Me gusta pensar que puedo
encontrarme. Que tengo formas variadas de acercarme a mí mismo. Tratar de
entenderme de maneras distintas. Como si dependiendo del enfoque pudiera
considerarme alguien diferente. Pudiendo cada uno de mis pedazos formar parte
del rompecabezas que soy. Incluso estando seguro que algunas de mis piezas se encuentran
regadas por el suelo. Perdidas debajo de los muebles que antes eran blancos y
tapizamos de negro. Con las puntas mordidas por mis loros o alguno de los hámster
que siempre han tenido nombre de mujer. E incluso algunas partes, ya extraviadas
definitivamente. Caídas por el balcón en algún arrebato de rabia, en cuyo caso puedes
verlas si te asomas (ya descoloridas de tanto llevar sol), sobre el techo del
vecino de abajo. Tiradas al bajante bajo alguna pulsión de limpieza,
confundidas con otros retazos de cosas ya rotas y desechas. Húmedas, escurridas
y vueltas a mojar en la lavadora, junto a la ropa de la danza que tanto se suda
y se descompone. Sembradas, enmohecidas, putrefactas dentro del compós o los
materos. Quizás alguna, seca, deshidratada, con la piel pegada al hueso como la
pequeña lagartija que salió hecha fósil del estuche viejo de herramientas.
Otra, enchumbada, caída en el inodoro, cual fantasía improbable de cepillo
dental cualquiera. Atravesada, envuelta en cabellos y vellos púbicos,
aglutinando desechos aborrecibles en el desagüe de la bañera. Oculta, mullida entre
la lencería que guardamos para algún día que no supimos hasta que nos tuvimos
que ir. Ágil, escurridiza, veloz, escapando desapercibida entre nuestros dedos
cuando registramos impunemente la gaveta de los ganchos de pelo, entre sortijas,
pulseras, collares, pinturas de uña, algodón suelto y lápices mongol. Ilustrada
y muy interesante entre dos tomos de poesía venezolana contemporánea repetidos
porque uno era para regalo. Detrás del vestuario de la obra aquella que tanto
nos gustaba y que dejamos casi a mano esperando que saliera una última función
o quién sabe, tal vez un remontaje. Cómoda, agazapada debajo de la cama donde nadie
sabe cómo llegó porque hace años le quitamos las patas al box. Distraída entre
los discos viejos, esperando otra vez esa canción, ignorante de la llegada del
formato digital y el mp3. Inservible, tragada y regurgitada por mi perra, en un
momento de ansiedad extrema. Divertida, confundida entre colores en la cesta de
juguetes de la niña. Entre los retazos de tela sobrantes que alguna vez
pudieron ser algo. Entre la multitud de papeles almacenados de cualquier manera
en la peinadora o entre los muy organizados que están en los archivadores de
acordeón. Detrás de los estuches de bandola, envuelta en motas de polvo y
chiripas muertas. En los peroles del bañito. En la camita de Bazuka. Detrás de
todos los comestibles y tazas y platos de los estantes. En un par de palabras
mal dichas. Entre dos momentos muy malos. En alguna cosa que no debí haber hecho.
En medio del bosque de frascos semi-llenos que habitan sobre la peinadora. O
muy posiblemente en la maleta vieja, esperando desde hace tiempo que llegara el
resto, amargada y solitaria porque sabe que le va a tocar en algún momento, ir
a perderse en otra parte.
Rafael Nieves