pudimos acordar que entre el tiempo del desastre y ese momento, que fue ahora, había tiempo para la vida. Comer, dormir, conversar y otras apetencias sencillas. Nada rebuscado. -¡Tengo hambre!- Ah! la vida, las funciones básicas de su organismo venían en mi ayuda. Al rescate de lo imaginado, de lo presentido, de la ansiedad por lo que será. Pero ya la noción de tiempo apocalíptico se había instalado entre nosotros. Quedaría como siempre la duda, que volvería irremediablemente al tener la panza llena. Pero como algunos nos sabemos entre nosotros, siempre me quedaba la opción liberadora del chocolate o del café. El siempre salvador marrón claro, que allanaría el camino para un ahora menos destemplado, con menos sangre y moretones.

fotografía David Grajales

4. Pasada ya la mañana, traté de recordar el sueño que tuve y empecé a confundirlo con lo real. La vida y el sueño se hacían uno, y me entró una ansiedad que asocié de inmediato, a que en los sueños las cosas tienen cierta magia, como una neblina, una atmosfera jabonosa por donde uno se resbala sabrosito, como ebrio. Como si el deseo se diera permisos de cambiar caras y nombres. Pero sabiéndome ya despierto, se rompió la burbuja. Pensé que la distancia entre realidad y ficción se acorta, cuando se la damos de beber a otros. Y descubrí que mi ansiedad se volvía miedo. Miedo a que pase el tiempo y no ser contado o peor ser contado por otros, que ya han hecho esfuerzos bastante fútiles de banalizar nuestras experiencias. Miedo a que se diga que aquí no se danzó. Que no nos amamos, que no vivimos. Que nos pongan nombres estériles, que nos clasifiquen y archiven como un accidente, como una circunstancia que merece no ser recordada. Un miedo histórico pues. Porque la danza tiene ese filo doble, el de lo que acontece y el de lo que se recuerda. Lo que acontece es de quien lo vive. Lo que se recuerda es vulnerable a las malas y buenas letras, a las malas y buenas voluntades, para bien y para mal de los simples mortales.

fotografía David Grajales
5. Aquel día no hubo café, ni sangramiento. Las horas se escurrieron con esa ferocidad fugaz, que tienen los encuentros felices. Y para cuando llegó la hora del chocolate, las tinieblas destructivas se habían disipado. Todo era brillante, ligero, muy clarito. Intuimos que aunque encaminados irremediablemente hacia el desastre, quedaba un tiempo maravilloso por vivir. Un tiempo del que no sabemos nada y que será sólo nuestro. Que estos momentos solo tendrán el valor que le otorguemos. Que si queremos que dure habrá que esforzarse. También que esa noción tan auténtica de manos alborotadas, de desastre inevitable, no puede ocuparnos de más, ni restarle tiempo a las construcciones posibles. Ya en ese momento lo tangible e intangible daban igual. Soñado o deseado era lo mismo. Simplemente fue. Nadie nos quitará lo bailado, lo vivido. Igual, como cosas mías y por si acaso nos pega el despecho, sugerí en voz bajita: ¿Y si nos hacemos una foto?

6. Son los encuentros los que nos llenan de sentido, encuentros con gente que nos completa. Por si acaso la duda insiste, yo por ejemplo, tengo un montón de gente hermosa a la que podemos preguntar si ha habido danza en todos estos años. Pero, como para cuidarme de los excesos, voy a nombrar sólo a los que han vivido la experiencia de Caracas Roja Laboratorio muy de cerca, me quieran o no me quieran ya. Porque esa danza, esos amores, no son sólo míos. Igual hoy es un buen día para celebrar lo que soñamos y lo que hemos sido juntos.
fotografía David Grajales
Para mis compañeros de sueños y amores: Hilse León, Isabel Story, Rafael Sequera, Peggy Bruzual, Soraya Orta, Natalia Molina, Sofía Meléndez, Luis Vicente González, Oswaldo Marchionda, Salomé Gutiérrez, Sain-ma Rada, Yarua Camagni, Marilú García, Alan González, Pedro Alcalá, Rommel Nieves, José Vicente Nieves, Enrique Fermín, Félix Oropeza, Almicsadak Gamboa, Wilyo Rodríguez, Viky Pérez, Fabiana Iraci, Sinai Vander Dijs, Ana Chin A Loy, Penélope Herrera, Isabel Irizar, Neriluz Acevedo, Daniel Bustamante, Alexana Jiménez, Valentina Seguel, Carlos Penso, Maruma Rodríguez, Ivelice Brown , Akaida Orozco, Fausto Espinosa, María Fernanda Abzueta, Jiniva Irazabal, Alejandra Mancilla, Daisy Carolina Moreno, Yudeisy Zambrano, Brian Landaeta, Mayell Hernández, Luis Romero, Carlos Brugera, Rubén León, José León (padre), José León (hijo), José Antonio Blasco, Alfredo Caldera, Lina Olmos, Tomás Fajardo, Alvaro Pardey, Jomar Daboín, Andrés Cartaya, Armando Lahbara, Walter Bile, Dora Chávez, Jesús Durán, Moisés Mirele, Ángel Quijano, Alejandro Díaz, Amneris Treco, Jonathan Contreras y Jesús Loyola.

fotografía David Grajales

7. El que no esté o no quiera estar que por favor me escriba antes que llegue el desastre, porque después no se sabrá si en realidad estuvo o fui yo que lo soñé.


Rafael Nieves