Hija
La vida está en otra parte.
Donde tú y yo nos encontramos. Y donde amar es tu nombre disfrazado de brisa
fresca y hojas secas por el sol.
De
regreso
Con nuestra amiga devolví
algunas cosas que no me parecieron imprescindibles. Un pedal de música y unas
cartas que tenía para vender. Una pelota con la que quería retomar el acto de
malabar y un libro de ética que sí me dolió un poco. También unos discos y unos
libros que llevaba como regalo. Un pañito azul, una franela gris y una correa
negra. Lo demás no lo recuerdo y la verdad nada es tan importante. Por un
momento tuve entre las manos los libros de Bachelard y esos botines de gamuza
que tanto me gustan. Nuestra amiga me convenció afortunadamente de ponerme las
dos chaquetas. Los zapatos los puse en el bolso de mano, el cual quedó
endemoniadamente pesado, y seguí abrazando todo el camino una bolsita plástica
con los libros, incluyendo ese otro tan querido que me regalaste en mi
cumpleaños. Olvidaba decir que también tuve que devolver mi pantalón de cuero
negro. Lo cual es una lástima porque hubiese regresado conmigo al sitio de
donde lo traje. Esto me hizo pensar que todo siempre regresa, aunque tal vez
este no era el momento oportuno.
Volando
Sentado entre las nubes pude
pensar en todas esas cosas que te gustan. Recordé por ejemplo cómo te gusta que
te explique cada pequeña cosa. Cosas sencillas como cerrar la ventanilla (siempre
tuya por supuesto) y ajustar la mesita de enfrente. El deleite de verte
tratando de comprender ese sistema en el cual hay que empujar hacia atrás con
la espalda al tiempo que pulsamos el botón en el posa-brazos para poder
reclinar la butaca. Darte detalles acerca de ese otro sobrecito de polvo blanco
que no es azúcar y se llama crema para el
café. También pude imaginar largamente, más bien recordar, cómo sostienes
mi cara entre tus manos pequeñas y hurgas distraídamente con los dedos entre mi
barba. Un premio por prestarte atención y mirarnos directo a la cara cuando hablamos
de todas esas maravillas en miniatura. Sin importar que esa atención tuya decline
invariablemente hacia la conclusión de siempre, en la que me dices cuánto te
gustan mis bigotes de gato.
La
hora de comer
Tuve una vianda. Rellena de pollo
y arroz. No estaba repleta, pero era muy feliz porque la cantidad era siempre suficiente.
Nunca me cansaré de agradecerte por cómo cuidaste de nosotros. Esos días afortunados,
en tres lugares distintos, tres viandas muy parecidas se abrían y la palabra
gracias se dibujaba en nuestros rostros. Tres rostros satisfechos que en poco
tiempo cerrarían tres viandas vacías y sucias. Nunca pude imaginar cómo serían
nuestros manteles o el lugar exacto que cada uno elegiría para comer. Ni
siquiera si alguno se tomaría el tiempo de recoger con los dedos, uno a uno lo granos
de arroz restantes para no dejar desechos. Yo al menos, elegía siempre un lugar
apartado, casi escondido. Donde no resultara inconveniente mi presencia u
ofensivo el contenido de mi vianda. Pero por más que me escondiera o decidiera
apartarme, nunca pude dejar de escuchar esas voces pequeñas que jugaban a
empujones. Ni tampoco evitar preguntarme si ellos también tenían la suya o si tenían
al menos alguien como tú, que pudiera ponerles tanto amor adentro.
Rafael Nieves