lunes, 19 de marzo de 2018

Perderse



Me gusta pensar que puedo encontrarme. Que tengo formas variadas de acercarme a mí mismo. Tratar de entenderme de maneras distintas. Como si dependiendo del enfoque pudiera considerarme alguien diferente. Pudiendo cada uno de mis pedazos formar parte del rompecabezas que soy. Incluso estando seguro que algunas de mis piezas se encuentran regadas por el suelo. Perdidas debajo de los muebles que antes eran blancos y tapizamos de negro. Con las puntas mordidas por mis loros o alguno de los hámster que siempre han tenido nombre de mujer. E incluso algunas partes, ya extraviadas definitivamente. Caídas por el balcón en algún arrebato de rabia, en cuyo caso puedes verlas si te asomas (ya descoloridas de tanto llevar sol), sobre el techo del vecino de abajo. Tiradas al bajante bajo alguna pulsión de limpieza, confundidas con otros retazos de cosas ya rotas y desechas. Húmedas, escurridas y vueltas a mojar en la lavadora, junto a la ropa de la danza que tanto se suda y se descompone. Sembradas, enmohecidas, putrefactas dentro del compós o los materos. Quizás alguna, seca, deshidratada, con la piel pegada al hueso como la pequeña lagartija que salió hecha fósil del estuche viejo de herramientas. Otra, enchumbada, caída en el inodoro, cual fantasía improbable de cepillo dental cualquiera. Atravesada, envuelta en cabellos y vellos púbicos, aglutinando desechos aborrecibles en el desagüe de la bañera. Oculta, mullida entre la lencería que guardamos para algún día que no supimos hasta que nos tuvimos que ir. Ágil, escurridiza, veloz, escapando desapercibida entre nuestros dedos cuando registramos impunemente la gaveta de los ganchos de pelo, entre sortijas, pulseras, collares, pinturas de uña, algodón suelto y lápices mongol. Ilustrada y muy interesante entre dos tomos de poesía venezolana contemporánea repetidos porque uno era para regalo. Detrás del vestuario de la obra aquella que tanto nos gustaba y que dejamos casi a mano esperando que saliera una última función o quién sabe, tal vez un remontaje. Cómoda, agazapada debajo de la cama donde nadie sabe cómo llegó porque hace años le quitamos las patas al box. Distraída entre los discos viejos, esperando otra vez esa canción, ignorante de la llegada del formato digital y el mp3. Inservible, tragada y regurgitada por mi perra, en un momento de ansiedad extrema. Divertida, confundida entre colores en la cesta de juguetes de la niña. Entre los retazos de tela sobrantes que alguna vez pudieron ser algo. Entre la multitud de papeles almacenados de cualquier manera en la peinadora o entre los muy organizados que están en los archivadores de acordeón. Detrás de los estuches de bandola, envuelta en motas de polvo y chiripas muertas. En los peroles del bañito. En la camita de Bazuka. Detrás de todos los comestibles y tazas y platos de los estantes. En un par de palabras mal dichas. Entre dos momentos muy malos. En alguna cosa que no debí haber hecho. En medio del bosque de frascos semi-llenos que habitan sobre la peinadora. O muy posiblemente en la maleta vieja, esperando desde hace tiempo que llegara el resto, amargada y solitaria porque sabe que le va a tocar en algún momento, ir a perderse en otra parte.
Rafael Nieves

lunes, 12 de marzo de 2018

Extraordinario



Casi todos los días pasan cosas extraordinarias. Algunas muy brillantes, otras, más bien opacas. Puede pasar que sólo al final de ese día o incluso muchos días después del evento sea cuando nos hagamos conscientes de estos fenómenos sobresalientes. Es posible que nos acurran algunas eventualidades que no identifiquemos nunca, que jamás nos parezca que ocupan un lugar dentro de nuestro registro. Sin embargo muchas de ellas, sepámoslo o no, es posible que se queden con nosotros, que se nos instalen dentro. A veces, somos capaces de captarlas en el momento y disfrutar de ellas, sin importar su sino. Estos eventos se transforman de manera inmediata en parte de nuestra trama, independientemente de cómo esté elaborado el argumento o el desenlace de ese último balance. Ese que una vez caído el velo sobre la vigilia, nos entrega al sueño como a una oscura versión nemotécnica. Un instante en que dichos eventos se magnifican o disuelven como gotas claras en agua turbia, se transmutan en experiencia vivida otra, con otro sabor y menos fatiga.

El pasado sábado tuve la fantástica y ambivalente oportunidad de experimentar de manera casi simultánea, dos de estos eventos extraordinarios. Al menos eso me pareció a mí desde la experiencia. Y es sólo hasta ahora cuando me detengo para registrar esas asociaciones inexplicables, que tanto me abundan. El primero consistió básicamente en realizar una charla en torno a la Imposibilidad de lo exacto, donde después de mucho imaginarlo pude, durante una hora y quince minutos conversar libremente sobre mi visión particular de la danza, leer tres fragmentos de escritos distintos extraídos de mi blog, tocar dos temas con bandola, uno con la kalimba, leer dos cuentos cortos propios y hacer dos improvisaciones libres, además de atreverme a usar una ruana y una máscara hechas por mí mismo. Todo junto y sin pausa. No estoy muy seguro de que haya quedado tan bien, pero sin duda es algo muy poco ordinario.

El segundo evento fue más simple. Me atreví por fin a abrirle un agujero más a mi cinturón marrón de cuero.

Este último evento, hablando con sinceridad, no tiene nada de original. Ni resulta, para ninguno de mis coterráneos algo demasiado particular en estos momentos. De hecho, el simbolismo que representa es tan común que posee una construcción verbal de uso cotidiano. Casi todos hemos pensado que estos son tiempos en que es necesario apretarse el cinturón. En mi caso, lo particular fue tomar consciencia del tiempo que tenía postergando dicho acto. Esto fue posible, obviamente debido a que tengo otro cinturón más. Uno negro. Pero la verdad, no era eso lo que me contenía de agujerear antes mi correa. Lo fue el hecho de que todos estos años he estado esperando no tener que hacerlo. La esperanza de recobrar la talla que me permitía usarlo antes, me había inhibido durante todo este tiempo de agarrar la correa y abrirle un hueco extra. Uno pequeño, solo lo suficientemente grande como para que entrara el palito de la hebilla. También tomé consciencia del esfuerzo que había representado para mí no hacerlo. En este momento necesitaría hacer un aparte para explicar lo difícil que ha sido diariamente, durante tanto tiempo usar solamente mi correa negra, independientemente del color de mis zapatos.

Un buen comienzo sería contar que mi padre me pagaba para que le lustrara los zapatos. Su oficio era comerciante, como bien atestigua mi partida de nacimiento expedida en la parroquia La Candelaria. Su trabajo, lo cual supe, era vender cosas de puerta en puerta. Alfombrado para la casa y pisos Conquer, puertas Multilock, obituarios y onomásticos para la prensa, y así hasta que nos perdimos el rastro. Sus utensilios eran como es de imaginar un maletín ejecutivo, pluma o lapicero marca Parker, flux, corbata y zapatos negros o marrones de acuerdo al traje. La correa variaba estrictamente de acuerdo al color del calzado. Eso no me lo dijo nadie. Lo aprendí jurungando su closet y observándolo atentamente cada mañana antes que se fuera tocar timbres para vender cerraduras. Eso, el agua de colonia Brut y el talco Jean Naté. Los zapatos pulcramente guardados aun en sus cajas respectivas, con esa especie de papel cebolla que se usa para que no se ensucien entre ellos. Entre las cajas como un objeto encantado, siempre aparecía como mudado mágicamente, un calzador metálico. Fascinante, y sobre todo útil porque mi papá prefería los mocasines, al parecer no le gustaban en absoluto tener que amarrarse las trenzas. En el closet suspendidas sobre la puerta, habitaba un bosque de corbatas, entre las cuales estaban las correas. Marrones y negras, delgadas como dictaba la moda. Con su lógica de organización de donde no escapaban los pañuelos y una única billetera sólo repuesta una vez cada cuatro o cinco años dependiendo de la calidad y me imagino que de su esposa que era quien lo ayudaba a mantener aquel orden. Lo mío era simplemente agrandar mi mesada, para lo cual también ejercía el oficio de lavar el carro.

Hace ya casi cuarenta años de aquel aprendizaje sobre indumentaria masculina, y me parece extraordinario que haya sido sólo hasta este sábado, cuando tuve consciencia de uno de los posibles orígenes de ese esfuerzo también extraordinario que ha representado para mí, no haberme podido poner en estos últimos y macabros años mi cinturón marrón, tal como lo dispone la regla. No es que yo no sea el de sandalias franciscanas y los zapatos de goma. Pero es que si me voy a poner los botines café que me compré hace tanto en Bogotá, debo asumir que hay algo mayor que mi voluntad que me impide no desear usar esa correa marrón de tan buen gusto que le hace juego. De manera que abrirle ese agujero extra, así sea matar la esperanza y aceptar que nada podrá cambiar en un buen tiempo, se me ha hecho lo mismo que recobrar aquel bosque fantástico de corbatas y mocasines de cuero. El olor a crema Cherry con trapo amarillo y jugar con cajas llenas de zapatos, que hoy me quedarían apretados porque llegué a tener el pie más grande. Y cómo no va a valer vestirme con gusto, combinarme cinturón y zapatos. Cuando mi público principal para ese primer evento (esa charla devenida en exhibición de medios mixtos unipersonal), ese, mi público más querido ha sido mi hijo grande, que aun siendo ya adulto, se permite acompañar a su viejo mientras habla hasta por los codos y se quita los zapatos como si fuera algo extraordinario.
Rafael Nieves

lunes, 5 de marzo de 2018

Algunas imprecisiones sobre la danza



He intentando discernir muy remotamente, casi con vergüenza, sobre nuestra incapacidad/capacidad para hacer teoría sobre el cuerpo en movimiento, o cumplir de manera más o menos acertada cierta función intelectual dentro del campo de la danza. Igualmente me he permitido ir estableciendo algunas consideraciones, muy libres, acerca de mi experiencia particular en el área. Téngase en cuenta que bajo ninguna circunstancia he pretendido establecer normas ni generalizar tanto como no sea, dentro de mi propio cuerpo y a partir de mi propia obra. Casi siempre desde la premisa de tributarme a mí mismo una suerte de comprensión primaria acerca de lo que ha sido mi práctica, que por demás ha ido nutriéndose de tales ejercicios imaginativos. Y he terminado por generar más obra. Este mecanismo opera básicamente por reacción. Como mecanismo de defensa. En el sentido concreto de mi práctica, el asociarme a instancias académicas (nunca administrativas), ha resultado en un ejercicio constante de supervivencia de los valores más básicos de la experiencia creadora. La racionalidad y el empeño avasallante de la instrumentalización del saber ha sido una sombra enorme, la cual hemos tenido que identificar progresivamente e ir buscándole sitio, para poder luego permitirnos revalorar nuestra experiencia y a los efectos, las maneras distintas en que se dan los diversos procesos de comprensión de nuestras prácticas como creadores asociados a las capacidades expresivas del cuerpo. Si de alguna forma, así sea remota, esta experiencia nuestra puede servir de faro para alguien interesado en dichos procesos, sea bienvenido. Si por el contrario este tipo de iniciativas le resultan innecesarias debido a la preponderancia de la práctica por sobre cualquier otra posibilidad, espero que al menos se permita disfrutar del tono en que están descritas. Pero eso sí, no pierda de vista que quizás cerca de usted hay alguien tomando nota. Alguien que muy posiblemente no haya podido acceder de primera mano a la experiencia directa de la danza, y se atribuirá la facultad para describirlo, para retratar su hacer e incluso tomar algunas decisiones, y con eso tendrá que conformarse.

Por mi parte, en este momento deseo limitarme a enumerar una serie de cuestiones sobre las cuales me es posible sustentar un acercamiento a mi propia práctica. Una lista para ver si algún día me entiendo.

1.    Sobre la dificultad para definir con exactitud la danza.
La necesidad de escapar del ámbito netamente racional en función de incorporar a la definición de cuerpo y expresión, dimensiones de comprensión relacionadas con el campo de las sensaciones, emociones e intuiciones.

2.  Sobre una posible definición de la danza partiendo de la descripción de una práctica concreta.
La importancia de la danza como espacio de vínculo del cuerpo con otras funcionalidades no utilitarias. La expresión como necesidad. Niveles distintos de relación con el otro y valoración expresiva de lo otro cotidiano.

3.    Sobre cuáles son las formas en que la danza puede decirse a sí misma.
La importancia de que las propuesta y discursos de la danza, le permitan expresarse con sus propias cualidades significantes. Las prácticas de la danza en sí mismas como su propia forma de asociarse con en el otro en niveles distintos de empatía y comprensión. La danza como una alegoría de sí misma. El habla del cuerpo y su decantación en lenguaje emotivo y sensorial.

4.    Sobre el trabajo de contacto como una forma específica de danza.
El contacto como forma concreta de realización del cuerpo y su conexión con lo otro desde lo sensible. La valoración del entorno como parte de la realización de la danza en cuanto a manifestación concreta.

5.    Sobre las formas de contacto.
El contacto cotidiano y las formas primarias de expresión del cuerpo como punto de partida para la danza. El cuerpo en movimiento desde el acto de percibir el mundo a través de la piel. La observación del cuerpo y la percepción general a través de los sentidos. La piel como órgano creador de realidad. La realidad sensible e imaginación.

6.    Sobre las especificidad de nuestra condición para estar sensiblemente en el mundo.
Los resultados posibles de las búsquedas que se dan desde el cuerpo en contacto. Hacia la develación de lo que somos según nuestra forma de tocar. El cuerpo tocado, y su capacidad para resonar y hacer obra. La obra de danza como discurso trascendente del cuerpo en contacto con la totalidad de las cosas.

La verdad es que hacer esta lista me ha dejado en estado de agotamiento extremo. Más que ayudarme a organizar una comprensión de mi danza, siento haber realizado una lista de deseos. No imagino el tiempo y el esfuerzo que puede llevarme definir todas esas cosas. Mejor será transcribirla en una hoja en blanco y pegarle candela con la llama de una vela. Esparcir sus cenizas desde la ventana, procurando no espantar a los pájaros. Quizás así se cumplan o se me ocurra algo mejor que hacer mientras no estoy bailando.

Rafael Nieves