Ascensor
Se abrió la puerta y
apareciste. Me di cuenta que por un instante dudaste en subir porque venía yo
solo y uno nunca sabe. Y por supuesto porque, qué va a saber uno que saliendo
de entrenar en un penthouse de Parque Central, se va a encontrar con una niña
tan linda como tú. Y yo tan sudado. Hace ya tiempo que estos ascensores no son lo
mismo. En ese entonces la bajada transcurría atropelladamente entre los cuarenta
y cuatro pisos distribuidos quién sabe cómo, y el espantoso espasmo torácico
producido por el vértigo del descenso. Tú en cambio, estabas tan tranquila y
acomodada. Sin duda acostumbrada a ese tambaleo, al temblor en el piso y al
sudor frío de los extraños. Como sea, la verdad es que desde el principio supe
que no existía para ti más que cualquier otro intruso, pero como ha pasado el
tiempo voy a permitirme imaginar otra cosa. Algo así como por ejemplo, que aun
en medio de mi ataque controlado de pánico pude notar cierta sonrisa pícara de
tu parte, incluso percibí que tus labios ya se iban a separar para contestar mi
saludo de "Buenas tardes, señorita", algo desafinado y gangoso producto
del mareo. Cosa que por supuesto evitaste para contener la risa ante mi sensación
de inexperto en parques de diversiones habitacionales. Si lo pienso bien, me
parece que estuviste a punto de voltear en mi dirección, con la intención de socorrerme
a través de algún gesto alentador, de esos que tan bien le quedan a las niñas
bonitas como tú. Pero justo en ese momento la puerta se abría en otro piso,
donde un tropel de gente impidió que pudiera retribuirte con dos de mis mejores
frases galantes hechas para ese tipo de situaciones. Claro que primero hubiese
tenido que controlar las nauseas y tratar de recuperar aunque fuera un poco la
compostura. De todas formas nuestra conexión fue tal o no sé, quizás sí te dije
las frases con mareo y todo y ya no lo recuerdo, el hecho fue que aprovechaste el
apretujamiento para irte conmigo hacia el fondo, donde juntos sobrevivimos a la
estampida. Quizás te traje hasta mí como un imán. Casi seguro que fue eso lo
que pasó, y no el empujón que recibiste de la señora gorda con el perro y las
bolsas de mercado. Pero así de cerca ya no podía mirarte. Mucho menos empañado
como estaba por el sudor, las náuseas y una multitud de vecinos. Tal vez fueron
los nervios, qué sé yo. Te recuerdo que en algún punto entre los pisos ocho y
seis dijiste algo entre dientes y en seguida rozaste mi mano. No sé si hablabas
sola o te quejabas del calor, pero yo tuve que hacer un esfuerzo muy grande
para no mostrarme ansioso. Ciertamente el tiempo pasa volando. Sobre todo
cuando te encuentras con una belleza como tú y al mismo tiempo sientes que vas
a devolver hasta la bilis y encima el aire se hace escaso. Cuando logré
recuperarme del frenazo de llegada, pude verte de nuevo. Ya saliendo entre la
gente. En medio de la felicidad del aire fresco y la alegría de llegar al nivel
Lecuna creí escucharte decir mi nombre mientras me lanzabas un beso. Aunque
también es cierto que nunca lo supiste, así como tampoco me devolviste nunca las buenas tardes.
Club
nocturno
Un trago después de bailar.
Sobre todo si bailas justo donde están los tragos. Qué trabajo tan duro, podría
pensar cualquiera y que se le va a hacer, así es la envidia. De todas formas no
ocurre tan seguido, por no decir que en mi caso, casi nunca. Al menos no con
esa precisión. Hoy he terminado la función, la obra quedó bien, la gente
complacida y los amigos contentos. El dueño del local nos dejó esta botella
entera para el grupo, pero cuando la trajo ya todos se habían marchado. Uno a uno o
de a varios. Algunos conocidos brincan en la pista, pero yo ya bailé y en este
hueco no sirven cena. Podría pensar qué hago solo, yo con la botella. Bueno no
tan solo. Uno que otro conocido se acerca y saluda, pero yo estoy tan cansado.
Cuando me tocan el hombro, despierto y recuerdo la botella, los amigos, el
local. Todo un poco borroso y distante. No importa la hora, porque ya hay que
cerrar. Justo el tiempo necesario para buscar el carro y salir. Después del
trasvase de la botella a mi organismo sólo basta con seguir el esquema de
escape. Llaves del carro, cartera y ticket de estacionamiento. Verificar el
paso del arrepentimiento y el olvido: bolso, chaqueta e instrumento. Siempre alguien
señala la salida y ahí cerca, la escalera hasta el sótano. Subir al carro,
encenderlo, avanzar y pagar. La norma de oro: en la calle nunca rápido.
Entonces como siguiendo una línea de color, hasta la casa. En días como hoy,
sin cena y botella completa, parar en algún semáforo, abrir la puerta y
permitir que salga de uno todo lo malo. Entonces ya llegando casi sincronizado,
pones la luz de cruce y esperas que abran los portones, dejas que se deslice suave
hasta su puesto y te esfuerzas por mirar a los espejos mientras estacionas. Apagas,
y subes los vidrios, y cierras las puertas, y algunos días si te provoca,
recuestas el asiento hacia atrás y te duermes.
Abdicado
Me voy a permitir llamarte
amigo aunque no te conozca, porque sé que así puedo hablarle a otros que en
algún momento pensé conocer y también llamé de esa forma. Como también queda
claro que tampoco me conoces, y que por ahora prefiero que nos mantengamos de esa
manera. El sentido de esta breve nota está relacionado con la simple necesidad
de reconocer mi derrota. Tranquilo que no pienso para nada, agotarte con una
larga lista de las cosas que pienso ocasionaron esta situación. Tampoco voy a
pedir que me des otro chance. En principio porque se suponía que esto no era
contigo. Pero también porque definitivamente me ha dado la gana y creo que es
justo que me conceda este espacio. Créeme que me conformo con delinear
brevemente las condiciones en que se da mi pequeña abdicación. Como toda victoria,
espero que sepas administrarla aunque la verdad yo mismo no sé si podría, teniendo en
juego tantas cosas como las que tengo. Ya no se trata de ideas y conceptos,
sino de hechos concretos y posibilidades de supervivencia. Es bueno que sepas
que nunca hasta ahora había pensado marcharme, pero tal vez todos tenemos un
límite y hay cosas para las que no tengo tanta fuerza. Y sobre todo porque no
quiero someter a mis hijos a tales humillaciones. En todo caso me gustaría
decirte que hagas lo que hagas, mi ciudad no te pertenece, al menos no la que
es mía y que me voy a llevar siempre porque me la gané a pulso. También que no
pienso dejarte nada, que cualquier cosa mía que te provoque vas a tener que tomarla
por la fuerza o quizás mejor, esperar a que me vea obligado a venderla por un
precio mucho menor de lo que vale, llevado por la necesidad o porque sinceramente
no va a caber en el equipaje. Y aunque para ser sincero no creo que me vaya (no
pienso darte el gusto), de ninguna forma quiere decir que puedas contar
conmigo. Ya para terminar, lo que sí te pido es que dejes de burlarte de
nuestros muertos, tuyos y míos (que sí, son de todos) o de los torturados o de los que se van intentado sobrevivir a expensas de la bondad de los otros. Entonces,
gracias. Como puedes imaginarte, espero que esto no sea definitivo. Por ahora,
te dejo para que sigas celebrando. Ganaste.
Rafael Nieves