lunes, 31 de julio de 2017

Derrotas


Ascensor
Se abrió la puerta y apareciste. Me di cuenta que por un instante dudaste en subir porque venía yo solo y uno nunca sabe. Y por supuesto porque, qué va a saber uno que saliendo de entrenar en un penthouse de Parque Central, se va a encontrar con una niña tan linda como tú. Y yo tan sudado. Hace ya tiempo que estos ascensores no son lo mismo. En ese entonces la bajada transcurría atropelladamente entre los cuarenta y cuatro pisos distribuidos quién sabe cómo, y el espantoso espasmo torácico producido por el vértigo del descenso. Tú en cambio, estabas tan tranquila y acomodada. Sin duda acostumbrada a ese tambaleo, al temblor en el piso y al sudor frío de los extraños. Como sea, la verdad es que desde el principio supe que no existía para ti más que cualquier otro intruso, pero como ha pasado el tiempo voy a permitirme imaginar otra cosa. Algo así como por ejemplo, que aun en medio de mi ataque controlado de pánico pude notar cierta sonrisa pícara de tu parte, incluso percibí que tus labios ya se iban a separar para contestar mi saludo de "Buenas tardes, señorita", algo desafinado y gangoso producto del mareo. Cosa que por supuesto evitaste para contener la risa ante mi sensación de inexperto en parques de diversiones habitacionales. Si lo pienso bien, me parece que estuviste a punto de voltear en mi dirección, con la intención de socorrerme a través de algún gesto alentador, de esos que tan bien le quedan a las niñas bonitas como tú. Pero justo en ese momento la puerta se abría en otro piso, donde un tropel de gente impidió que pudiera retribuirte con dos de mis mejores frases galantes hechas para ese tipo de situaciones. Claro que primero hubiese tenido que controlar las nauseas y tratar de recuperar aunque fuera un poco la compostura. De todas formas nuestra conexión fue tal o no sé, quizás sí te dije las frases con mareo y todo y ya no lo recuerdo, el hecho fue que aprovechaste el apretujamiento para irte conmigo hacia el fondo, donde juntos sobrevivimos a la estampida. Quizás te traje hasta mí como un imán. Casi seguro que fue eso lo que pasó, y no el empujón que recibiste de la señora gorda con el perro y las bolsas de mercado. Pero así de cerca ya no podía mirarte. Mucho menos empañado como estaba por el sudor, las náuseas y una multitud de vecinos. Tal vez fueron los nervios, qué sé yo. Te recuerdo que en algún punto entre los pisos ocho y seis dijiste algo entre dientes y en seguida rozaste mi mano. No sé si hablabas sola o te quejabas del calor, pero yo tuve que hacer un esfuerzo muy grande para no mostrarme ansioso. Ciertamente el tiempo pasa volando. Sobre todo cuando te encuentras con una belleza como tú y al mismo tiempo sientes que vas a devolver hasta la bilis y encima el aire se hace escaso. Cuando logré recuperarme del frenazo de llegada, pude verte de nuevo. Ya saliendo entre la gente. En medio de la felicidad del aire fresco y la alegría de llegar al nivel Lecuna creí escucharte decir mi nombre mientras me lanzabas un beso. Aunque también es cierto que nunca lo supiste, así como tampoco me devolviste nunca las buenas tardes.


Club nocturno
Un trago después de bailar. Sobre todo si bailas justo donde están los tragos. Qué trabajo tan duro, podría pensar cualquiera y que se le va a hacer, así es la envidia. De todas formas no ocurre tan seguido, por no decir que en mi caso, casi nunca. Al menos no con esa precisión. Hoy he terminado la función, la obra quedó bien, la gente complacida y los amigos contentos. El dueño del local nos dejó esta botella entera para el grupo, pero cuando la trajo ya todos se habían marchado. Uno a uno o de a varios. Algunos conocidos brincan en la pista, pero yo ya bailé y en este hueco no sirven cena. Podría pensar qué hago solo, yo con la botella. Bueno no tan solo. Uno que otro conocido se acerca y saluda, pero yo estoy tan cansado. Cuando me tocan el hombro, despierto y recuerdo la botella, los amigos, el local. Todo un poco borroso y distante. No importa la hora, porque ya hay que cerrar. Justo el tiempo necesario para buscar el carro y salir. Después del trasvase de la botella a mi organismo sólo basta con seguir el esquema de escape. Llaves del carro, cartera y ticket de estacionamiento. Verificar el paso del arrepentimiento y el olvido: bolso, chaqueta e instrumento. Siempre alguien señala la salida y ahí cerca, la escalera hasta el sótano. Subir al carro, encenderlo, avanzar y pagar. La norma de oro: en la calle nunca rápido. Entonces como siguiendo una línea de color, hasta la casa. En días como hoy, sin cena y botella completa, parar en algún semáforo, abrir la puerta y permitir que salga de uno todo lo malo. Entonces ya llegando casi sincronizado, pones la luz de cruce y esperas que abran los portones, dejas que se deslice suave hasta su puesto y te esfuerzas por mirar a los espejos mientras estacionas. Apagas, y subes los vidrios, y cierras las puertas, y algunos días si te provoca, recuestas el asiento hacia atrás y te duermes.


Abdicado
Me voy a permitir llamarte amigo aunque no te conozca, porque sé que así puedo hablarle a otros que en algún momento pensé conocer y también llamé de esa forma. Como también queda claro que tampoco me conoces, y que por ahora prefiero que nos mantengamos de esa manera. El sentido de esta breve nota está relacionado con la simple necesidad de reconocer mi derrota. Tranquilo que no pienso para nada, agotarte con una larga lista de las cosas que pienso ocasionaron esta situación. Tampoco voy a pedir que me des otro chance. En principio porque se suponía que esto no era contigo. Pero también porque definitivamente me ha dado la gana y creo que es justo que me conceda este espacio. Créeme que me conformo con delinear brevemente las condiciones en que se da mi pequeña abdicación. Como toda victoria, espero que sepas administrarla aunque la verdad yo mismo no sé si podría, teniendo en juego tantas cosas como las que tengo. Ya no se trata de ideas y conceptos, sino de hechos concretos y posibilidades de supervivencia. Es bueno que sepas que nunca hasta ahora había pensado marcharme, pero tal vez todos tenemos un límite y hay cosas para las que no tengo tanta fuerza. Y sobre todo porque no quiero someter a mis hijos a tales humillaciones. En todo caso me gustaría decirte que hagas lo que hagas, mi ciudad no te pertenece, al menos no la que es mía y que me voy a llevar siempre porque me la gané a pulso. También que no pienso dejarte nada, que cualquier cosa mía que te provoque vas a tener que tomarla por la fuerza o quizás mejor, esperar a que me vea obligado a venderla por un precio mucho menor de lo que vale, llevado por la necesidad o porque sinceramente no va a caber en el equipaje. Y aunque para ser sincero no creo que me vaya (no pienso darte el gusto), de ninguna forma quiere decir que puedas contar conmigo. Ya para terminar, lo que sí te pido es que dejes de burlarte de nuestros muertos, tuyos y míos (que sí, son de todos) o de los torturados o de los que se van intentado sobrevivir a expensas de la bondad de los otros. Entonces, gracias. Como puedes imaginarte, espero que esto no sea definitivo. Por ahora, te dejo para que sigas celebrando. Ganaste.
Rafael Nieves

lunes, 24 de julio de 2017

Artilugios

El abuelo era un señor alto de bigote rubio. Tenía la costumbre de instalar un pesebre que ocupaba un sector importante de la sala en época navideña. Visto desde la perspectiva de un niño aquello era una atracción espectacular. Animales, árboles, gente, casas, molinos, establos, pero también me parece recordar un río con agua de verdad que corría, y luces y quién sabe qué otro artilugio había podido permitirse el abuelo carpintero. Cosas así no se olvidan tan fácil. Aunque la distancia y la admiración hagan que uno lo recuerde todo más grande y fantástico de lo que quizás realmente era. A partir de sus maneras más bien reservadas, se podía intuir en él la dedicación necesaria para sacar adelante una casa bonita de dos pisos con su patio, un terreno pequeño y trece hijos. Al abuelo le faltaban dos dedos y medio. Los había ido perdiendo en el trabajo a lo largo de los años. Esas eran el tipo de cosas aterradoras que yo sólo podía imaginar porque ocurrían en un tiempo en el que ya no lo veía tan seguido, pero que por supuesto servían para alimentar mi admiración porque seguía siendo el artífice de cuanta litera de pino, puerta y escritorio hacía falta.

Recuerdo un corto tiempo en que viví en su casa. Su regreso del trabajo por la noche estaba precedido por el sonido de la Brasilia blanca, con su inconfundible motor Volkswagen. También por el gusto anticipado de pan caliente que traía consigo y que sería acompañado por un huevo frito, que el recuerdo infantil conserva con la yema blanda y la clara banca, muy suave y lisa. Por años he intentado infructuosamente replicar esa forma de cocinar los huevos y por supuesto aún no he podido lograrlo. Imposible alcanzar el recuerdo. Esta imagen vigorosa del abuelo canario se complementa necesariamente con la de la abuela morena, bajita y esbelta (la verdadera responsable de los huevos fritos imposibles). De noche en esa casa grande se escuchaban los grillos casi de manera estruendosa, y uno podía encontrarse a toda hora y en cualquier lugar algún tío que no se hubiese casado aún o algún otro que habiéndolo intentado regresaba momentáneamente mientras componía cualquiera de esas cosas que uno suele estropear cuando se casa.

De la abuela no puedo decir que era porque afortunadamente aún sigue siendo. Además del carácter necesario para lidiar con ese gentío, conservaba a sus casi noventa años una envidiable vitalidad capaz de permitirle agarrar un transporte público para venir a Caracas (acompañada claro está), con una cartera llena de billetes para comprarse ella misma unas telas para unas sábanas y una sandalias porque según, sus hijos sólo la quieren cargar encerrada en un carro con aire acondicionado y así uno no puede disfrutar de nada.

De cuando estaba chico hace ya demasiados años, conservo retazos de anécdotas, eventos que reconstruyo por partes. Porque es normal que a los muchachos no se les ande contando todo lo que pasa, aunque igual siempre se nos escapan cosas cuando hablamos entre nosotros o llamamos a una cuñada para chismear de tal o cual disparate.


Cuentan que por aquellos años, la abuela comenzó a recibir algunas tardes la visita de unas amigas para leer la biblia. De alguna manera que mi mente infantil nunca logró procesar completamente, parece que aquello hizo que llegada la navidad, la abuela no quisiera poner el nacimiento. Lo cual como era obvio no le gustó al abuelo. Al menos ésta fue la forma en que escasamente interpreté lo ocurrido. También supe que hubo algunos a favor y otros en contra. Imposible saber si aquel conflicto tuvo más episodios. En mi cabeza se formaron tantas versiones como familiares a los que les escuché hablar sobre aquel acontecimiento. Opiniones no sé qué tan cercanas a lo que verdaderamente ocurrió. Algunas incluso contradictorias. Por fortuna la casa de los abuelos siguió por mucho siendo el espacio de reconocimiento para todos, a pesar de las diferencias. Se siguieron haciendo celebraciones. La familia siguió encontrándose, aunque alguno que otro se pierde por mucho tiempo y otros más prefieren reunirse en fechas distintas. De lo que si no tengo dudas es que algunos vínculos no se rompen muy a pesar de la diferencia en nuestras opiniones; que quizás para maravillarse no hacen tanta falta los artilugios ni la distancia; que asombrarnos juntos puede recordarnos todo lo grande y fantástico que existe; y que la abuela cuidó amorosamente hasta hace unos quince años cuando nos dejó, a este señor alto de bigote rubio que era el abuelo.


Rafael Nieves

lunes, 17 de julio de 2017

El amor de los perros

Yo estaba parado al borde de la acera frente al rayado, esperando que cambiara el semáforo para cruzar. Al principio no pude verte porque éramos muchos y hay situaciones en las que me gusta ser parte de la manada. Pero es justo esa precaria noción de grupo, tan fugaz, la que me ha enseñado a despertar a causa de algunos detonantes. Fue casualmente una amiga muy joven la que me instruyó sobre este mecanismo en particular. Uno que podríamos llamar el síndrome del rebaño de rayado peatonal. Y bueno sin poder eludir eso que ahora sé, me vi reaccionando ante la falsa sensación de que la luz había cambiado, cuando en realidad por la sintonía entre los cuerpos di un paso para bajar de la calzada, solamente para volver sobresaltado al mundo y darme cuenta que el semáforo seguía en rojo. La muchedumbre optó por abalanzarse al cruce sin importar que venían algunos carros. No estaban cerca, pero venían. Y si estás en mi ciudad sabes que no van a disminuir la velocidad hasta que casi los tengas encima. Es decir, si la manada no está alerta lo mejor es regresar los dos pasos tontos que diste para evitar una desgracia.

Ila Nieves

Dependiendo del día, despertarse así puede ser bueno o tal vez menos malo. Para mí fue excelente. Porque una vez que el rebaño huyó en desbandada, te vi. Ahí estabas, eras tú con ese gorrito negro de felpa lleno de brizna y migas de pan que te daba ese carácter de chica independiente, aunque estoy casi seguro que ni siquiera eras tan grande. Llevabas puesta una franelita de rayas y una falda de color confuso muy desgastados y muy sucios. Los zapatos no. Esos daban la impresión de tener menos uso, sobre todo por los colores brillantes que delataban la diferencia. Y mira qué maravilla ese cachorro flaco de raza indeterminada que llevabas con su pecherita. Tenía una correa negra y desgastada igual que tu gorro.

La gente seguía llegando y eso me ayudó a disimular la curiosidad. Sólo me permití pequeños giros de cabeza en tu dirección con la excusa de comprobar que los carros seguían pasando. En un primer momento para mí fue pensar que se había creado entre nosotros cierta complicidad con ese prudente gesto de espera. Como si ambos tuviésemos en un bolsillo oculto de la cartera el carnet de membresía de alguna sociedad secreta de los que quieren cambiar al mundo respetando semáforos peatonales. Esto se acentuó aún más cuando comencé a tener la sensación de que la gente que llegaba, seguía insistiendo en lanzarse a la calle. Cómo si no hubiese tiempo, cómo si se hubiese activado algún sentido de alarma en la manada del cual yo empezaba a sentirme privado. En ningún momento hasta ahora, me había percatado de que tu aspecto humilde en extremo, podía haberlos espantado. De hecho, llegado ese momento asumí el peso de mi nueva membrecía y me di cuenta que se hacía largo el tiempo de espera en nuestro semáforo. Nuestro. Porque el haber llegado allí antes que los demás y haber visto a tantos lanzarse a la corriente y correr peligro, nos daba algo de solemnidad. Una especie de autoridad moral o pericia que pudo haber llegado a manifestarse a través de algunos comentarios de desaprobación o incluso, intentando evitar que alguna madre ajetreada se lanzara hacia los carros arrastrando por el brazo a sus muchachitos.

Bazu

La verdad es que yo sabía que el tiempo de cruce en esa esquina tendía a hacerse un poco más largo de lo común y los conductores no dudaban en acelerar, por eso no dudé en afiliarme.

En algún momento en medio de la estampida constante, me atreví a mirarte a la cara. Desde el principio había tratado de evadir el detalle de la ropa. Evité sacar conclusiones anticipadas. Nunca llegué a sentir lástima, ni miedo. Me gustó de ti la dignidad de no querer enfrentar los carros. Como quien sabe que en algún momento el semáforo cambia y es sólo avanzar y perderse entre la gente. También el detalle del cachorro flaco y amable como tú y como yo, que no había querido seguir con la manada. Pero cuando finalmente tuve el valor, tú no estabas. Tus pupilas minúsculas andaban en otro lugar muy distinto a este rayado con carros que no frenan y madres que arrastran a sus hijos. Perdidos como tú, que ya no te hace falta mirarnos. Y tenías esa sonrisa alucinada que dan las alegrías sencillas. ¿Dónde estabas?

Cuando cambió la luz, te fuiste con tu perro flaco, y tus poquitos años, y tus ojos perdidos. Y me dejaste solo en mi club. Donde están los que quieren portarse bien y nada saben de los que tienen poco y caminan y esperan en los semáforos y sonríen porque así se siente el amor de los perros.
Rafael Nieves

lunes, 10 de julio de 2017

Ácrata

Stinkfish, fanzine bogotano
1. El Ánima se llamó una banda que armé a principios de los noventa junto a unos amigos. Para resumir podría decirse que era una banda de algo así como punk rock fusión, pero eso sería simplificar en exceso ese tiempo loco en el que me dediqué a escribir canciones, dormir intermitentemente en la calle y a tratar de juntar para pagar el estudio donde ensayábamos uno o dos días a la semana. A los muchachos los fui conociendo de a uno esos días en que me arrimaba a cualquier rincón de los alrededores del Ateneo de Caracas y sacaba la guitarra. Primero fue el otro guitarrista que también andaba con la suya, después al bajista con el cual me entendí muy rápido por la onda dark que compartíamos y por último un amigo percusionista que venía del interior y que un día se nos instaló al lado y sacó del bolso un bongó y cualquier cantidad de peroles con los que llevaba el ritmo de los distintos temas que íbamos proponiendo. Al poco rato nos empezamos a juntar de manera más planificada hasta que terminamos conviniendo en la necesidad de ir a un estudio. Nuestro primer toque fue durante la celebración del primer aniversario del IUDET en Capuchinos, donde sonaron las únicas cinco canciones que tuvimos, hasta que finalmente algunos meses después nos dejamos de ver, cuando el guitarrista se empeñó en tocar algo más pesado e invitó a un baterista que sólo le hablaba a él y terminaba siempre reventando las baquetas del estudio (si les preguntan seguro dirán que fue culpa mía). Lo cual fue una lástima porque me gustaba mucho la mezcla de guitarras eléctricas con percusión latina que estábamos proponiendo. Pero bueno me queda la alegría de haberme topado hace pocos meses en internet con un par de videos donde salen todos tocando juntos, en una banda que hizo el bajista hace algunos años. Con otro cantante y otros temas. Más allá del guayabo me gustó mucho verlos, todos más grandes. Las canciones siguen siendo un poco melancólicas y bueno que se va a hacer, a uno le entra la nostalgia.

"stinkfish nació
un día en que Dios
estuvo enfermo"
2. De ese tiempo puedo recordar muchas cosas. Una era la forma individual en que cada quién asumía su relación con el hecho de ser músico o rockero. Yo por ejemplo andaba en una onda punk, que aunque ya hacía tiempo había perdido su auge seguía siendo parte del medio donde nos movíamos. Caracas, años noventa, Ateneo. Para empezar tendríamos que convenir que aquello en nada se parecía a las revistas o a los conciertos y documentales que uno veía en video y que nos contaba cómo era la escena alternativa en Europa. Aquí lo que pasaba, al menos en mi entorno, era un grupo de muchachos organizados en torno a una forma de hacer música, además de llevarle la contraria a Caracas y claro está, las ganas de ser "diferentes". Algunos que no muchos, nos ocupábamos de leer sobre anarquía, sobre todo coleccionando folletos, fanzines y publicaciones caseras que casi siempre se conseguían en los pasillos de la UCV. Nada demasiado complicado ni tan profundo que no pudiera ser entendido por cualquiera de los que además de escuchar La Polla Record y Víctimas de la Democracia, se atrevían a ponerse un piercing donde mejor se les ocurría, llegando incluso al atrevimiento de hacerse un tatuaje. Era ante todo una cosa de actitud. Hacerse parte consistía más que nada en ir a conciertos, vestirse acorde y andar con tu grupo que casi siempre se reducía a los que tocaban contigo o eran de tu zona y al menos compartían los mismos gustos musicales. De mi grupo por ejemplo el guitarrista era rockero, no podía evitarlo, tenía que hacer esos solos asombrosos y siempre andaba de converse, jean, franela y pelo largo; el bajista en cambio al igual que yo casi siempre de negro y adicto a The Cure, Bahuaus, Joy Division, Siouxie y un etc no tan largo como era normal en aquellos días. Nosotros le decíamos post-punk. El percusionista si era otra cosa, él le ponía el toque al asunto porque venía de hacer música popular y estaba al igual que yo convencido que lo bueno estaba en la mezcla. Lástima que no logramos convencer al resto y que a mí el teatro me salvó de la mala vida.


3. El sentimiento que me invadía en aquel tiempo no era en su totalidad rebeldía. Que sí lo había pero estaba acompañado de mucha melancolía, desorientación y ganas de crear. En medio del orden (que siempre lo he tenido) la relación con la música se daba en el marco de libertad absoluta que me permitían los tres acordes que me sabía y una extraña sensación de ruptura con el mundo que nunca antes había intentado. Desde afuera me imagino la angustia de mis conocidos al percibir que estaba perdiendo una vez más el rumbo, como si pudiera según ellos, caer aun más abajo de donde estaba después de dedicarme a estudiar teatro. Pero la realidad es que si proyectaba una imagen violenta o sórdida era quizás reflejo del miedo. Mío por no entender mucho de que se trataba todo a mi alrededor, y de los demás por tampoco saberlo y creer que sí. A propósito de estos recuerdos hay tres imágenes que me vienen, ineludibles.

3.1 Los viernes eran especiales, y para quién no. La mayoría de nosotros trabajaba o estudiaba, aunque siempre estaba el que no hacía nada. Muchos de esos viernes había un toque, si no era una norma irse juntando en los alrededores de la sala Rajatabla para ponerse al día o simplemente estar. Entonces, para mí era como irme imaginando dónde trabajaba el que lo hacía o cómo lidiaba cada uno con sus compañeros de clase, y bueno en algún momento la gente tenía que cambiarse, maquillarse o pararse la cresta los que la usaban. Beber cerveza o lo que alcanzara a comprarse con lo que se reunía entre todos. Y hacer grupo. El mío era variado porque a veces se dejaban caer el guitarrista y el bajista (nunca el percusionista) pero siempre había alguno que nos había escuchado, incluyendo ese que me criticaba porque todo lo cantaba igual. De esos encuentros y toques recuerdo muchos en que terminé durmiendo en la sala de alguien o escondido detrás de una cama para que la mamá no supiera. También amanecíamos en la calle. Que era como una especie de reto a veces. Una vez con los chicos de la banda amanecimos en la grama de Plaza Venezuela, bebiendo y fumando porque total teníamos ensayo en el estudio el sábado temprano, después del grupo de ska que tenía Kira y quién quiere devolverse para el barrio a las tres de la mañana. Con María por ejemplo, que nos habíamos conocido por ahí, nos empezamos a agarrar de mano en medio de un pogo y terminamos viendo el cielo hasta que amaneció, en otra grama, detrás de unos arbolitos de esos que siembran en la entrada de algún estacionamiento, de ya no recuerdo donde.

3.2 Los muchachos tenían una costumbre que para mí al principio fue bastante chocante, pero que al rato comprendí en su justa dimensión. Porque no era ejercida desde la necesidad plena, sino más bien como una especie de acto desafiante. Como si con ese gesto no sólo estuvieran hablando de su ansiedad por colmar un vicio, sino que también representara una suerte de agravio a las buenas costumbres. La acción consistía simplemente en recoger cigarrillos a medio terminar de la acera para encenderlos de nuevo y terminar de consumirlos. Bastaba ver la cara de cualquier persona que presenciara a estos muchachos de jean y botas militares, con piercing y hasta tatuajes, agachándose donde fuera para recoger una colilla y entonces sin desviar la conversación que traían, sacar del bolsillo un yesquero para encender la cochinada esa que recogieron del suelo. Al parecer ese acto era infinitamente peor que el de tirarlo, o echar basura al piso. Con estos chicos si podían permitirse el desagrado que por el contrario tendrían que guardarse para sí ante la presencia de algún indigente. Y es que algunas veces llegué a pensar en la corta distancia que se establecía entre lo que estéticamente tratábamos de crear algunos de nosotros y la indigencia. Tengo que aceptar que la mayoría cometíamos excesos en la búsqueda por ser originales, pero hay que reconocer que ahora el gusto general se ha modificado a tal punto que cualquier intento por confrontar a la sociedad desde esa perspectiva deriva rápidamente en una moda. Yo particularmente de aquel tiempo ácrata rescato la autogestión. Incluso la necesidad de ausentarse de algunas formas normalizadas. También una actitud ecológica hacía la existencia, el cuestionamiento al modo de ser pasivo y acrítico hacia las normas y por supuesto, hacer mi propia ropa. Y, aunque han sido muy cortos los períodos de mi vida en que he fumado, debo confesar que una vez que comprendí el impacto de ese gesto de recoger las colillas, disfruté un montón viendo las caras torturadas por el asco y la falta de clase.


3.3 Visto desde ahí no existe para mí nada anormal en haber ido derivando progresivamente del teatro de texto a un teatro más experimental, y de ahí a la danza y por supuesto en la danza a esas formas de construcción de discurso donde el valor de la obra está directamente relacionado con mis posibilidades como individuo. Tampoco es de extrañar que en los momentos más difíciles para que la danza sea, siempre ésta tenga en mí una forma de manifestarse. Aun en las condiciones más adversas. No habría que explicar mucho el porqué las formas menos asociadas a la necesidad de exhibición y más alejadas del malgasto de recursos, son las que han ido conformando el grueso de mi experiencia. Y porqué además creo que si se quiere una danza sólida es necesario enfocarse en desinhibir las potencialidades de los individuos para la creación, más que en restringirlos. Y cómo el desprecio por algunas normas y formas de control mal habidas, pueden significar el punto de partida para la construcción de un estética múltiple. Y finalmente porqué le puedo meter un pedal overdrive a la bandola sin el menor gesto de remordimiento.

Rafael Nieves

lunes, 3 de julio de 2017

Gracias

Ante todo quiero suplicar que por favor no te molestes, porqué habiendo pasado tanto tiempo se me haya ocurrido hoy recordarte. Pero es que en estos días tan llenos de finales y despedidas, no he podido dejar de pensarte y sobre todo agradecerte entre otras cosas, por aquellos años tan intensos de Natural Born Killer, The Smith y viajes en autobús hasta Cubiro. También muy especialmente por algo que hicimos juntos hace ya casi veintidós años y tiene nombre de ángel.


Como he esperado tanto en escribirte y han pasado tantas cosas, me pregunto si aun recuerdas aquella vez que vestidos de azul y blanco hicimos juntos una danza en la plaza Bolívar, descalzos, correteando palomas atraídas con arroz. En nada me avergüenza decirlo (sólo que no sé ya que piensas de estas cosas) pero esa que fue creo mi primera obra, se sigue pareciendo mucho a lo que estoy haciendo ahora. Después de haberme matado años estudiando, investigando y componiendo. Después de premios y viajes. Como si en una especie de círculo perfecto (cosa que con sinceridad asusta), la plaza sigue en el mismo sitio con sus palomas que adoran el arroz y yo continúo arrastrándome por el piso, corriendo y danzando descalzo por la calle, cada vez que puedo darme el lujo. Casi como si mañana yo pudiese hacer la misma obra. Como si el viaje me trajera de regreso y al mismo tiempo todo siguiera su curso. Por otro lado, pensarte en eso me ha hecho pensarte en muchas de mis cosas primeras. Primera compañera de obra, primer tatuaje, primer intento de hacer familia y algunas cosas más que no me atrevo a poner por escrito. Incluso mucho más allá de mis torpezas. Fíjate que hermoso Gabriel tan grande y sorpresivamente adulto. Debo confesar que el detonante principal aunque no el único, de estas ganas de escribirte, está en que hace poco me llevó de paseo. Hacía tanto que no iba de copiloto que no pude evitar recordar el Ford blanco y el pantalón Levi´s rojo. Ese que me regalaste y nos gustaba tanto. Inevitable la implosión recordando los días de Pulp Fiction, las visitas al Cementerio y ese cassette que tenía una mezcla de Misfits, Jane´s Addition y Bauhaus. Me resulta un poco vergonzoso confesarte que usé Belalugosi´s Dead hace algunos años para hacer una obra. Pero si al caso vamos pienso que esos nuestros años, están tan de nuestra parte que resultaría más bien mezquino limitarme a los gustos en común por algunas bandas, el vino tinto y a Cortázar con su bebé Rocamadour. Claro que para ser justo no puedo dejar afuera el detalle de las tres obras en las que me he valido del 62 Modelo para armar que tú me regalaste.

Perdóname, sé que todo esto puede parecer un poco molesto en la distancia y en el tiempo. Sobre todo ahora que estamos tan lejos en tantos sentidos, que no puede parecer menos que incoherente, pero es que como ya intenté explicarte, en estos días he sentido que la vida me está exigiendo que me ponga orden, y mejor ahora antes que sea ya tarde y no puedas leerme o yo no pueda escribir esto, que seguro va a quedar por ahí colgado y aunque sea muy de lejos puede que te llegue. Así sea a través de esas amigas nuestras que siguen acá cerca y se han ido haciendo mayores igual que nosotros. Por otro lado me gustaría, si pudiera ser posible, que por favor me excuses con tu familia por los malos tratos que en esos momentos grises nos hemos dado. Tú sabes muy bien el afecto que le preciso a los que supieron soportarme y aun de vez en cuando hacen el esfuerzo.

Te decía que esto puede parecer incómodo o molesto pero es que sacando cuentas y juntando me ha parecido que puedo llegar a ser incomprensible sin ese tiempo que nos dimos. Ese tiempo que te debo. Sin Gabriel que es tan hermoso y ese lejano día que corrimos descalzos persiguiendo palomas en la plaza Bolívar. Comprender se hace muy arduo si uno no valora en su justa medida la pasión con la que decidimos que la danza era el camino y también el cariño de nuestras cosas en común. Casi tan difícil como ver llegar a Gabo tan grande manejando, diciéndome "pa" y llevándome a dar una vuelta. Hacer de copiloto tiene un aire tan feliz en estos días. Inevitable seguir rebuscando en Cortázar y extrañar el vino tinto. No vayas a sentirte mal si todo esto te parece ridículo. Puedes reírte tranquilamente y sin dudarlo, porque finalmente ambos sabemos que esto que me pasa se parece demasiado a un achaque sensiblero de viejo y en nuestros días fuimos implacables con ese tipo de debilidades.



Ya para despedirme te cuento que de algo sirvió mi costumbre de guardar esas fotos feas que tú desechabas cuando mandábamos a revelar los rollos de la cámara. Esas fotos borrosas o con dedos atravesados, ojos volteados y posturas indecibles que no iban al álbum que ibas armando con tanta devoción. Son un hermoso recuerdo de lo jóvenes que fuimos. También guardo el dije de plata en forma de corazón que tanto te gustaba, el anillo con el OM que me mandaste del extranjero y como has podido comprobar esta tarde tan distante, un montón de recuerdos y las ganas extraviadas de serte agradecido.

Rafael Nieves