miércoles, 20 de febrero de 2019

Qué estamos entrenando



No voy a negar bajo ninguna circunstancia las condiciones adversas a las cuales debí estar sometido para permitirme re-dimensionar mi pensamiento hacia esta orilla en la que se encuentra. Pero más allá de cualquier forma de relato o crónica basada en una realidad siempre cambiante (y la particularidad de mi carácter), intuyo que es mucho más poderoso enfocarme en reconocer que hemos debido atravesar fronteras, olvidar lo que hemos construido materialmente, distanciarnos de nuestros afectos para poder terminar de otorgarle el adecuado valor a nuestras experiencias con los otros como base fundamental para la propia razón de estar en el mundo. Y es desde ahí donde quizás se hace verdaderamente posible permitirse llevar a fondo la pregunta por la función real que cumple nuestro oficio, aquello que pensamos es nuestra esencia o sobre qué realmente estamos trabajando.

El oficio de la danza visto desde la perspectiva del trabajo de contacto nos coloca de manera definitiva ante el problema de la relación con el otro. De esta manera nuestras preocupaciones naturales cambian. Los que obramos desde el cuerpo, no sólo en la vida cotidiana sino también en las muchas otras formas en que es posible el ejercicio de la existencia, llegamos a sentir un desplazamiento en nuestras prioridades, las cuales en la mayoría de los casos se encuentran tradicionalmente centradas en nuestros propios cuerpos. Nos mudamos un poco, así sea de manera inconsciente al cuerpo del otro. Delegamos cierto respeto y cuidado íntimo a la inmediación de otras pieles, otros músculos, otros huesos. Pero aún así esto no termina de ser del todo cierto, toda vez que reconocemos que el otro es mucho más que una estructura orgánica. Toda vez que aceptamos que el otro es también siempre y al igual que nosotros, voluntad de acción. Entonces estar con él no es simplemente sentir o dominar o entender formas. De alguna manera que no siempre es tan clara para nosotros, danzar con los demás es también vivir juntos. Compartir ya no sólo el interés por todo aquello que la danza dice por sí misma para nosotros o para el que asiste a su desarrollo como testigo/lector, sino también una forma de convivencia que se sustenta en acuerdos y posibilidades. De cierta manera los que danzamos juntos debemos permitirnos así no sepamos todavía cómo, darnos la forma de manera mutua. Es así como se plantean ideas que no ocurren enteramente como pensamiento sino que también son cuerpo y reconocimiento. Caricia o abrazo que se trasforma en oración. Tanto esa que se le dice al otro, como aquella que podemos pronunciar juntos y es sierva de una búsqueda mayor. Cabalgando entre lo que se comprende y lo que se intuye, lo que se aspira. Entre lo que desconocemos y la creación de sentido desde la compasión. Danza que se constituye desde la posibilidad del reconocimiento y otorga siempre la opción múltiple de la construcción colectiva e individual. Y es aceptar que así su estudio se haga necesariamente desde la posibilidad que nos ofrecen los otros cuerpos, es en nosotros, cada uno individuo libre y responsable, que florece la posibilidad de convivencia. Dice Savater en su ensayo Iniciación a la Ética que toda acción es producto de una tensión entre el egoísmo y la necesidad de identificarnos. Esto es, hacernos idénticos a lo que reconocemos. Entendiendo que  es a través de ese reconocimiento como logramos la mayor cantidad de satisfacción. La seguridad de sentirnos parte de algo más grande o mejor, eso a lo que necesitamos sentirnos idénticos. Pero al mismo tiempo siempre tenemos planteada la opción que ofrece la perspectiva del placer que produce el egoísmo. Como manifestación de nuestra posibilidad de toma de decisiones individuales, desde la cual existe una mayor perspectiva de transformación. Para poder avanzar, crecer y ser otros, ojalá mejores. Y esto es, asumir las riendas y riesgos de nuestra propia libertad, que en nuestra particularidad de danzantes del contacto nos deja ante la pregunta idéntica y egoísta sobre cómo se mueve sólo un bailarín de contacto. Preguntas que debemos respondernos a nosotros mismos pero que son más exquisitas si se hacen desde el reconocimiento del otro y se disfruta del vértigo de la elección libre por amar o no el cuerpo de ese otro.

Entonces ¿Qué estamos entrenando? ¿Qué es lo que puede inferirse a raíz de reconocer que en realidad solamente poseemos para poder ser enteramente en el mundo el reconocimiento, la mirada, el cuerpo y la búsqueda de los demás?

Decía inicialmente que no es escondiéndome en la circunstancias de la realidad donde creo posible encontrar las respuestas por el estado actual de mi forma de ver el mundo. Porque realmente creo que la práctica constante del amor por el cuerpo del otro no puede llevarnos a otro lugar que no sea cuidar, respetar, escuchar y sentir junto a ese otro ser que nos completa. Que danzar desde el acto de tocar nos arroja irremediablemente a la búsqueda del entendimiento, del acuerdo. Nociones como vivir juntos, darnos la forma, trabajo de contacto, tocar, nos dejan ante la tensión creada por nuestra necesidad de ser idénticos y a la vez egoístamente diferenciados. En la persecución de las satisfacciones de la estabilidad, lo completo, lo único y el placer que nos arroja a la transformación constante, al goce de la experiencia, a la movilidad propia. Desearía pensar que lo verdaderamente importante está en reconocer que todo esto es posible sólo a partir del reconocimiento del otro como igual. Que la conversación, el disfrute y la disposición a disolver los desencuentros que se da entre los cuerpos en nuestros salones de ensayo, revelan nuestra capacidad para auto-regularnos, para develar las perplejidades del mundo compartido. Que ser libres y en especial la libertad que nos confiere ser en la danza, es sólo posible en función de honrar el placer de vivir juntos. Que estamos construyendo posibilidades desde el cuerpo para el vértigo de la convivencia. Y que hacer una danza de contacto es también un estudio sobre nuestra propia capacidad de ser mejores seres humanos, o tomar la voz de nuestro querido Armando Rojas Guardia en su ensayo La atención, La espera, y poder vivir "El resplandor inédito que permite reconocer al hermano en el desconocido, con todo lo que ese descubrimiento comporta de alegría y ternura..."

Rafael Nieves

jueves, 17 de enero de 2019

Sobre esta guerra invisible



Tengo mi propia guerra por dentro. Como es natural el número de pérdidas que produce tanto en vida como en recursos, no es tan visible como el saldo oscuro que dejan esas guerras evidentes y desoladoras, donde los fusiles y las bombas van arrasando sistemáticamente poblaciones enteras. Tampoco creo que pueda compararse con esa guerra que un pequeño grupo de desquiciados resentidos y sus acólitos han ido gestando contra el resto de la población en mi país, hasta el punto de irnos dejando regados por el mundo como una suerte de nación portátil. Ni siquiera creo que mi guerra se equipare a esos combates aguerridos que se detonan entre las personas por cualquier tipo de intolerancia. La mía es como la de cualquier otro, particular. De hecho resulta tan mía que es posible que cualquiera que medianamente pueda haber percibido "mi conflicto" o alguna contradicción sutil producto de este feroz enfrentamiento que tiene lugar en mi interior, lo catalogue simplemente como un rasgo de mi carácter. Y como todo lo demás que ocurre en ese lugar que no me queda otra opción que llamar "adentro", mi guerra es invisible.

Tal vez sólo es posible vislumbrar un destello de este enfrentamiento interno a través de algunos gestos sencillos pero muy específicos, como por ejemplo esos cambios inexplicables en el humor, la angustia de una cara demacrada, la pérdida de masa corporal, o muy posiblemente algún descuido o torpeza que termina siempre en tragedia del cuerpo. Pero es que mi guerra invisible al igual que cualquier otra, deja saldos. Hombres mutilados, mujeres viudas e hijos huérfanos, ciudades enteras destruidas y muerte. Mucha muerte. En ella seguramente hay también alguien que se lucra y los medios informativos se lucen. Cualquiera podría definirla por simple banalidad como una serie intermitente de simples escaramuzas. Pero yo sé que es una guerra. Lo sé porque en ella al igual que en cualquier otra, nadie gana nunca. Y yo al igual que cualquier tierra dolida soy incapaz de tomar partido por ningún bando. Porque ¿A quién le gusta ver morir a sus hijos? Por eso es que ésta, mi guerra, casi siempre elijo sufrirla en silencio. Casi, no siempre. Porque a decir verdad, algunos días fallo. No puedo contener el conflicto en mi propio territorio. Este cuerpo que es mente y alma y batallones enteros enfrentados entre sí y armados hasta los dientes. Y ese día no me importa si pude ganar a título personal alguna pequeña batalla en mi relación con los otros. Tampoco sirve de mucho reconocer que algunas circunstancias son transitorias. Son días tan difíciles para el alma, que el cuerpo, territorio adolorido, no puede más que retorcerse. Hasta la risa suena deficiente. Algo así como una mueca descontrolada donde los dientes chocan entre sí y es mejor poner a salvo la lengua. Casi como una elucubración macabra marcada por espasmos vibratorios. Torpe, el cuerpo del que lleva esta guerra por dentro, obra desde el sinsentido del combate contenido. Hasta que finalmente se resigna uno, y espera a que aparezca algún pequeño momento de distensión, esa mínima tregua que nos permite pasearnos por los campos a recoger los restos de nuestros seres caídos. Llorando la tierra regada con sangre. Suplicando porque nazcan flores. Apertrechándose lo mejor que se puede mientras dura la pausa en la batalla. Evadiendo los campos de minas. Lamentando el tiempo perdido y los daños ocasionados. Reconociendo la responsabilidad propia en el origen del conflicto. Recolectando alimento, buscando cobijo.

Dependiendo de lo largo de este cese al fuego, uno se dedica pacientemente a la reconstrucción de todo aquello que fue devorado vorazmente por nuestros egoísmos, iniquidades e incomprensiones. Reconociendo además como normal, que siguen por ahí reconfigurando su estrategia y planificando una nueva embestida.

Intuyo que cada uno es un posible campo. Que por más que intentemos sembrarnos de virtudes y formas de relación armónicas con el mundo, siempre existe la posibilidad del conflicto. El destierro de las certezas. Y que queda en cada quien la responsabilidad de mantener a salvo sus fronteras. E intentar que esas diferencias que llevamos por dentro se resuelvan de la manera más compasiva hacia nosotros mismos. De forma tal que cada encuentro con el otro se traduzca en un intercambio sabio y amoroso. No en una prolongación infinita de esas catástrofes de las cuales algunos no podemos dejar de ser portadores.


Rafael Nieves