Tendríamos que poder
extendernos todo lo necesario sobre la materia que nos importa. Encontrar
múltiples formas para regodearnos infinitamente en los materiales sensibles a
nuestros intereses. Honrarnos desde lo profundo en nuestra capacidad para acceder
a nosotros de todas las maneras posibles. Incluso sobrepasando nuestra
capacidad de reconocernos. Es decir, llegando inclusive más allá de la
posibilidad de comprendernos a nosotros mismos. Fallar y volver a empezar en el
intento de saber qué somos. Establecernos en la búsqueda. Nadie puede negar que
existe cierta fascinación en el acto de intentar comprender. A pesar de que sea
sólo en una capa intermedia dentro del entramado de sentidos posibles, en la
inmensa construcción intertextual que podría corresponder a cada una de
nuestras vidas. Y como desde la perspectiva del demiurgo, hurgar en los
elementos atávicos que nos componen. Emprender la búsqueda de cierta esencia. Por
eso, restarle valor a priori a cualquier herramienta que tengamos a mano para
emprender la tarea, no hace más que exponernos un rasgo de iniquidad ante
nuestra propia naturaleza.
¿Cómo definirse entonces?
Cuál de nuestras ansiedades, refleja la preocupación primera. Desde dónde parte
la sombra que se asoma de detrás del espejo, de debajo de la cama, de más allá
de un rostro desconocido. Las manos que como aves, tienen la posibilidad de
tocar y volar podrían convertirse en un utensilio perfecto. Pero resultarían
insuficientes si no se las sabe unidas en secuencia a ese amasijo de músculos,
sangre y huesos que es una persona. Imaginarlas de manera aislada es una
ambición recurrente, una pericia del lenguaje que intenta atribuirles todo el placer
y el dolor que son capaces de procurar y percibir. Pero aunque nuestra
comprensión del acto de tocar, haya trascendido la idealización de las manos
como protagonistas únicas y privilegiadas de dicha acción, aunque entendamos y
disfrutemos de la experiencia amplificada de saber que se toca con toda la
piel, cómo restarle fuerza a esa construcción tan poderosa del lenguaje y la
significación. Cómo no sucumbir ante la idea de que tocar es igual a usar las
manos. Y sobre todo, ¿Cuál sería la ganancia de tal empresa? Con qué nos
quedaremos ante la disolución de tal elaboración simbólica, si es que acaso
(cosa que me parece imposible) logramos instaurar una nueva relación
significante. Supongamos, algo así como que tocar es rozar las cosas con los
codos o con las orejas. En todo caso, vale recordar que cada idea expresada
desde el habla, denota un sentido concreto cuya base se encuentra adherida a
una práctica, se sustenta en el hacer y pretender cambiar la idea general de
esta construcción y su incidencia en la lengua, tendría que pasar
necesariamente por modificar el hábito o la costumbre que expresa.
¿Y si esto es justo lo que
intentamos? Si no, qué hemos estado explorando. Indagando en una relación
distinta desde los sentidos, estamos al mismo tiempo construyendo una noción de
experiencias concretas desde el cuerpo e intentando modificar su referente
hablado. Usando una misma palabra, hemos intentado reconstituir un concepto. Y
aunque en la realidad, esta práctica sólo es posible a través de pequeños acuerdos
dentro de grupos específicos de individuos iniciados, y sólo muy lejanamente
podría llegar a ser una generalización o convertirse en una ley, hemos logrado
convenir en restituir un uso extendido de la palabra. Tocar, entre nosotros,
brega por recobrar un sentido original. Tocar para nosotros es una experiencia práctica
ampliada del cuerpo, al igual que hemos intentado amplificar el sentido de la
palabra que la define. No existe una palabra distinta para el tocar entendido
como el concepto común de relacionarse con el mundo a través del contacto con
las manos y otra para la versión extendida de usar todo el cuerpo para percibir
de manera táctil nuestro entorno.
Decía entonces que la
posibilidad de usar cualquier herramienta puede sernos útil para acercarnos a
nosotros mismos, para intentar saber lo que somos. De esta manera entonces podríamos
llegar a pensar que, desde una visión extendida del acto de tocar, los que hacemos
trabajo de contacto somos aquellos que intentamos percibir el mundo entero de
manera sensible, a través de todo el cuerpo. Y también, por qué no, como seres
empeñados en reconciliarnos con la lengua, empujando un poco más allá las
palabras que nos definen.