Casi todos los días pasan
cosas extraordinarias. Algunas muy brillantes, otras, más bien opacas. Puede
pasar que sólo al final de ese día o incluso muchos días después del evento sea
cuando nos hagamos conscientes de estos fenómenos sobresalientes. Es posible
que nos acurran algunas eventualidades que no identifiquemos nunca, que jamás
nos parezca que ocupan un lugar dentro de nuestro registro. Sin embargo muchas
de ellas, sepámoslo o no, es posible que se queden con nosotros, que se nos instalen
dentro. A veces, somos capaces de captarlas en el momento y disfrutar de ellas,
sin importar su sino. Estos eventos se transforman de manera inmediata en parte
de nuestra trama, independientemente de cómo esté elaborado el argumento o el
desenlace de ese último balance. Ese que una vez caído el velo sobre la
vigilia, nos entrega al sueño como a una oscura versión nemotécnica. Un
instante en que dichos eventos se magnifican o disuelven como gotas claras en
agua turbia, se transmutan en experiencia vivida otra, con otro sabor y menos
fatiga.
El pasado sábado tuve la fantástica
y ambivalente oportunidad de experimentar de manera casi simultánea, dos de
estos eventos extraordinarios. Al menos eso me pareció a mí desde la
experiencia. Y es sólo hasta ahora cuando me detengo para registrar esas asociaciones
inexplicables, que tanto me abundan. El primero consistió básicamente en
realizar una charla en torno a la Imposibilidad
de lo exacto, donde después de mucho imaginarlo pude, durante una hora y
quince minutos conversar libremente sobre mi visión particular de la danza,
leer tres fragmentos de escritos distintos extraídos de mi blog, tocar dos
temas con bandola, uno con la kalimba, leer dos cuentos cortos propios y hacer
dos improvisaciones libres, además de atreverme a usar una ruana y una máscara
hechas por mí mismo. Todo junto y sin pausa. No estoy muy seguro de que haya
quedado tan bien, pero sin duda es algo muy poco ordinario.
El segundo evento fue más simple.
Me atreví por fin a abrirle un agujero más a mi cinturón marrón de cuero.
Este último evento, hablando
con sinceridad, no tiene nada de original. Ni resulta, para ninguno de mis
coterráneos algo demasiado particular en estos momentos. De hecho, el
simbolismo que representa es tan común que posee una construcción verbal de uso
cotidiano. Casi todos hemos pensado que estos son tiempos en que es necesario apretarse el cinturón. En mi caso, lo
particular fue tomar consciencia del tiempo que tenía postergando dicho acto.
Esto fue posible, obviamente debido a que tengo otro cinturón más. Uno negro.
Pero la verdad, no era eso lo que me contenía de agujerear antes mi correa. Lo
fue el hecho de que todos estos años he estado esperando no tener que hacerlo.
La esperanza de recobrar la talla que me permitía usarlo antes, me había
inhibido durante todo este tiempo de agarrar la correa y abrirle un hueco extra.
Uno pequeño, solo lo suficientemente grande como para que entrara el palito de
la hebilla. También tomé consciencia del esfuerzo que había representado para
mí no hacerlo. En este momento necesitaría hacer un aparte para explicar lo difícil
que ha sido diariamente, durante tanto tiempo usar solamente mi correa negra, independientemente
del color de mis zapatos.
Un buen comienzo sería
contar que mi padre me pagaba para que le lustrara los zapatos. Su oficio era
comerciante, como bien atestigua mi partida de nacimiento expedida en la parroquia
La Candelaria. Su trabajo, lo cual supe, era vender cosas de puerta en puerta.
Alfombrado para la casa y pisos Conquer, puertas Multilock, obituarios y
onomásticos para la prensa, y así hasta que nos perdimos el rastro. Sus utensilios
eran como es de imaginar un maletín ejecutivo, pluma o lapicero marca Parker,
flux, corbata y zapatos negros o marrones de acuerdo al traje. La correa variaba
estrictamente de acuerdo al color del calzado. Eso no me lo dijo nadie. Lo aprendí
jurungando su closet y observándolo atentamente cada mañana antes que se fuera
tocar timbres para vender cerraduras. Eso, el agua de colonia Brut y el talco
Jean Naté. Los zapatos pulcramente guardados aun en sus cajas respectivas, con
esa especie de papel cebolla que se usa para que no se ensucien entre ellos.
Entre las cajas como un objeto encantado, siempre aparecía como mudado
mágicamente, un calzador metálico. Fascinante, y sobre todo útil porque mi papá
prefería los mocasines, al parecer no le gustaban en absoluto tener que amarrarse
las trenzas. En el closet suspendidas sobre la puerta, habitaba un bosque de corbatas,
entre las cuales estaban las correas. Marrones y negras, delgadas como dictaba
la moda. Con su lógica de organización de donde no escapaban los pañuelos y una
única billetera sólo repuesta una vez cada cuatro o cinco años dependiendo de
la calidad y me imagino que de su esposa que era quien lo ayudaba a mantener
aquel orden. Lo mío era simplemente agrandar mi mesada, para lo cual también
ejercía el oficio de lavar el carro.
Hace ya casi cuarenta años
de aquel aprendizaje sobre indumentaria masculina, y me parece extraordinario
que haya sido sólo hasta este sábado, cuando tuve consciencia de uno de los posibles
orígenes de ese esfuerzo también extraordinario que ha representado para mí, no
haberme podido poner en estos últimos y macabros años mi cinturón marrón, tal
como lo dispone la regla. No es que yo no sea el de sandalias franciscanas y
los zapatos de goma. Pero es que si me voy a poner los botines café que me
compré hace tanto en Bogotá, debo asumir que hay algo mayor que mi voluntad que
me impide no desear usar esa correa marrón de tan buen gusto que le hace juego.
De manera que abrirle ese agujero extra, así sea matar la esperanza y aceptar
que nada podrá cambiar en un buen tiempo, se me ha hecho lo mismo que recobrar
aquel bosque fantástico de corbatas y mocasines de cuero. El olor a crema
Cherry con trapo amarillo y jugar con cajas llenas de zapatos, que hoy me
quedarían apretados porque llegué a tener el pie más grande. Y cómo no va a
valer vestirme con gusto, combinarme cinturón y zapatos. Cuando mi público
principal para ese primer evento (esa charla devenida en exhibición de medios
mixtos unipersonal), ese, mi público más querido ha sido mi hijo grande, que
aun siendo ya adulto, se permite acompañar a su viejo mientras habla hasta por
los codos y se quita los zapatos como si fuera algo extraordinario.
Rafael Nieves
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