miércoles, 20 de febrero de 2019

Qué estamos entrenando



No voy a negar bajo ninguna circunstancia las condiciones adversas a las cuales debí estar sometido para permitirme re-dimensionar mi pensamiento hacia esta orilla en la que se encuentra. Pero más allá de cualquier forma de relato o crónica basada en una realidad siempre cambiante (y la particularidad de mi carácter), intuyo que es mucho más poderoso enfocarme en reconocer que hemos debido atravesar fronteras, olvidar lo que hemos construido materialmente, distanciarnos de nuestros afectos para poder terminar de otorgarle el adecuado valor a nuestras experiencias con los otros como base fundamental para la propia razón de estar en el mundo. Y es desde ahí donde quizás se hace verdaderamente posible permitirse llevar a fondo la pregunta por la función real que cumple nuestro oficio, aquello que pensamos es nuestra esencia o sobre qué realmente estamos trabajando.

El oficio de la danza visto desde la perspectiva del trabajo de contacto nos coloca de manera definitiva ante el problema de la relación con el otro. De esta manera nuestras preocupaciones naturales cambian. Los que obramos desde el cuerpo, no sólo en la vida cotidiana sino también en las muchas otras formas en que es posible el ejercicio de la existencia, llegamos a sentir un desplazamiento en nuestras prioridades, las cuales en la mayoría de los casos se encuentran tradicionalmente centradas en nuestros propios cuerpos. Nos mudamos un poco, así sea de manera inconsciente al cuerpo del otro. Delegamos cierto respeto y cuidado íntimo a la inmediación de otras pieles, otros músculos, otros huesos. Pero aún así esto no termina de ser del todo cierto, toda vez que reconocemos que el otro es mucho más que una estructura orgánica. Toda vez que aceptamos que el otro es también siempre y al igual que nosotros, voluntad de acción. Entonces estar con él no es simplemente sentir o dominar o entender formas. De alguna manera que no siempre es tan clara para nosotros, danzar con los demás es también vivir juntos. Compartir ya no sólo el interés por todo aquello que la danza dice por sí misma para nosotros o para el que asiste a su desarrollo como testigo/lector, sino también una forma de convivencia que se sustenta en acuerdos y posibilidades. De cierta manera los que danzamos juntos debemos permitirnos así no sepamos todavía cómo, darnos la forma de manera mutua. Es así como se plantean ideas que no ocurren enteramente como pensamiento sino que también son cuerpo y reconocimiento. Caricia o abrazo que se trasforma en oración. Tanto esa que se le dice al otro, como aquella que podemos pronunciar juntos y es sierva de una búsqueda mayor. Cabalgando entre lo que se comprende y lo que se intuye, lo que se aspira. Entre lo que desconocemos y la creación de sentido desde la compasión. Danza que se constituye desde la posibilidad del reconocimiento y otorga siempre la opción múltiple de la construcción colectiva e individual. Y es aceptar que así su estudio se haga necesariamente desde la posibilidad que nos ofrecen los otros cuerpos, es en nosotros, cada uno individuo libre y responsable, que florece la posibilidad de convivencia. Dice Savater en su ensayo Iniciación a la Ética que toda acción es producto de una tensión entre el egoísmo y la necesidad de identificarnos. Esto es, hacernos idénticos a lo que reconocemos. Entendiendo que  es a través de ese reconocimiento como logramos la mayor cantidad de satisfacción. La seguridad de sentirnos parte de algo más grande o mejor, eso a lo que necesitamos sentirnos idénticos. Pero al mismo tiempo siempre tenemos planteada la opción que ofrece la perspectiva del placer que produce el egoísmo. Como manifestación de nuestra posibilidad de toma de decisiones individuales, desde la cual existe una mayor perspectiva de transformación. Para poder avanzar, crecer y ser otros, ojalá mejores. Y esto es, asumir las riendas y riesgos de nuestra propia libertad, que en nuestra particularidad de danzantes del contacto nos deja ante la pregunta idéntica y egoísta sobre cómo se mueve sólo un bailarín de contacto. Preguntas que debemos respondernos a nosotros mismos pero que son más exquisitas si se hacen desde el reconocimiento del otro y se disfruta del vértigo de la elección libre por amar o no el cuerpo de ese otro.

Entonces ¿Qué estamos entrenando? ¿Qué es lo que puede inferirse a raíz de reconocer que en realidad solamente poseemos para poder ser enteramente en el mundo el reconocimiento, la mirada, el cuerpo y la búsqueda de los demás?

Decía inicialmente que no es escondiéndome en la circunstancias de la realidad donde creo posible encontrar las respuestas por el estado actual de mi forma de ver el mundo. Porque realmente creo que la práctica constante del amor por el cuerpo del otro no puede llevarnos a otro lugar que no sea cuidar, respetar, escuchar y sentir junto a ese otro ser que nos completa. Que danzar desde el acto de tocar nos arroja irremediablemente a la búsqueda del entendimiento, del acuerdo. Nociones como vivir juntos, darnos la forma, trabajo de contacto, tocar, nos dejan ante la tensión creada por nuestra necesidad de ser idénticos y a la vez egoístamente diferenciados. En la persecución de las satisfacciones de la estabilidad, lo completo, lo único y el placer que nos arroja a la transformación constante, al goce de la experiencia, a la movilidad propia. Desearía pensar que lo verdaderamente importante está en reconocer que todo esto es posible sólo a partir del reconocimiento del otro como igual. Que la conversación, el disfrute y la disposición a disolver los desencuentros que se da entre los cuerpos en nuestros salones de ensayo, revelan nuestra capacidad para auto-regularnos, para develar las perplejidades del mundo compartido. Que ser libres y en especial la libertad que nos confiere ser en la danza, es sólo posible en función de honrar el placer de vivir juntos. Que estamos construyendo posibilidades desde el cuerpo para el vértigo de la convivencia. Y que hacer una danza de contacto es también un estudio sobre nuestra propia capacidad de ser mejores seres humanos, o tomar la voz de nuestro querido Armando Rojas Guardia en su ensayo La atención, La espera, y poder vivir "El resplandor inédito que permite reconocer al hermano en el desconocido, con todo lo que ese descubrimiento comporta de alegría y ternura..."

Rafael Nieves

jueves, 17 de enero de 2019

Sobre esta guerra invisible



Tengo mi propia guerra por dentro. Como es natural el número de pérdidas que produce tanto en vida como en recursos, no es tan visible como el saldo oscuro que dejan esas guerras evidentes y desoladoras, donde los fusiles y las bombas van arrasando sistemáticamente poblaciones enteras. Tampoco creo que pueda compararse con esa guerra que un pequeño grupo de desquiciados resentidos y sus acólitos han ido gestando contra el resto de la población en mi país, hasta el punto de irnos dejando regados por el mundo como una suerte de nación portátil. Ni siquiera creo que mi guerra se equipare a esos combates aguerridos que se detonan entre las personas por cualquier tipo de intolerancia. La mía es como la de cualquier otro, particular. De hecho resulta tan mía que es posible que cualquiera que medianamente pueda haber percibido "mi conflicto" o alguna contradicción sutil producto de este feroz enfrentamiento que tiene lugar en mi interior, lo catalogue simplemente como un rasgo de mi carácter. Y como todo lo demás que ocurre en ese lugar que no me queda otra opción que llamar "adentro", mi guerra es invisible.

Tal vez sólo es posible vislumbrar un destello de este enfrentamiento interno a través de algunos gestos sencillos pero muy específicos, como por ejemplo esos cambios inexplicables en el humor, la angustia de una cara demacrada, la pérdida de masa corporal, o muy posiblemente algún descuido o torpeza que termina siempre en tragedia del cuerpo. Pero es que mi guerra invisible al igual que cualquier otra, deja saldos. Hombres mutilados, mujeres viudas e hijos huérfanos, ciudades enteras destruidas y muerte. Mucha muerte. En ella seguramente hay también alguien que se lucra y los medios informativos se lucen. Cualquiera podría definirla por simple banalidad como una serie intermitente de simples escaramuzas. Pero yo sé que es una guerra. Lo sé porque en ella al igual que en cualquier otra, nadie gana nunca. Y yo al igual que cualquier tierra dolida soy incapaz de tomar partido por ningún bando. Porque ¿A quién le gusta ver morir a sus hijos? Por eso es que ésta, mi guerra, casi siempre elijo sufrirla en silencio. Casi, no siempre. Porque a decir verdad, algunos días fallo. No puedo contener el conflicto en mi propio territorio. Este cuerpo que es mente y alma y batallones enteros enfrentados entre sí y armados hasta los dientes. Y ese día no me importa si pude ganar a título personal alguna pequeña batalla en mi relación con los otros. Tampoco sirve de mucho reconocer que algunas circunstancias son transitorias. Son días tan difíciles para el alma, que el cuerpo, territorio adolorido, no puede más que retorcerse. Hasta la risa suena deficiente. Algo así como una mueca descontrolada donde los dientes chocan entre sí y es mejor poner a salvo la lengua. Casi como una elucubración macabra marcada por espasmos vibratorios. Torpe, el cuerpo del que lleva esta guerra por dentro, obra desde el sinsentido del combate contenido. Hasta que finalmente se resigna uno, y espera a que aparezca algún pequeño momento de distensión, esa mínima tregua que nos permite pasearnos por los campos a recoger los restos de nuestros seres caídos. Llorando la tierra regada con sangre. Suplicando porque nazcan flores. Apertrechándose lo mejor que se puede mientras dura la pausa en la batalla. Evadiendo los campos de minas. Lamentando el tiempo perdido y los daños ocasionados. Reconociendo la responsabilidad propia en el origen del conflicto. Recolectando alimento, buscando cobijo.

Dependiendo de lo largo de este cese al fuego, uno se dedica pacientemente a la reconstrucción de todo aquello que fue devorado vorazmente por nuestros egoísmos, iniquidades e incomprensiones. Reconociendo además como normal, que siguen por ahí reconfigurando su estrategia y planificando una nueva embestida.

Intuyo que cada uno es un posible campo. Que por más que intentemos sembrarnos de virtudes y formas de relación armónicas con el mundo, siempre existe la posibilidad del conflicto. El destierro de las certezas. Y que queda en cada quien la responsabilidad de mantener a salvo sus fronteras. E intentar que esas diferencias que llevamos por dentro se resuelvan de la manera más compasiva hacia nosotros mismos. De forma tal que cada encuentro con el otro se traduzca en un intercambio sabio y amoroso. No en una prolongación infinita de esas catástrofes de las cuales algunos no podemos dejar de ser portadores.


Rafael Nieves

miércoles, 22 de agosto de 2018

El destierro del sueño



Quiero soñar con la danza. Porque estando cerca de esos límites donde se duda de cualquier cosa, tengo sólo una que puede salvarme. El problema es que decir con los ojos cerrados implica el riesgo de caer o volverse uno hacia sí mismo desde una dirección completamente diferenciada de todas aquellas desde las cuales puede o sabe uno hablar. Y sin habla cómo se evoca entonces ese sueño de cuerpo tocado y suelo que se abre a nuestro roce. Sólo danzando, es cierto, pero queda la duda de dónde poner lo que falta. Cuerpo que se estremece como réplica infinita de aquella, la tierra que tiembla y se quiebra y se duele. Es así que se ejercita la palabra como posibilidad del cuerpo que se sueña en continuación de resonancia. Es así como se danza con los ojos cerrados. Es así como se premedita la astucia que propiciará el encuentro. Y cada uno en su propio centro podrá obrar como magnífico danzante, encontrado más allá del borde, en lo más profundo del abismo, muy por debajo de las piedras que bregarán por interponerse entre el sol y nosotros. Una caricia bien ganada a la sombra de este espejismo que parece la vida pero que tiene otra textura. No obstante bajo la forma culminante del paso soñado, se oculta silenciosa la retícula infinita de un dibujo diestro. Torpe, pero diestro. De líneas que se cruzan, de vidas que se rozan. No habrá entonces forma alguna que contenga la consciencia de aquellos que se atreven. Búsqueda de fuego, marea infinita de candela que sólo encuentra sosiego más allá de la imagen, más allá de la palabra, más allá del cuerpo. Sin rostros, tomados de las manos, sin poder distinguir uno de otro, ni el plano específico donde se proyecta nuestra textura, se doblará en el tiempo y mañana será hace un rato y nadie tendrá que postrarse más que ante su propio deseo. Juntos, como un todo que cabe en una mano, esa que toca pero sueña conmigo el infinito. Seremos algo, luego nada, porque así se siente eso que danzo. Pobre de nosotros si no lo disfrutamos, pobre de nosotros si la danza no nos quema, si no nos arrasa con su lengua luminosa, porque el día habrá llegado y este sueño que pienso compartido ya será ceniza y las olas de los tiempos que limpian no dejarán vestigio, sólo mugre arrancada de las carnes, sólo trozos sobrantes de pellejo, sólo secreciones ardorosas en pieles laceradas y el placer se habrá perdido. La experiencia ya completa sin nosotros, se cerrará en sí misma bajo una capa gruesa de costumbres estériles, de momentos sin sentido, de puro vicio y pensamientos lascivos. Este instante retratado con tan escasa destreza por mi propia  incapacidad para hacer nada mejor que vivir en ese instante, se volverá sólo esto, letras acumuladas unas tras otras en un papel imaginario, ya sin vida, ya sin fuego, ya sin alma. Cuerpos que se sueñan vivos y mueren antes de que llegue la mañana. Cuerpos sobre cuerpos intentando torpemente penetrarse unos a otros, mendigando sensaciones rancias, implorando por alguien que los ponga al menos una vez en el mundo. Sufriendo el verdadero destierro de aquel que no vivió la danza.

Rafael Nieves

lunes, 9 de julio de 2018

Golem de hueso y carne



He decidido realizar esta nota por el solo hecho de no permitir que lo último que aparezca en mi cuaderno sea un conjunto maltrecho de apuntes dolientes. Porque debo dar el paso. Pero para qué negarlo. También porque existe un poco de silencio y ya el frío no me atenaza de manera tan inclemente. Digamos además, que a todo esto se le suma una especie bastante aterradora, que es la pregunta por el olvido. Pero, como de lo que se olvida es imposible hablar con propiedad, siento que toca más centrarme en esa suerte de recuerdo reconstruido a partir de retazos sobrantes que termina siendo toda experiencia pasada, y esta versión nueva de realidad que hace tan distinto en nosotros eso que hasta hace poco fue tan verdadero. Al punto de preguntarnos si esa verdad continúa ejerciendo su peso mórbido sobre los pechos o es, o fue más bien, una ilusión transitoria. Mi inclinación es a pensar que las preguntas sobre lo pasado deberían permitir un número variado de respuestas. No porque no hayan sido algo concreto, sino porque al contrario las marcas que imprimen en cada quien dejan espacios vacíos muy variados, a través de los cuales sigue circulando la sangre. Y es tan fuerte la vida, que nos obliga a entregarnos a otros dolores y otras causas. Si pienso en términos de tiempo, es imperante preguntarme cuál de todos ¿Este que estoy viviendo mientras escribo? ¿Aquel que motivó estas palabras? ¿Este otro donde alguien se permite acercarse a este ejercicio mío de memoria? ¿O quizás ese que se detuvo cuando tuve que dejarme detrás a mí mismo para poder seguir adelante? Muy posiblemente en el que en verdad estoy pensando, es en ese que siguió corriendo cuando ya no estuve más. Uno donde las matas siguen creciendo, el perro ladrando y los pájaros viniendo a comer a mi ventana. Entonces el olvido se vuelve algo inclemente e imposible. Porque sin que sepamos arranca el sabor de las cosas, el color de los cielos y quiebra un poquito el alma. Es un hecho comprobado que todo siempre sigue creciendo, incluso cuando yacemos inconscientes durante la noche. Así soñemos con manglares y anacondas fabulosas. Ya qué decir cuando dejamos de estar. Es ahí donde se hace imposible, porque no se pierde lo que no se tiene. Y es que ejercitar la memoria sobre las cosas es también un ejercicio sensorial. ¿Qué es una montaña? ¿Qué es una ciudad? ¿Qué es una familia? ¿Qué es un nombre? Son cosas que tendríamos que tener aprehendidas del todo y pensar, mis brazos te recuerdan, mis ojos te añoran, mi boca quiere decirte de cerca. Quiero oler cómo hueles. Y meter la cara de lleno en esa tomuza de pelo rulo. Entonces no soy este yo que escribe el que debe saber recordar, sino más bien otro yo menos enterado, menos definitivo, pero tal vez un poquito más sabio. Entonces escribo esto no para hacer un recuento de todo lo que recuerdo o de todo aquello que he olvidado cómo decir, sino tal vez para dar cuenta de todo aquello que ya no es memoria o recuerdo u olvido, sino percepción incorporada, encarnación, pedacito de alma imposible de olvidar o recordar. Así entonces la montaña, la ciudad, la familia, los nombres, los pájaros, el perro, las matas y todo lo demás seguirán conmigo. Juntos formamos ahora una suerte de Golem de hueso y carne, con el poder de reír y llorar por todos, disfrutar y sufrir lo necesario, amar y odiar lo justo. Porque la verdad es que así, amontonados todos dentro de este solo cuerpo, no somos ni queremos ser santos. Aunque esta forma de encarnación, esta monstruosidad de la existencia conjunta, evoque de cierta manera el sacrificio o la mortificación en el sentido místico. Nada hay de puro en una vida que se reconstituye a punta de pedazos vividos. Pura mixtura. Porque andando así, reciclados en nosotros mismos ya no somos nosotros. Somos una nueva invención que tiende a no querer desprenderse de las cosas que tuvo. Que sabe que caminando así, lentamente hacia la vida, va quedando cada vez más cerca de la muerte. Es ahí entonces cuando me levanto agigantado. Con la fuerza de las matas y la montaña y la ciudad y los nombres y los pájaros y el perro que soy yo, y ese olor de tus greñas cuando estás recién levantada, y soy todos. Y con esa fuerza arrolladora de ríos y culebras de agua dulce, avanzo a nuestro paso, que es el paso de los que aunque tristes nunca dejan de amar la vida. 

Rafael Nieves

martes, 24 de abril de 2018

Itinerario



Hija
La vida está en otra parte. Donde tú y yo nos encontramos. Y donde amar es tu nombre disfrazado de brisa fresca y hojas secas por el sol.

De regreso
Con nuestra amiga devolví algunas cosas que no me parecieron imprescindibles. Un pedal de música y unas cartas que tenía para vender. Una pelota con la que quería retomar el acto de malabar y un libro de ética que sí me dolió un poco. También unos discos y unos libros que llevaba como regalo. Un pañito azul, una franela gris y una correa negra. Lo demás no lo recuerdo y la verdad nada es tan importante. Por un momento tuve entre las manos los libros de Bachelard y esos botines de gamuza que tanto me gustan. Nuestra amiga me convenció afortunadamente de ponerme las dos chaquetas. Los zapatos los puse en el bolso de mano, el cual quedó endemoniadamente pesado, y seguí abrazando todo el camino una bolsita plástica con los libros, incluyendo ese otro tan querido que me regalaste en mi cumpleaños. Olvidaba decir que también tuve que devolver mi pantalón de cuero negro. Lo cual es una lástima porque hubiese regresado conmigo al sitio de donde lo traje. Esto me hizo pensar que todo siempre regresa, aunque tal vez este no era el momento oportuno.

Volando
Sentado entre las nubes pude pensar en todas esas cosas que te gustan. Recordé por ejemplo cómo te gusta que te explique cada pequeña cosa. Cosas sencillas como cerrar la ventanilla (siempre tuya por supuesto) y ajustar la mesita de enfrente. El deleite de verte tratando de comprender ese sistema en el cual hay que empujar hacia atrás con la espalda al tiempo que pulsamos el botón en el posa-brazos para poder reclinar la butaca. Darte detalles acerca de ese otro sobrecito de polvo blanco que no es azúcar y se llama crema para el café. También pude imaginar largamente, más bien recordar, cómo sostienes mi cara entre tus manos pequeñas y hurgas distraídamente con los dedos entre mi barba. Un premio por prestarte atención y mirarnos directo a la cara cuando hablamos de todas esas maravillas en miniatura. Sin importar que esa atención tuya decline invariablemente hacia la conclusión de siempre, en la que me dices cuánto te gustan mis bigotes de gato.

La hora de comer
Tuve una vianda. Rellena de pollo y arroz. No estaba repleta, pero era muy feliz porque la cantidad era siempre suficiente. Nunca me cansaré de agradecerte por cómo cuidaste de nosotros. Esos días afortunados, en tres lugares distintos, tres viandas muy parecidas se abrían y la palabra gracias se dibujaba en nuestros rostros. Tres rostros satisfechos que en poco tiempo cerrarían tres viandas vacías y sucias. Nunca pude imaginar cómo serían nuestros manteles o el lugar exacto que cada uno elegiría para comer. Ni siquiera si alguno se tomaría el tiempo de recoger con los dedos, uno a uno lo granos de arroz restantes para no dejar desechos. Yo al menos, elegía siempre un lugar apartado, casi escondido. Donde no resultara inconveniente mi presencia u ofensivo el contenido de mi vianda. Pero por más que me escondiera o decidiera apartarme, nunca pude dejar de escuchar esas voces pequeñas que jugaban a empujones. Ni tampoco evitar preguntarme si ellos también tenían la suya o si tenían al menos alguien como tú, que pudiera ponerles tanto amor adentro.

Rafael Nieves


lunes, 9 de abril de 2018

Supraconsciencia


Goya
Me gusta llamar Trabajo de Contacto a cierta síntesis particular de experiencias e ideas bajo las cuales me he encontrado sumergido durante ya bastante tiempo. Esta me han permitido proyectarme tanto en el área de la creación como en la formación, entrenamiento y gran parte de los esfuerzos por darle una forma coherente a mis reflexiones. Estas prácticas se han constituido en un hervidero constante de preguntas, cuyas respuestas no siempre ebullen de manera totalmente acabada, ni mucho menos se transforman en axiomas o reglas que tiendan a una suerte de generalidad uniforme. Muchas veces estos vislumbramientos se dan en un ámbito tan íntimo que a tanto a mí como a mis compañeros de faena (muchos ocasionales, pero algunos pocos muy obstinadamente persistentes como yo), nos cuesta muchísimo exponer con palabras que sintamos adecuadas. De hecho hemos llegado a insinuar que es muy posible que estos hallazgos no tengan nombre, que probablemente no valga la pena colocárselo para no correr el riesgo de empobrecer la experiencia. Algunos días se asoma la idea de que estas respuestas que nos devuelve el cuerpo, son en verdad percepciones, sensaciones que antes de dejarse nominar, preferirían huir de nosotros. Abandonarnos por siempre. Es entonces ahí cuando surge la posibilidad de preguntarse acerca de qué es lo realmente importante, cuál es el enfoque indicado desde el cual sería posible aprehender aunque sea muy esquivamente el fenómeno y poder seguir siendo parte de él. Porque más allá de la forma en que cada cual vive su respuesta, independientemente de lo que cada uno pueda guardar para sí de la experiencia, está la necesidad de poder reproducir las condiciones para que esto ocurra de nuevo. La pregunta entonces podría ser ¿Cuáles son las vías a través de las cuales es posible crear las condiciones adecuadas para la vivencia de una experiencia que podíamos considerar como de Consciencia Sensorial Extendida desde las cualidades del tocar?

Mi respuesta es: El Trabajo de Contacto. Más que una fórmula mágica o algún tipo de compendio de ejercicios instrumentalizados para caer en trance, estoy inclinado a creer que se trata de una síntesis de disfrute y uso creativo de la imaginación sensorial. Y como es de esperarse, toca decir que sólo es posible reconocer enteramente de qué se trata a través de su práctica, de lo contrario quedaríamos limitados a una muy regular exposición de mi parte, de lo que debería ser un universo bastante variado de vivencias que se corresponden a la experiencia íntima de cada quien. Entonces por este medio solo resta asomarse a la intimidad de quien narra y se permite un acercamiento a esta vasta zona de penumbras, usando lo mejor que puede las pocas herramientas funcionales y por demás condicionantes que humildemente posee.

Mucho más cercano que la pretensión de generar una categoría, el nombre Trabajo de Contacto intenta (muy ingenuamente por cierto) mantener un vínculo con esa área tan conocida dentro del ámbito de la Danza Contemporánea como es la Improvisación de Contacto. En un esfuerzo bastante temerario he pretendido insinuar que aunque la improvisación como herramienta es fundamental en el ejercicio de esta forma de exploración, no lo es como punto focal o esencial. En el Trabajo de Contacto casi todo el tiempo se improvisa, pero no es una improvisación lo que se persigue como resultado final del contacto. Desde una noción más amplia el concepto de Trabajo nos coloca bajo la perspectiva de generar algo. Aunque producir en sí mismo tampoco es una respuesta, al menos deja por sentado que la intensión es extenderse un poco más allá de la composición de los cuerpos y su funcionalidad coreográfica. La producción que nos interesa aquí, no está reñida con la destreza en sí misma, sino que intenta proyectarse por encima de lo que representa simplemente el Baile. Hanni Ossott dixit. No se trata de arrebatar lo que de virtuoso y muy esforzado adquiere el cuerpo del bailarín con la práctica. No se trata de perder lo que de Baile tiene la Danza. Sino dedicarse a construir vías para la producción de un estado de consciencia extendido. Un acercamiento a otra forma de entender el universo desde lo corporal, otro cosmos. Otro espacio que se agranda y se disuelve ante el cuerpo suelto en percepción. Gigantes, los danzantes que tocan extienden sus redes por todo lo sentido, intuyendo otras posibilidades. Creando otros mundos. Entonces el Trabajo bajo la perspectiva del Trabajo de Contacto, es cuerpo queriendo ser otra cosa. Labrándose otra oportunidad de ser. Obrando un estado de Supraconsciencia. Entender la idea de Contacto aquí, es asumirlo como instrumento para ampliar esa consciencia por medio de la percepción sensible. Consciencia entendida como consciencia de mundo. Bajo la concreción del cuerpo en relación a todo lo que toca, los otros danzantes, los objetos, el piso, el aire, incluso el roce de su propia ropa o su propio cuerpo. Reconociendo que cada universo sensitivo personal se encuentra moldeado, posee hábitos y genera su propia representación a la que le asigna sentido. Y eso, para bien o para mal, más que entender es sentir. Y muy posiblemente nos deje mucho más cerca de nociones como intuir o imaginar. Y es de allí, desde ese lugar privilegiado, donde se accede a la Danza como experiencia de lo que tiene de posible el cuerpo para la expresión y el arte.

Constituirse desde esta experiencia nos acerca a la vida. Nos ofrece la posibilidad de retribuirle a nuestro entorno la multiplicidad de frecuencias en las que ésta se nos manifiesta. Nos enajena de la posibilidad de perdernos vacíos, errantes, porque la gama de sensaciones posibles que se desprenden de esa Consciencia Extendida de Cuerpo nos acercan a un conocimiento distinto del mundo. La expresión de una extremidad deviene poética. El torso se materializa en una dimensión donde la relación entre los extremos de nuestra columna son metáfora cambiante. La cabeza: astro. Nuestros pies, llamas flameantes. Nuestras manos agua, cielo, rayo. Espalda, frontera. Pecho: cobijo, casa, abrigo. Nuestros dedos, cosas sin nombre. Codos y rodillas, veredas; los muslos: campo. Cuello: mar.

Sólo somos por la gracia del otro. Cuando nos toca, nos hace y en ese instante tenemos más, y nos reconocemos como uno. Somos mejores, más bellos. Nos volvemos metáfora de deseo, de miedo, de sorpresa o de recuerdo. Nada peor que no ser tocado. Porque no nos sabemos, y nos creemos solos, y nos preguntamos ¿Qué es este piso? ¿Quién este techo? ¿Por qué tantas paredes?
Rafael Nieves

lunes, 19 de marzo de 2018

Perderse



Me gusta pensar que puedo encontrarme. Que tengo formas variadas de acercarme a mí mismo. Tratar de entenderme de maneras distintas. Como si dependiendo del enfoque pudiera considerarme alguien diferente. Pudiendo cada uno de mis pedazos formar parte del rompecabezas que soy. Incluso estando seguro que algunas de mis piezas se encuentran regadas por el suelo. Perdidas debajo de los muebles que antes eran blancos y tapizamos de negro. Con las puntas mordidas por mis loros o alguno de los hámster que siempre han tenido nombre de mujer. E incluso algunas partes, ya extraviadas definitivamente. Caídas por el balcón en algún arrebato de rabia, en cuyo caso puedes verlas si te asomas (ya descoloridas de tanto llevar sol), sobre el techo del vecino de abajo. Tiradas al bajante bajo alguna pulsión de limpieza, confundidas con otros retazos de cosas ya rotas y desechas. Húmedas, escurridas y vueltas a mojar en la lavadora, junto a la ropa de la danza que tanto se suda y se descompone. Sembradas, enmohecidas, putrefactas dentro del compós o los materos. Quizás alguna, seca, deshidratada, con la piel pegada al hueso como la pequeña lagartija que salió hecha fósil del estuche viejo de herramientas. Otra, enchumbada, caída en el inodoro, cual fantasía improbable de cepillo dental cualquiera. Atravesada, envuelta en cabellos y vellos púbicos, aglutinando desechos aborrecibles en el desagüe de la bañera. Oculta, mullida entre la lencería que guardamos para algún día que no supimos hasta que nos tuvimos que ir. Ágil, escurridiza, veloz, escapando desapercibida entre nuestros dedos cuando registramos impunemente la gaveta de los ganchos de pelo, entre sortijas, pulseras, collares, pinturas de uña, algodón suelto y lápices mongol. Ilustrada y muy interesante entre dos tomos de poesía venezolana contemporánea repetidos porque uno era para regalo. Detrás del vestuario de la obra aquella que tanto nos gustaba y que dejamos casi a mano esperando que saliera una última función o quién sabe, tal vez un remontaje. Cómoda, agazapada debajo de la cama donde nadie sabe cómo llegó porque hace años le quitamos las patas al box. Distraída entre los discos viejos, esperando otra vez esa canción, ignorante de la llegada del formato digital y el mp3. Inservible, tragada y regurgitada por mi perra, en un momento de ansiedad extrema. Divertida, confundida entre colores en la cesta de juguetes de la niña. Entre los retazos de tela sobrantes que alguna vez pudieron ser algo. Entre la multitud de papeles almacenados de cualquier manera en la peinadora o entre los muy organizados que están en los archivadores de acordeón. Detrás de los estuches de bandola, envuelta en motas de polvo y chiripas muertas. En los peroles del bañito. En la camita de Bazuka. Detrás de todos los comestibles y tazas y platos de los estantes. En un par de palabras mal dichas. Entre dos momentos muy malos. En alguna cosa que no debí haber hecho. En medio del bosque de frascos semi-llenos que habitan sobre la peinadora. O muy posiblemente en la maleta vieja, esperando desde hace tiempo que llegara el resto, amargada y solitaria porque sabe que le va a tocar en algún momento, ir a perderse en otra parte.
Rafael Nieves