Tengo mi propia guerra por
dentro. Como es natural el número de pérdidas que produce tanto en vida como en
recursos, no es tan visible como el saldo oscuro que dejan esas guerras evidentes
y desoladoras, donde los fusiles y las bombas van arrasando sistemáticamente
poblaciones enteras. Tampoco creo que pueda compararse con esa guerra que un
pequeño grupo de desquiciados resentidos y sus acólitos han ido gestando contra
el resto de la población en mi país, hasta el punto de irnos dejando regados
por el mundo como una suerte de nación portátil. Ni siquiera creo que mi guerra
se equipare a esos combates aguerridos que se detonan entre las personas por
cualquier tipo de intolerancia. La mía es como la de cualquier otro,
particular. De hecho resulta tan mía que es posible que cualquiera que medianamente
pueda haber percibido "mi conflicto" o alguna contradicción sutil producto
de este feroz enfrentamiento que tiene lugar en mi interior, lo catalogue
simplemente como un rasgo de mi carácter. Y como todo lo demás que ocurre en ese
lugar que no me queda otra opción que llamar "adentro", mi guerra es
invisible.
Tal vez sólo es posible vislumbrar
un destello de este enfrentamiento interno a través de algunos gestos sencillos
pero muy específicos, como por ejemplo esos cambios inexplicables en el humor, la
angustia de una cara demacrada, la pérdida de masa corporal, o muy posiblemente algún descuido o torpeza que termina siempre en tragedia
del cuerpo. Pero es que mi guerra invisible al igual que cualquier otra, deja
saldos. Hombres mutilados, mujeres viudas e hijos huérfanos, ciudades enteras destruidas
y muerte. Mucha muerte. En ella seguramente hay también alguien que se lucra y
los medios informativos se lucen. Cualquiera podría definirla por simple banalidad
como una serie intermitente de simples escaramuzas. Pero yo sé que es una
guerra. Lo sé porque en ella al igual que en cualquier otra, nadie gana nunca. Y
yo al igual que cualquier tierra dolida soy incapaz de tomar partido por ningún
bando. Porque ¿A quién le gusta ver morir a sus hijos? Por eso es que ésta, mi
guerra, casi siempre elijo sufrirla en silencio. Casi, no siempre. Porque a
decir verdad, algunos días fallo. No puedo contener el conflicto en mi propio
territorio. Este cuerpo que es mente y alma y batallones enteros enfrentados
entre sí y armados hasta los dientes. Y ese día no me importa si pude ganar a
título personal alguna pequeña batalla en mi relación con los otros. Tampoco
sirve de mucho reconocer que algunas circunstancias son transitorias. Son días
tan difíciles para el alma, que el cuerpo, territorio adolorido, no puede más
que retorcerse. Hasta la risa suena deficiente. Algo así como una mueca
descontrolada donde los dientes chocan entre sí y es mejor poner a salvo la
lengua. Casi como una elucubración macabra marcada por espasmos vibratorios.
Torpe, el cuerpo del que lleva esta guerra por dentro, obra desde el sinsentido
del combate contenido. Hasta que finalmente se resigna uno, y espera a que
aparezca algún pequeño momento de distensión, esa mínima tregua que nos permite
pasearnos por los campos a recoger los restos de nuestros seres caídos. Llorando
la tierra regada con sangre. Suplicando porque nazcan flores. Apertrechándose
lo mejor que se puede mientras dura la pausa en la batalla. Evadiendo los
campos de minas. Lamentando el tiempo perdido y los daños ocasionados. Reconociendo
la responsabilidad propia en el origen del conflicto. Recolectando alimento,
buscando cobijo.
Dependiendo de lo largo de
este cese al fuego, uno se dedica pacientemente a la reconstrucción de todo
aquello que fue devorado vorazmente por nuestros egoísmos, iniquidades e
incomprensiones. Reconociendo además como normal, que siguen por ahí
reconfigurando su estrategia y planificando una nueva embestida.
Intuyo que cada uno es un
posible campo. Que por más que intentemos sembrarnos de virtudes y formas de
relación armónicas con el mundo, siempre existe la posibilidad del conflicto.
El destierro de las certezas. Y que queda en cada quien la responsabilidad de
mantener a salvo sus fronteras. E intentar que esas diferencias que llevamos por
dentro se resuelvan de la manera más compasiva hacia nosotros mismos. De forma tal
que cada encuentro con el otro se traduzca en un intercambio sabio y amoroso. No
en una prolongación infinita de esas catástrofes de las cuales algunos no
podemos dejar de ser portadores.
Rafael Nieves