Para Lina
1.
Azabache era un perro negro de raza desconocida que acompañó a mi amiga durante
su infancia en Margarita. Me cuenta que sólo le bastó con morder a uno de los
integrantes de la familia para ganarse una muy bien merecida fama de perro bravo. Al parecer fue a una de las
niñas. Pero seguramente no fue tan duro, ni tan violento, porque de lo
contrario no hubiese sobrevivido para este cuento. Ese de cuando una tarde algunos
años después, se escapó en medio de quién sabe qué descuido familiar. Y se dio
un paseíto por la cuadra. Donde todos sabían de él. Y de la vez que mordió a la
niña. Mi amiga recuerda como todos huyeron despavoridos. Se metieron a sus casas.
Cerraron las puertas. Aunque todavía quedaba un sol suficiente de esas
tardecitas sabrosas de sombra y brisa fresca. Y gente que saludar. Y pelota, y
bicicleta, y juego de La Ere a mitad
de camino. Mientras duró el incidente, la calle fue de Azabache. Cosa que pudieron
comprobar fácilmente todos aquellos que desde la ventana de la sala apartaron
la cortina para asomarse y observar cómo se dedicaba a recorrer la acera de un
extremo a otro. Sin que nada le importara. Sólo olisqueando, metiendo la trompa
entre los arbustos y las rejas. Levantando la pata de vez en cuando. Incluso
cuando ya no le quedaba orine. Maravillado de ese mundo nuevo que había
descubierto. Donde seguramente él era el único que no entendía porque estaba
solo.
2. A
Rocky mi abuelo lo tenía amarrado en el patio durante el día. Debajo de su
techo no entraba nada que no fuera de él. O de mi abuelo. Entre los nietos (que
éramos varios) circulaba la leyenda de que Rocky descosía pelotas de beisbol.
Les arrancaba el cuero. Y que una vez le sacaron con un palo de escoba una bola
de pelo y carne y hueso que alguna vez fue un rabipelado (Zarigüeya común) que desafortunadamente
había caído en sus dominios. Mi abuelo tenía por costumbre soltarlo ya tarde
para que hiciera de vigilante nocturno. Después de eso ya uno no podía salir al
patio. Pero un domingo a media mañana, uno de mis tíos había sacado las
cornetas. La música festiva anunciaba una tarde de tertulia familiar
con comida y primos y gente rasguñada y Merthiolate. Nunca imaginé que iba a
ser el primero en salir a jugar. Corriendo feliz de nueve años, para arrancar
la jornada de muchacho sudado y patio que no tenía en Caracas. Tampoco me
imaginé que Rocky podía soltarse. Como en una película de terror tipo cine B,
al cruzar corriendo la puerta del patio me encontré de frente con Rocky. No
recuerdo cuanto duró el suspenso previo a la escena de violencia. Pero sí sus
patas en el pecho y haber frenado su hocico con el brazo izquierdo. Sobre sus
dos cuartos traseros alcanzaba casi mi tamaño aunque la verdad era más bien
regordete y de patas cortas. En medio del forcejeo, también recuerdo haber
gritado con todo mi arsenal, pero la música como en toda buena película de cine
B superaba con creces mis berridos. Cuando nos encontraron, Rocky me zarandeaba
la mano izquierda atrapada entre los dientes y yo me dedicaba a pegarle con un
zapato de goma que se me había salido en medio de la trifulca, con el mismo intentaba apagarle el ojo a ver si me soltaba. Como es de esperarse
lamentablemente ese domingo familiar terminó en antitetánica y llanto a moco
suelto. A Rocky me enteré, tuvieron que ponerle una cadena reforzada. Y de ahí
en adelante, su sola mención entre mis primos y yo ya no sólo generaba el interés
misterioso de guardián de la noche. Habíamos pasado del respeto matizado por
los cuentos que inventábamos, a un miedo muy concreto por los dientes de perro
y las vacunas antirrábicas.
3.
Esta mañana en medio del trajín cotidiano y el transporte público me distraje
escuchando cómo un reconocido locutor hacía esfuerzos redoblados para
invitarnos a todos a levantar el ánimo ante la situación-país que vivimos. Si es que puedo permitirme llamar de
ese modo esta desgracia que padecemos. En su programa, entre bromas y alguno que
otro esfuerzo por decir algo serio, argumentaba que no resultaba
psicológicamente sano, socialmente hablando, entregarnos como ciudadanos a la
rabia y el desespero. Y entre todas las analogías más o menos populares que
utilizó para acercarse a nosotros su audiencia, dijo en algún momento algo parecido
a que no podemos vivir siendo cómo perros
de azotea. Interpreto yo, que se refería a esos sabuesos confinados a los
techos de las casas, desde donde se dedican la mayor parte de su tiempo a
ladrar sin parar a todo aquel que pase cerca de la vivienda. De manera estéril.
Es decir, sin lograr nada en absoluto. Y es que a ciencia cierta, no sabemos
qué les produce a esos animales el encontrarse ante dilema por un lado de vivir sobrellevando algo que les perturba y que está fuera de su campo de
acción, y por el otro saber a través de alguna forma de instinto de preservación (que
tampoco entendemos del todo) que no sobrevivirían a la caída si se lanzan,
aunque he sabido de algunos que saltan. Y pensé que hoy ese perro de azotea se podría llamar Rafael.
4. Pienso
que si fuera locutor también le recomendaría a la gente que no fuera como
Rafael (el perro de la azotea). Sin embargo, debo confesar que también podría
extenderme arguyendo que muchos deberían dejar de ser Rocky. Y tal vez nuestra situación-país no sería tan extrema. Claro
que tendría que verme en la obligación de sintetizar que es ser Rocky. Decir por ejemplo que su característica fundamental es morder y punto. Y que te
tengan amarrado. Y que te suelten para que claves los dientes a diestra y
siniestra, con la única excepción claro está de quién te da pobremente de
comer o te mantiene sujeto bajo el techito tuyo, donde sólo él puede meter la
mano y los demás somos Didelphis
Marsupialis (Zarigüeyas comunes), es decir seres dispuestos a tomar la
forma de una bola informe compuesta por pellejo, pelo y cartílago masticado dependiendo
de lo que te pongan a cuidar. Lo que te den a repartir o la lista que debas
llenar. Aunque nunca se sabe, porque desde la azotea o detrás de la cortina uno
termina por no enterarse si el perro en verdad muerde o solamente necesita un
espacio más grande para correr, sentir el fresco de la tarde sin la correa
apretándole el pescuezo y un sitio digno para hacer sus necesidades.
Rafael Nieves