lunes, 11 de diciembre de 2017

Didelphis Marsupialis

Para Lina 
1. Azabache era un perro negro de raza desconocida que acompañó a mi amiga durante su infancia en Margarita. Me cuenta que sólo le bastó con morder a uno de los integrantes de la familia para ganarse una muy bien merecida fama de perro bravo. Al parecer fue a una de las niñas. Pero seguramente no fue tan duro, ni tan violento, porque de lo contrario no hubiese sobrevivido para este cuento. Ese de cuando una tarde algunos años después, se escapó en medio de quién sabe qué descuido familiar. Y se dio un paseíto por la cuadra. Donde todos sabían de él. Y de la vez que mordió a la niña. Mi amiga recuerda como todos huyeron despavoridos. Se metieron a sus casas. Cerraron las puertas. Aunque todavía quedaba un sol suficiente de esas tardecitas sabrosas de sombra y brisa fresca. Y gente que saludar. Y pelota, y bicicleta, y juego de La Ere a mitad de camino. Mientras duró el incidente, la calle fue de Azabache. Cosa que pudieron comprobar fácilmente todos aquellos que desde la ventana de la sala apartaron la cortina para asomarse y observar cómo se dedicaba a recorrer la acera de un extremo a otro. Sin que nada le importara. Sólo olisqueando, metiendo la trompa entre los arbustos y las rejas. Levantando la pata de vez en cuando. Incluso cuando ya no le quedaba orine. Maravillado de ese mundo nuevo que había descubierto. Donde seguramente él era el único que no entendía porque estaba solo.

2. A Rocky mi abuelo lo tenía amarrado en el patio durante el día. Debajo de su techo no entraba nada que no fuera de él. O de mi abuelo. Entre los nietos (que éramos varios) circulaba la leyenda de que Rocky descosía pelotas de beisbol. Les arrancaba el cuero. Y que una vez le sacaron con un palo de escoba una bola de pelo y carne y hueso que alguna vez fue un rabipelado (Zarigüeya común) que desafortunadamente había caído en sus dominios. Mi abuelo tenía por costumbre soltarlo ya tarde para que hiciera de vigilante nocturno. Después de eso ya uno no podía salir al patio. Pero un domingo a media mañana, uno de mis tíos había sacado las cornetas. La música festiva anunciaba una tarde de tertulia familiar con comida y primos y gente rasguñada y Merthiolate. Nunca imaginé que iba a ser el primero en salir a jugar. Corriendo feliz de nueve años, para arrancar la jornada de muchacho sudado y patio que no tenía en Caracas. Tampoco me imaginé que Rocky podía soltarse. Como en una película de terror tipo cine B, al cruzar corriendo la puerta del patio me encontré de frente con Rocky. No recuerdo cuanto duró el suspenso previo a la escena de violencia. Pero sí sus patas en el pecho y haber frenado su hocico con el brazo izquierdo. Sobre sus dos cuartos traseros alcanzaba casi mi tamaño aunque la verdad era más bien regordete y de patas cortas. En medio del forcejeo, también recuerdo haber gritado con todo mi arsenal, pero la música como en toda buena película de cine B superaba con creces mis berridos. Cuando nos encontraron, Rocky me zarandeaba la mano izquierda atrapada entre los dientes y yo me dedicaba a pegarle con un zapato de goma que se me había salido en medio de la trifulca, con el mismo intentaba apagarle el ojo a ver si me soltaba. Como es de esperarse lamentablemente ese domingo familiar terminó en antitetánica y llanto a moco suelto. A Rocky me enteré, tuvieron que ponerle una cadena reforzada. Y de ahí en adelante, su sola mención entre mis primos y yo ya no sólo generaba el interés misterioso de guardián de la noche. Habíamos pasado del respeto matizado por los cuentos que inventábamos, a un miedo muy concreto por los dientes de perro y las vacunas antirrábicas.

3. Esta mañana en medio del trajín cotidiano y el transporte público me distraje escuchando cómo un reconocido locutor hacía esfuerzos redoblados para invitarnos a todos a levantar el ánimo ante la situación-país que vivimos. Si es que puedo permitirme llamar de ese modo esta desgracia que padecemos. En su programa, entre bromas y alguno que otro esfuerzo por decir algo serio, argumentaba que no resultaba psicológicamente sano, socialmente hablando, entregarnos como ciudadanos a la rabia y el desespero. Y entre todas las analogías más o menos populares que utilizó para acercarse a nosotros su audiencia, dijo en algún momento algo parecido a que no podemos vivir siendo cómo perros de azotea. Interpreto yo, que se refería a esos sabuesos confinados a los techos de las casas, desde donde se dedican la mayor parte de su tiempo a ladrar sin parar a todo aquel que pase cerca de la vivienda. De manera estéril. Es decir, sin lograr nada en absoluto. Y es que a ciencia cierta, no sabemos qué les produce a esos animales el encontrarse ante dilema por un lado de vivir sobrellevando algo que les perturba y que está fuera de su campo de acción, y por el otro saber a través de alguna forma de instinto de preservación (que tampoco entendemos del todo) que no sobrevivirían a la caída si se lanzan, aunque he sabido de algunos que saltan. Y pensé que hoy ese perro de azotea se podría llamar Rafael.

4. Pienso que si fuera locutor también le recomendaría a la gente que no fuera como Rafael (el perro de la azotea). Sin embargo, debo confesar que también podría extenderme arguyendo que muchos deberían dejar de ser Rocky. Y tal vez nuestra situación-país no sería tan extrema. Claro que tendría que verme en la obligación de sintetizar que es ser Rocky. Decir por ejemplo que su característica fundamental es morder y punto. Y que te tengan amarrado. Y que te suelten para que claves los dientes a diestra y siniestra, con la única excepción claro está de quién te da pobremente de comer o te mantiene sujeto bajo el techito tuyo, donde sólo él puede meter la mano y los demás somos Didelphis Marsupialis (Zarigüeyas comunes), es decir seres dispuestos a tomar la forma de una bola informe compuesta por pellejo, pelo y cartílago masticado dependiendo de lo que te pongan a cuidar. Lo que te den a repartir o la lista que debas llenar. Aunque nunca se sabe, porque desde la azotea o detrás de la cortina uno termina por no enterarse si el perro en verdad muerde o solamente necesita un espacio más grande para correr, sentir el fresco de la tarde sin la correa apretándole el pescuezo y un sitio digno para hacer sus necesidades. 
Rafael Nieves

lunes, 4 de diciembre de 2017

Piel de Zapa


1. Tengo en mi nevera un imán decorativo que me recuerda diariamente un viaje realizado hace ya diez años a la ciudad de Barcelona en España. De ese periplo recuerdo un encuentro de improvisadores en el espacio La Caldera del cual hicimos parte, los paseos por el parque Güell y demás obras de Gaudí, las presentaciones de los amigos en La Casa de la Danza: Mercat de les Flors y una fantástica paella que tuvimos el placer de disfrutar gracias a la invitación de Iliana León que fue desde Madrid a ver a su hermana que viajaba conmigo. También atesoro el maravilloso recuerdo de cómo resultaba más económico una botella de vino que beber agua con el almuerzo (cosa que hice religiosamente durante toda mi estancia). Las siestas obligadas de toda la ciudad después de tan dispendiosos almuerzos y ya en una mezcla de disfrute y trabajo, nuestra asistencia a una exposición llamada Bodies Revealed, la cual para mi total estupor, consistía en una colección sumamente extensa de restos humanos que aseguraba mostrar, desde una perspectiva completamente científica, todo tipo de órganos entre los que se incluían músculos, huesos y una enorme piel humana extendida en su totalidad sobre un mesón muy grande, perfectamente conservada y en un ambiente totalmente protegido.

2. Decía que desde hace diez años hay sobre la puerta de mi nevera un imán decorativo alusivo a la exposición Bodies. También tengo desde ese tiempo un catálogo perfectamente conservado de la exposición, con el cual sustituí al llegar a Caracas, mis viejas láminas plastificadas con las cuales solía impartir una pequeña charla introductoria en mis clases de exploración corporal. Estas láminas las había comprado por lo menos cinco años antes en alguno de nuestro viajes de danza a México. En las mismas se encuentran sintetizados a través de dibujos el sistema muscular, el circulatorio y lo que mis muy queridos amigos mexicanos llaman, el sistema esquelético. Que por cierto era el que más utilizaba debido a los diferentes conjuntos de huesos y articulaciones a los que hacemos continua referencia durante nuestras clases. Práctica heredada claro está de nuestro muy admirado y querido maestro Jeremy Nelson, aunque mucho más prácticas ya que las mías son unas escasas láminas y no el Albinus on Anatomy de Robert Beverly Hale del cual se valía Jeremy para hacernos entender donde queda el psoas o la inserción del fémur en la cadera que es lo mismo que decir acetábulo. Aunque debo confesar que el amor de Hilse por Jeremy y los libros, trajo hace ya varios años un Albinus a vivir nuestra casa.

3. Obviamente, cualquiera que me conoce podrá deducir fácilmente que mi charla semestral sobre la alineación postural en la cual me asistía con mis láminas mexicanas tomaron un rumbo diferente, al cual se sumó la experiencia de haber visto Bodies Revealed. Y no es que antes no hiciera uso del anecdotario para decorar cómo había obtenido en una gira maravillosa que nos llevó desde Mérida Yucatán (donde sí, hace mucho calor a diferencia de nuestra Mérida, y tiene pirámides Mayas, y la gente va a los cenotes en vez del río (que son cuevas con lagos subterráneos infinitos donde no se toca fondo y el agua viene abajo de la tierra) y donde para rematar la gente también hace danza contemporánea) hasta Ciudad de México donde en una tiendita cerca de una avenida llamada República del Salvador, vendían estas maravillas de láminas para que los muchachos en el colegio aprendan sobre el cuerpo. No es que no tuviera cuento que echar, es que ahora al haber visto cuerpos reales y las láminas del catálogo que son otra maravilla de fotos a color donde la mitad del cadáver todavía tiene la piel y la otra parte es puro hueso y por si fuera poco está en una postura cotidiana. Y claro que en algún momento alguien decía que era tenebroso o asqueroso o nos lanzábamos una discusión filosófica sobre si yo me dejaría montar en un tarantín ya echo momia para que alguien pagara una entrada y pudiera verme algo más que desnudo.

4. Sorpresivamente dos años después de aquella experiencia Bodies anunció su venida a nuestro país. Al principio fue el júbilo de pensar que los muchachos podrían ver ellos mismos con sus propios ojos, todo aquel aparataje fantástico del cual habíamos conversado en distintas ocasiones. Incluso llegamos a pensar en organizar una especie de paseo grupal como en los colegios, en el cual podríamos hacer un esfuerzo común para conseguir un transporte que nos llevara juntos y si se podía comprar las entradas por adelantado. Quizás hasta con un descuento debido a nuestra condición de estudiosos universitarios del cuerpo. Imagina, organizar incluso una especie de cotillón donde cada cual pudiera conservar para sí su propio folleto ilustrado y hasta un imán como el mío, para su nevera. Si es que la tenían. Por supuesto que en ese momento nadie contó con el escándalo causado por la bendita exposición. En cadena nacional se cuestionó no sólo el origen de los despojos humanos expuestos, sino el carácter moral de la exposición en sí misma. Argumentos fueron y vinieron. Por un lado se escuchaba tráfico de órganos, deshumanización en nombre del arte y la cultura, acto macabro y barbarie. Por el otro los argumentos giraban en torno a los más modernos procedimientos de embalsamamiento, legalidad absoluta en la obtención de los cuerpos procesados en función del bienestar de la ciencia y el arte, y por supuesto una lista enorme de lugares en el mundo donde Bodies Revealed había obtenido los aplausos conjuntos de científicos especialistas, críticos de arte y maestras de colegio. Lo cual como es de esperarse, marchitó nuestras ganas colectivas de ver en persona la inserción de la cabeza del fémur en el acetábulo y apreciar directamente el grosor del psoas en una mujer caucásica de entre veinticinco y treinta años. Lo último que supimos fue que los contenedores de la exposición estaban retenidos en el puerto de La Guaira, lo cual para nosotros se transformó inmediatamente en un chiste que decía que habían dejado preso a todo ese poco de muertos. Sin contar con que un año después, en medio de un ambiente bastante conspirativo, estaban exhumando sin contemplaciones los restos del padre de la patria.

5. Sinceramente no puedo decir con especial interés, que exista en toda esta historia algo que me haya marcado más que el haber visto extendida entera sobre aquella mesa, una piel humana. El cartel de la exposición correspondiente a ese mesón rezaba casi literalmente: La piel, el órgano más grande del cuerpo humano. Esta consideración sumada a la imagen que tuve al frente ha servido sin saberlo durante mucho tiempo, como referencia a mi trabajo creador, investigativo y docente. Porque si mi trabajo es sobre el cuerpo, y en el cuerpo hay algo que es lo más grande, ¿Cómo pasarlo por alto?. Cómo podría ser posible obviar ese órgano extenso (verdaderamente gigante), cuando se habla de contacto. Imagino que para mis estudiantes y compañeros de danza escucharme hablar sobre la piel y asociarlo a una totalidad debe referirlos a imágenes concretas. Como cuando trato de expresarles que toda la piel toca. Que cuando somos tocados estamos tocando y que no existen distancias entre eso y sentir. Que no podemos escapar de la sensación cuando danzamos desde la piel. Que recibimos y recibimos y recibimos sin parar, abundante información que podemos usar para nuestra causa. La de producir cosas bellas. Movimientos, conexiones, éxtasis. Cuando llegan corriendo de la calle a colocarse su ropa de trabajo. O cuando se bañan. Cuando los miran, cuando no. Cuando ocurre de manera distraída y tocan. Por delante, por detrás. Sus pies constantemente percibiendo y cuando por fin se descalzan, y entonces descubren esas zonas menos sensibles porque tienen mucho trabajo siempre. O cualquier otra zona más suave, más sutil pero también más dolorosa. Imposible imaginar lo que piensan. Pero yo, casi siempre me asusto un poquito cuando lo nombro al acto de tocar. Porque recuerdo esa pieza grande, extendida sobre una mesa. Como La Piel de Zapa de Balzac. Y recuerdo que con cada deseo se va encogiendo. Perdiendo su brillo, perdiendo elasticidad. E imagino que nuestras ganas de tocar se podrían ir apagando a medida que vaya desapareciendo. O tal vez no, y soy como el protagonista Raphael de Valentín. Sobre todo en aquel deseo mío de volver a ver aquella piel inmensa. Y en el miedo de encontrarme sólo con un  pequeño trozo, uno que apenas me alcance para irme yo también del todo en un deseo. Y morir igual que él, mordiendo un pecho de mujer.

 Rafael Nieves