lunes, 12 de marzo de 2018

Extraordinario



Casi todos los días pasan cosas extraordinarias. Algunas muy brillantes, otras, más bien opacas. Puede pasar que sólo al final de ese día o incluso muchos días después del evento sea cuando nos hagamos conscientes de estos fenómenos sobresalientes. Es posible que nos acurran algunas eventualidades que no identifiquemos nunca, que jamás nos parezca que ocupan un lugar dentro de nuestro registro. Sin embargo muchas de ellas, sepámoslo o no, es posible que se queden con nosotros, que se nos instalen dentro. A veces, somos capaces de captarlas en el momento y disfrutar de ellas, sin importar su sino. Estos eventos se transforman de manera inmediata en parte de nuestra trama, independientemente de cómo esté elaborado el argumento o el desenlace de ese último balance. Ese que una vez caído el velo sobre la vigilia, nos entrega al sueño como a una oscura versión nemotécnica. Un instante en que dichos eventos se magnifican o disuelven como gotas claras en agua turbia, se transmutan en experiencia vivida otra, con otro sabor y menos fatiga.

El pasado sábado tuve la fantástica y ambivalente oportunidad de experimentar de manera casi simultánea, dos de estos eventos extraordinarios. Al menos eso me pareció a mí desde la experiencia. Y es sólo hasta ahora cuando me detengo para registrar esas asociaciones inexplicables, que tanto me abundan. El primero consistió básicamente en realizar una charla en torno a la Imposibilidad de lo exacto, donde después de mucho imaginarlo pude, durante una hora y quince minutos conversar libremente sobre mi visión particular de la danza, leer tres fragmentos de escritos distintos extraídos de mi blog, tocar dos temas con bandola, uno con la kalimba, leer dos cuentos cortos propios y hacer dos improvisaciones libres, además de atreverme a usar una ruana y una máscara hechas por mí mismo. Todo junto y sin pausa. No estoy muy seguro de que haya quedado tan bien, pero sin duda es algo muy poco ordinario.

El segundo evento fue más simple. Me atreví por fin a abrirle un agujero más a mi cinturón marrón de cuero.

Este último evento, hablando con sinceridad, no tiene nada de original. Ni resulta, para ninguno de mis coterráneos algo demasiado particular en estos momentos. De hecho, el simbolismo que representa es tan común que posee una construcción verbal de uso cotidiano. Casi todos hemos pensado que estos son tiempos en que es necesario apretarse el cinturón. En mi caso, lo particular fue tomar consciencia del tiempo que tenía postergando dicho acto. Esto fue posible, obviamente debido a que tengo otro cinturón más. Uno negro. Pero la verdad, no era eso lo que me contenía de agujerear antes mi correa. Lo fue el hecho de que todos estos años he estado esperando no tener que hacerlo. La esperanza de recobrar la talla que me permitía usarlo antes, me había inhibido durante todo este tiempo de agarrar la correa y abrirle un hueco extra. Uno pequeño, solo lo suficientemente grande como para que entrara el palito de la hebilla. También tomé consciencia del esfuerzo que había representado para mí no hacerlo. En este momento necesitaría hacer un aparte para explicar lo difícil que ha sido diariamente, durante tanto tiempo usar solamente mi correa negra, independientemente del color de mis zapatos.

Un buen comienzo sería contar que mi padre me pagaba para que le lustrara los zapatos. Su oficio era comerciante, como bien atestigua mi partida de nacimiento expedida en la parroquia La Candelaria. Su trabajo, lo cual supe, era vender cosas de puerta en puerta. Alfombrado para la casa y pisos Conquer, puertas Multilock, obituarios y onomásticos para la prensa, y así hasta que nos perdimos el rastro. Sus utensilios eran como es de imaginar un maletín ejecutivo, pluma o lapicero marca Parker, flux, corbata y zapatos negros o marrones de acuerdo al traje. La correa variaba estrictamente de acuerdo al color del calzado. Eso no me lo dijo nadie. Lo aprendí jurungando su closet y observándolo atentamente cada mañana antes que se fuera tocar timbres para vender cerraduras. Eso, el agua de colonia Brut y el talco Jean Naté. Los zapatos pulcramente guardados aun en sus cajas respectivas, con esa especie de papel cebolla que se usa para que no se ensucien entre ellos. Entre las cajas como un objeto encantado, siempre aparecía como mudado mágicamente, un calzador metálico. Fascinante, y sobre todo útil porque mi papá prefería los mocasines, al parecer no le gustaban en absoluto tener que amarrarse las trenzas. En el closet suspendidas sobre la puerta, habitaba un bosque de corbatas, entre las cuales estaban las correas. Marrones y negras, delgadas como dictaba la moda. Con su lógica de organización de donde no escapaban los pañuelos y una única billetera sólo repuesta una vez cada cuatro o cinco años dependiendo de la calidad y me imagino que de su esposa que era quien lo ayudaba a mantener aquel orden. Lo mío era simplemente agrandar mi mesada, para lo cual también ejercía el oficio de lavar el carro.

Hace ya casi cuarenta años de aquel aprendizaje sobre indumentaria masculina, y me parece extraordinario que haya sido sólo hasta este sábado, cuando tuve consciencia de uno de los posibles orígenes de ese esfuerzo también extraordinario que ha representado para mí, no haberme podido poner en estos últimos y macabros años mi cinturón marrón, tal como lo dispone la regla. No es que yo no sea el de sandalias franciscanas y los zapatos de goma. Pero es que si me voy a poner los botines café que me compré hace tanto en Bogotá, debo asumir que hay algo mayor que mi voluntad que me impide no desear usar esa correa marrón de tan buen gusto que le hace juego. De manera que abrirle ese agujero extra, así sea matar la esperanza y aceptar que nada podrá cambiar en un buen tiempo, se me ha hecho lo mismo que recobrar aquel bosque fantástico de corbatas y mocasines de cuero. El olor a crema Cherry con trapo amarillo y jugar con cajas llenas de zapatos, que hoy me quedarían apretados porque llegué a tener el pie más grande. Y cómo no va a valer vestirme con gusto, combinarme cinturón y zapatos. Cuando mi público principal para ese primer evento (esa charla devenida en exhibición de medios mixtos unipersonal), ese, mi público más querido ha sido mi hijo grande, que aun siendo ya adulto, se permite acompañar a su viejo mientras habla hasta por los codos y se quita los zapatos como si fuera algo extraordinario.
Rafael Nieves

No hay comentarios:

Publicar un comentario