lunes, 12 de diciembre de 2016

Arrebato

A veces me pierdo. Me voy. Ando como llevado, en una suerte de rapto. Por un rato, dejo de saber de mí.

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Algunos me han comentado, que cada vez que danzamos pareciese que entramos en trance. Como en estado de arrebato. He buscado la forma de entender este suceso, pero casi nunca he podido explicarlo con propiedad. Aunque cada vez puedo describirlo mejor. No sé decir con palabras qué nos sucede. En principio porque pienso que eso, siempre es mejor responderlo con lo que hacemos.

Pero he estado trabajando en ello.

Esencialmente ocurre cuando acontece la danza. Esto es, cuando solo o en compañía me lanzó al encuentro de lo otro. A la construcción desconocida de la obra, con o sin estructura previa. Para alguien ajeno, podría parecer algo fortuito, como sin esfuerzo. Y cómo no, lograr que esto ocurra es lo que realmente buscamos. Algo así como ocultar el esfuerzo. Pero no sólo del testigo-espectador, sino también de nosotros mismos. La idea es perdernos juntos y disfrutar el retorno. ¿A qué tributa entonces el esfuerzo real? Pues, yo creo que a llegar lo más lejos posible. A conocer lo más alto y lo más hondo. La idea es completarse. La preparación para esto es minuciosa, dedicada. Vamos tomados de las manos como para no perdernos, y para ayudar a levantarnos. Crear, en este sentido está más relacionado con vivir una experiencia, que con demostrar o convencer.

La danza como experiencia no está relacionada estrictamente con el desarrollo corporal expresivo. Esa es una de las nociones que tributan al todo. La función de los creadores gira más bien, en torno a posibilitar el evento. Desde esta perspectiva todo importa, pero lo fundamental son los intérpretes creadores y los espectadores participantes, que con el simple gesto de su presencia hacen posible la noción de obra. Como lectores y autores, ambos creadores. En ellos se completa el evento.

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Visto así, los participantes desde sus múltiples roles de creadores - espectadores - lectores - autores, generan y reciben constantemente los efectos de la experiencia. La obra ocurre cada vez que sus elementos logran congregarse. Como amantes que se completan cada vez juntos. Entonces el espectador - participante, en su rol de lector activo, suma su fuerza e interés al desarrollo de la obra. Ineludiblemente, se es parte incluso sin desearlo.

Desde esta noción, la interpretación no se limita al desarrollo de unas posibilidades convenidas previamente durante el proceso de definición de la obra. Podría decirse que cada acontecimiento es un proceso de creación en sí mismo y a su vez parte del devenir de una obra; esta a su vez ocupa un espacio en la constitución de vida de cada participante, sin distinción de rol. La experiencias nos marcan. Dejan huellas. Nunca seremos los mismos. Mucho menos después de la danza. En cualquiera de sus múltiples dimensiones.

Entonces más que interpretación, podríamos hablar de experiencia, de vida movilizada.

Importante es pensar cuándo ésta deja de ocurrir en nosotros, si es que eso llegase a pasar. ¿Podemos dejar la danza o es ella la que nos abandona? O la que nos encuentra y nos toma por asalto, como un rapto de viejos amantes encontrados a destiempo.

Me gusta generar la posibilidad de la danza, concertar a los creadores intérpretes, participar activamente en la construcción de una guía de ruta para lograr un desenlace, posibilitar la reincidencia, disfrutar del acontecimiento como participante pleno. Reinventarme cada vez, como una forma de ofrenda.

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Y después, me dejo ir. Arrastrado en arrebato. Perseguido por la fascinación de cada encuentro. Vago desnudo ante los otros, paseo por infinitos pasillos sin forma, tomo lo que no es mío y lo devuelvo cubierto en oro, sucumbo al miedo, y lluevo y agito y muero, y vuelvo a recomponerme, soy viento. Luego finalmente, busco una vía de escape. Un retorno en medio del rapto y las lágrimas y la risa. Golpeado, caído, besado, abrazado. Solo, con otros, muchos, pocos, pero sabiendo que durante el evento, soy uno más y soy más que uno. Y que para encontrar una salida, tengo que ganarme la confianza de todos. Uno a uno, cada vez. Para llegar juntos. Y otra vez, conquistar un nuevo comienzo.

 Rafael Nieves


lunes, 5 de diciembre de 2016

En la carretera III

I. La niña con el ojo de vidrio

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El autobús venía casi entrando a Valencia. La velocidad era la misma de siempre. Mismas curvas, mismas maniobras. La carretera, el sopor de la tardecita y el café con sol que siempre tengo en el termo. El bus tiene su aceite, tengo lleno el tanque y los pasajeros duermen como cochinos. Pronto haremos una parada. Nunca está demás hacer paradas para que coman. Y para que no te enchumben el baño y te lo dejen puerco. Todavía quedan unas cuatro horas y media para completar la ruta. Todo en orden, todo andando. Pero hoy es especial. ¿Tú ves esa muchachita de cinco años que viene aquí a mi lado, en las piernas de su mamá? ¿El orgullo con que me mira? Me hace sentir capitán de barco. Cuando me dice papi, quiero pararme en todas las alcabalas para comprarle un helado. La verdad es que está prohibido que vengan pasajeros en la cabina delantera, junto al conductor, pero como perderse esa carita emocionada admirando su capitán de transporte de lujo. Aire, baño y televisor, na'guará. Aunque ya hace tiempo que no ponemos películas. No es para confiarse, pero seguro que va a ser una niña bella y orgullosa de este viejo conductor de ruta larga.

Lástima la gandola esa. La que se nos atravesó llegando a Valencia. La vida me pasó ante los ojos. Imaginé todo ese cargamento de cabillas acribillando la carrocería, como lanzas de guerra. Menos mal que pude maniobrar a tiempo. Sólo se partió el parabrisas delantero. Qué tristeza que a mi niña tan chiquita, le cayera todo el vidrio en la cara. Perdió su ojito derecho. Como lloramos. Ella sigue siendo bonita. Se le curaron los rasguños, pero ahora tiene que usar un ojito de vidrio.

II. El conductor desconocido

Hay un momento cuando ya estás en tu asiento, tu maleta está guardada y el bus aunque está encendido no se mueve. Sigues en el terminal. Generalmente, la atención se divide entre los vendedores ambulantes y la persona encargada de cobrar o en su defecto recoger los boletos que verifican que ya pagaste. Es una especie de no-momento dónde estás de viaje, pero aun no. Si ese instante se alarga, justo ahí, es el momento perfecto para una representación.

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El personaje que nos abordo esa vez, estaba vestido de camisa blanca y corbata como los conductores de línea. Llevaba además un carnet colgado que lo acreditaba como tal y que mostró a dos o tres personas que estaban cerca de él. Durante unos minutos bastante confusos para todos, captó nuestra atención indicándonos las normas de comportamiento durante el viaje. Cosas como el uso del baño, mantener cerradas las cortinas debido a los incidentes en la carretera y el uso de las normas de cortesía durante el trayecto. Aunque un poco exagerado, uno puede llegar a sentirse complacido de encontrarse a gente tan atenta y educada en una línea barata de autobuses de terminal.

Lo que realmente nos atrapó fue el desarrollo del por qué no sería él el conductor de turno. Nos contó muy conmovido un episodio trágico relacionado con su unidad, una gandola de cabillas y el ojito de vidrio que necesitaba su niña, que aun estaba en el hospital. Luego, como era de esperar, nos solicitó una colaboración en efectivo para poder mandar a traer el ojo de afuera del país. Estábamos conmovidos. Y nos dispusimos a sacar la cartera. Ese sentimiento de conmoción general, sólo se vio empañado por la sugerencia que el amigo conductor desconocido nos hizo acerca de una tarifa de quinientos bolívares como mínimo. También era un poco raro que a medida que iba recibiendo aportes, pedía aplausos para los que habían dado los quinientos completos. Yo no sé si le creí. Lo que sí no me gustó, fue que no me dio las gracias porque le di solo cien bolívares.

Más tarde y con mucha carretera adelantada, nos enteramos por voz de los pasajeros que viajaban en el fondo del bus, que el recolector estaba cerca de ellos y les soltó que ese tipo no le gustaba, porque en sus cuentos siempre mataba algún familiar. Aunque algunos lo llamaron estafador, a mí me parece que se ganó sus cien bolívares y además me da un fresquito que lo de la niña y su ojo de vidrio, sea sólo un invento.

III. La llegada

Valentina

Hola, soy ese personaje que se traslada aparatosamente con su equipaje en medio de la gente que va al trabajo o sale de la escuela. Esta parte si me gusta. Ya no tengo apuro. Estoy al otro extremo de la carretera. Medio país más lejos. Y aunque no me sé la dirección exacta o el nombre de la calle, puedo sentir que estoy muy cerca. 

lunes, 28 de noviembre de 2016

En la carretera II

I. Terminal

Hola, soy ese personaje en el que casi nadie piensa y que tiene pasar la noche en un terminal público de pasajeros, de una capital, de un estado cualquiera.

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Perdonen, pero necesito insistir en que no me gusta, ni quiero estar aquí. Abrazando mis cosas. Sépase que no tengo la culpa de haber llegado tarde y ni tampoco soy responsable de que el próximo autobús salga mañana. Antes de empezar a criticar, tendríamos que comprender por ejemplo, que si todo hubiese ocurrido como se planificó originalmente, la cantidad de equipaje sería lo de menos. Algo así como montar las maletas al taxi en la mañanita; del taxi a la cola de embarque; de ahí irlas arrimando hasta ponerlas en el maletero del bus y que te entreguen tu comprobante, que significa que te lo van a devolver entero; esperar que lo hagan cuando llegas, tal vez después de algunos empujoncitos inofensivos con otros pasajeros; arrastrarlas de nuevo al taxi y listo frente a tu hospedaje, medio país más allá.

Pero ahora es diferente. En una situación como ésta, comer, ir al baño o averiguar otra alternativa de transporte, implica un alto grado de planificación y concentración de esfuerzo. Una dosificación energética. Entre otras cosas, la contingencia hace que te limites en la cantidad y la calidad de sólidos y líquidos que ingieres. La escala te permite consumir lo suficiente para mantenerte vivo, pero no tanto como para tener que necesitar el baño. El estado de alerta también juega un rol importante. El incremento de la desconfianza, siempre es discretamente superior al índice de criminalidad y nuestra percepción de seguridad. Ya que como es natural en una situación como esa, no somos los únicos pobladores de la noche.

Esto me lleva a pensar que si supero algunos prejuicios hacía los locos, borrachos, perros sucios y predicadores, es posible imaginarme que estoy acampando, y disfrutar de una aventura entre el olor a orine, las colillas de cigarros y un montón de butacas rotas.

II. La tía Cucha

Afortunadamente, la última etapa del largo viaje que me depositó lejos de mi casa y aun lejos de mi llegadero, no transcurrió con la abulia típica de los que tienen todo resuelto.

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Las vicisitudes del viaje, revelaron la posibilidad catártica del intercambio entre pasajeros. Accidentes, retrasos y acontecimientos extraordinarios hacen lo suyo y la gente empieza a hablar entre ella. Se quiebran los formalismos y se establecen espacios de confianza cómplice. Así conocí a la tía Cucha que junto a su familia se desplazaba desde El Callao hasta Mérida para asistir al matrimonio de una sobrina. Ya llegando a Barinas compartió conmigo la preocupación de sabernos tarde para subir al último transporte que podía llevarnos hasta Mérida.

Ellos eran cuatro, Cucha y su hermana pasaban fácil los cincuenta; y dos sobrinos, chico y chica que no llegaban a treinta. Juntos hacían más bulla y ocupaban más espacio, que cualquiera de los otros. Así que me adoptaron y terminamos conformando junto a otras cinco personas, un grupo de esperanzados que durante aproximadamente cuatro horas, esperamos que llegara alguien que quisiera devolverse con nosotros hacia Mérida.

El lugar del terminal de Barinas desde donde salen esos buses, está a un costado. Lo cual lo hace relativamente cómodo, por no tener que esperar junto con las personas que salen y entran de otros transportes, que van y vienen de otros sitios. Pero también lo hace un lugar apartado y solitario. Y eso a las 11pm no luce tan cómodo. De manera que nos agrupamos. Y tomamos café.

Si me preguntan por un personaje con el que me identifico de esta historia, yo digo: Cucha. Me explico. Cucha representaba esa posibilidad que cualquiera desea en un momento de presión. No la tolerancia y comprensión benevolente. No la toma acertada de decisiones sesuda y reflexiva. No la motivación todoterreno que ennoblece. No. Cucha no se guardaba nada. Cada vez que abría la boca reflejaba su malestar diciendo groserías, quejándose y dejando saber que ni siquiera quería tanto a la sobrina que se casaba. En algunos momentos amenazaba con subirse a un autobús que fuera para oriente, porque ella si tenía familia en Barcelona.

Los sobrinos al parecer se habían propuesto mantener activas a su mamá y su tía. La mamá era equilibrada y seria. Los hijos vitalidad y humor. Cucha estaba simplemente arrecha. El juego consistía en los hijos haciendo chistes y metiéndose con la tía; la mamá respirando y llamándolos a capitulo; y Cucha insultándolos y diciendo vulgaridades. Aunque parezca difícil de creer, esto pudo prolongarse durante las cuatro horas que decidimos esperar. Ya cuando al final, los diez rezagados debatíamos si acampar juntos en medio del terminal o averiguar el precio de las habitaciones en los hotelitos de la acera de enfrente, la mamá se había dado por vencida; Cucha frustrada, aguantaba con resignación; y los hijos la seguían molestando. Hasta que tuve que soltar, con la amabilidad que me caracateriza -¡Coño muchachos, dejen tranquila a Cucha!

III. Sin aire y sin tv

Si a estas alturas alguien espera que me queje de las bondades del hotel El Palacio, que queda frente al terminal de pasajeros de la ciudad de Barinas, no ha entendido nada o realmente me considera un verdadero mal agradecido.

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Para iniciar, aclaro que el hotel tenía habitaciones con aire acondicionado y televisor, pero eran más costosas. Me facilitaron un jabón y papel higiénico, lo cual es un lujo después de todo un día de viaje. También me dieron una jarra de plástico, que llené yo mismo con un botellón de agua fría que estaba en una nevera al lado de la recepción. Pude pagar con tarjeta de débito de mi banco, sin problema. Una vez en el cuarto la habitación no sólo contaba con el cerrojo de la puerta, sino que tenía un pasador extra, lo cual me dio una sensación extra de seguridad. Había agua en la regadera. La cama era cómoda, aunque menos mal no tuve que arroparme por el calor que hacía, ya que me daba mala espina la cobija. No puedo negar que me hizo gracia la jaula vacía donde en algún momento hubo un televisor y el mensaje de "te amo por siempre", escrito con marcador detrás de la puerta. Pero eso se vio compensado con la confesión que me hizo la señora de la recepción. Una vez que pagué, me dijo bajito que el aire si servía, pero no enfriaba. - Echa aire como un ventilador- me dijo. Que tanto importa todo, si a las cuatro de la madrugada regreso a la carretera- pensé.  Lo único malo fue que no me quiso dar una toalla. Ojalá no se haya molestado porque me sequé con la funda de la almohada. Igual se la dejé tendida para que se secara. Uno nunca sabe si la carretera lo trae de regreso.
Rafael Nieves

lunes, 21 de noviembre de 2016

En la carretera

I. No lugar

Hola, soy ese personaje que todos hemos visto, parado con su maleta a un lado de la carretera cuando vamos de viaje.

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Solo como para que nos entendamos, me siento en el deber de aclarar que no me gusta, ni quiero estar aquí. Y cuando digo aquí es, en medio de la nada. Con mi equipaje en una zanja y bajo el sol intenso de las 9:30 am en la Autopista Regional del Centro. También es importante que sepas que aunque estoy mirando hacia los carros que pasan, no me da tiempo, ni me interesa enterarme de lo que pasa dentro, o si me viste o si no. Estoy  concentrado invocando un nuevo bus que me saque de esta especie de No-lugar, que es donde siempre se accidentan los transportes que van de una ciudad grande a otra. Y no, no tengo el super poder de saber que estoy muy cerquita de ese desvío hacía La Victoria que está más adelante. Solo para que sepas, en este ahora en el que me pienso, somos yo; mi maleta que iba cómoda en la parte trasera del Encava; mi bandola en su estuche abrazable y un bolsito terciao bastante recargado con mis cosas de valor.

Otra cosa. Somos muchos, es cierto. Pero aunque nos ves junticos, no nos conocemos. O al menos yo no conozco a nadie. Porque se suponía que llegaría a Barinas en ocho horas y en ese tiempo, si acaso le dirigiría la palabra tres veces (máximo) al que tenía al lado. Y eso porque soy un tipo educado.

II. San Rafael de Onoto

Los misterios de cómo logramos que nos devolvieran el valor total del boleto, cómo subí con el último grupo de rezagados al tercer bus que iba en dirección a Valencia y finalmente cómo logré abordar a las 12:30 un transporte a Barinas, tendrán que ser revelados bajo otras circunstancias. Lo que ahora me ocupa es esa otredad fantástica que son las paradas intermedias de las rutas largas cuando viajas en autobús.

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Perdonen mi ignorancia, pero para este yo que transita del aire acondicionado opresivo del bus, al sopor caliente del llano, San Rafael de Onoto queda lejos de todo. En principio es necesario comprender que para cualquier ser como yo, criado en apartamento pero que intuye otra realidad posible, esto es otro planeta. Es como una ficción maravillosa. Y pienso que algo así deberían evocar los pasajitos en bandola. Si me preguntas dónde queda eso, tendría que responder algo como que si ya te alejaste bastante de Valencia y te falta mucho para llegar a Guanare, bueno, por ahí.

Lo mágico de estar aquí es recuperar la fe en que llegarás a Barinas antes de las 7pm, que es cuando sale el último bus hacia Mérida. Esa confianza te permite plantearte un acercamiento distinto a tus compañeros de periplo.

Así que en San Rafael de Onoto intento hacer una síntesis de mis compañeros originales. Recuerdo, que al tercer bus de rescate, subimos seis sobrevivientes. Una señora muy seria que necesitó ayuda para trasladar sus paquetes; una muchachita silenciosa con cara de susto y excesivo maquillaje; una pareja joven con teléfonos inteligentes y uniforme de empresa; un amigo de más de cuarenta que hablaba todo el tiempo, haciendo chistes con marcado acento andino; y yo.

La pareja desapareció al llegar a Valencia. Supusimos que fueron rescatados. Los otros cuatro subimos juntos al único transporte que conseguimos para Barinas. Durante la espera en el terminal hubo como una suerte de reconocimiento solidario. Pusimos nuestros equipajes juntos; los cuidamos por turnos para poder ir al baño; y al subir nos dividimos las tareas de apartar los puestos y asegurar nuestro equipaje en el maletero.

A mí me tocó viajar con la señora Beatriz, que así se llama. Al principio hicimos silencio, pero ya después afloró en ella el instinto y comenzó a darme comida. También me contó que venía de Bogotá, de visitar a una hermana. Que pasó por Caracas a ver a su hijo y su nieta. Y que había llegado al país en el 68. Que en algún momento pensó volver a su tierra, pero descubrió en este viaje que no le gustaba el clima. Así que apenas pudo se vino de regreso a su casa en el llano. Yo en agradecimiento le compré un dulce en San Rafael de Onoto. Me lo vendió una mulata bonita que me preguntó si era chamán, brujo o espiritista.

III. Jesús y Daniela

Jesús es de esos tipos ocurrentes. Confieso que al principio me cayó mal. Opinaba de todo y quería todos estuviéramos al tanto. Pero después de varias horas, me di cuenta que de no haber sido por él hubiésemos estado de mal humor durante todo día.

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Daniela es una chica bonita pero no tanto. Yo digo que tiene ese encanto ingenuo de la adolescencia. Se nota que el verse sometida al estrés prolongado de este viaje incómodo, le hizo integrarse, casi ajuro, a este pequeño grupo de desconocidos que la hizo sentir segura.

Jesús como buen resabiado, sabe que tiene que hablar conmigo para hacer grupo durante lo que dure la contingencia. Así es que me entero que es colombiano y que su viaje no para sino hasta llegar a Cúcuta. Que está acostumbrado al trajín y que conoce el trayecto mejor que el resto de nosotros.

Daniela me ve regalarle un dulce a la señora Beatriz y decide dirigirme la palabra. Así me entero que este fue su primer viaje a Caracas. Que viajó sola. Que se quedó en casa de un amigo que vive en la avenida Fuerzas Armadas y que todavía es menor de edad.

Jesús habló mucho durante todo el día, pero realmente sabemos muy poco de él. Daniela habló muy poco, pero sabemos hasta el nombre de su mamá.

Ellos iban sentados juntos. Detrás de nosotros. Siete horas tardamos en llegar. No sé por qué. La mitad de ese tiempo Jesús no paró de hacer chistes acerca de llegar con Daniela a su casa. Que le dijera a su mamá que montara dos arepas más. Ella, tímida, respondía con una ingenuidad bárbara. Ya casi llegando a Barinas se presentaron formalmente. Así fue que supe sus nombres.

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El de la señora Beatriz lo leí en el listín de pasajeros. Me imagino que se dieron la mano. Aunque eso no lo sé. Porque no quise voltear. Ya estaba preocupado. Eran más de las 7pm. Seguramente ya había partido el último bus hacia Mérida y tendría que dormir en Barinas. Pero esa ya es una historia de hoteles y de sábanas curtidas.

Rafael Nieves

lunes, 14 de noviembre de 2016

Bajando

La primera vez que bajé de la montaña, venía solo y ya era muy tarde. No había un alma. Y hacía frío aunque yo ya no lo sentía.

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La luna grande da una luz redonda, que deja que uno vea poco pero suficiente. Lo más importante es no meterse por el monte tupido porque te pierdes. También te pierdes si te pones a ver cosas que no son, y que se te aparecen a cada rato cuando andas solo por ese monte. La gente cree que la soledad trae silencio. Pero aquí uno nunca está solo. Después de un rato te das cuenta de la bulla que hacen todos esos animalitos. Si dejas de pensar en cosas que dan miedo, empiezas a imaginarte como son todos esos bichitos que hacen tanto ruido. Como el camino es uno solo, está difícil perderse. Sobre todo si se va de regreso. Siempre para abajo. Además, lo reconoces porque la tierra está aplastada por donde suben la gente y los burros. Unos años después voy a ir con el viejo a visitar a un señor, que para llegar a su casa si hay que echar machete. Y me voy a quedar loco porque es una casa sin calle. Vive rodeado de maíz. Pero ahorita voy pendiente, porque hay una parte en que ya uno camina es por la cuenca que deja el rio cuando esta bajito. Es como estar en un canal por donde corren hacia abajo un montón de chorritos. Esa parte es fácil. Difícil es saber dónde está la zanja por la que uno se tiene que meter si no quiere pasar de largo el camino para la casa. Yo la reconozco porque si vas bajando, justo antes, a mano derecha te vas a encontrar el pozo de la novia, que es donde las mujeres le prenden velas a los santos para que les consigan marido. Se ve que después vienen y le ofrendan el velo o el buqué. Eso está lleno de flores y coronas de tul. Y no da tanto miedo. A menos que te preguntes quién puede haber prendido una vela que todavía sigue encendida a medianoche. Miedo dan son esos velones de colores que te encuentras solos en cualquier nicho del río y que tienen una foto o una ropa. Yo nunca me acerco porque no me gusta cómo se mueven con la candelita las caras de las fotos. Por aquí voy a pasar un poco de años después, con la mula de mi abuelo y todavía habrán velas prendidas.

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Aquí está la zanja, listo. Todavía me falta pero ya llegué al camino de piedras, que si lo lleva a uno hasta el pueblo. Claro que hay que caminar mucho para llegar a la bodega donde venden las acemitas, el chimó y los refrescos. Pero eso no me preocupa porque yo me quedo antes. El camino de piedras hace que no me guste montar bicicleta. Yo no tengo, pero el abuelo tiene una en la casa que era de uno de sus hijos cuando estaba chiquito. Yo ni loco me monto con tanta piedra, pero en la mula sí. Aunque todavía no me dejan montar solo.

Todavía no me dejan, porque tengo 6 años. Y la mula es muy grande y retrechera. Mi abuelo la amarra en el patio de la señora Carmen. Que tiene un fogón y un budare grande. A mí me dan un cuartico de la arepa que es gigante. Con caraota y queso blanco. Y como yo no soy de aquí, el cochino me montó las patas en el pecho y me quitó mi cuartico. Yo lloro. Pero no sé si es por la arepa, por miedo o porque me tumbó el cochino. Mi abuelo me manda levantar las piedras para que vea cuantos bichos salen de ahí después de la lluvia. También me dio un machetico que no corta nada y unas botas para que lo acompañe cada vez que venga de Caracas.

En el camino de piedras me cruzo con una gente vestida de blanco y unas velas. Esos también dan miedo. Andan descalzos, con la cabeza cubierta. Me pregunto si saludaron a los viejos cuando pasaron frente a la casa. Pero para mí que andan rezando.

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Al fin, allá delante se ve la luz de la casita. Pero hay un griterío, y una corredera, y un ruido de carros prendiendo. Trato de apurarme pero no puedo. Es como ir con una única velocidad regular, que traigo desde que comencé a bajar. Igual veo el agite.

Cómo me gusta ayudar a lavar el tanque, que a veces está lleno de sapos. No le digo a nadie pero lo que más me gusta en verdad, es que el tanque y la casa los hizo mi abuelo. Yo lo vi, pero la verdad no lo recuerdo. Eso y que en la entrada hay una mata inmensa de mamón donde viven los murciélagos.

Ahora sí estoy. Pero todos lloran, todos gritan. No me gusta. Eso da más miedo que el monte. Entonces lo veo. El cuerpito flaco que bajaron de la montaña. Y escucho algo de un bautizo en el rio y que lo bañaron desnudo a medianoche. Una complicación respiratoria. Que bajaron como pudieron de la montaña. Que lo van a llevar a un hospital en San Felipe. 

Yo me veo y pienso que mejor me apuro. No vaya a ser que me dejen. Mejor entro en mi cuerpito, porque no me gusta cuando van al pueblo y no me llevan.

Rafael Nieves

lunes, 7 de noviembre de 2016

Un álbum

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Imaginemos que un día de esos que uno no sabe, llegas a mi casa. Apenas estamos abriendo la reja y ya se oye un revoltijo de animales en fiesta. Así que pasas directo a la sala desde donde se ve la cocina, de la cual sólo nos separa el mesón de concreto que me hizo el señor Benjamín. Quiero que sepas que seguramente tendremos algunos minutos de caos. Yo trataré como siempre de seguir hablando y por tu cara sabré que no estás entendiendo nada. Que no te puedes concentrar en mi voz. Durante esos primeros momentos Bazuka no dejará hablar a nadie. El nivel de intensidad de ese momento es solo comparable a estar en una verbena al lado de la corneta. Mientras trato de sacarla de debajo de la cocina, donde se atrinchera para desgarrarnos los oídos, tendrás la posibilidad de sentarte en algunas de las poltronas desde las cuales puedes hacerte una primera idea de mi casa. Desde ahí puedes ver claramente el balcón con su jardín y mi mata de limón; la mesa de escritorio llena de computadoras, libros y juguetes; hasta que al fin te das cuenta que a los ladridos le hacen coro, desde un rincón, una deliciosa y bullanguera parejita de pericos criollos, que además de andar sueltos, también creen que la casa les pertenece.

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En medio de todo esto, oyes una voz y es cuando notas, que desde el piso de la cocina te pregunto si quieres agua. Cuando ya estás respondiendo, estoy pasando frente a ti con una fiera impresionante de un kilo novecientos de peso, que hace más bulla que las cornetas antes referidas. Como ya es casi una norma, disminuyo el paso para que saludes a la chiguagua albina más rabiosa del planeta y te dé tiempo de hacer el comentario ocurrente de costumbre. Ahí te ofrezco café, sin recordar si querías agua y sigo para el cuarto en procura de un poco de paz para todos. Una vez encerrada ya sólo se escucha a lo lejos y sus secuaces Valentina y Joseíto han ido volviendo a la calma de su jaula/parque que-siempre-tiene-la-puerta-abierta, entregados o a la curiosidad o a su sebo eterno.

Como es inevitable para mí, luego de cerrar la puerta del cuarto, me ves pasar hacia el baño que está justo al frente. Y mientras me lavo las manos con la puerta abierta y te vuelvo a preguntar:
- ¿Agua?¿Café?

Ya en ese momento, supiste mi casa. Al menos la intuyes. Distribución e intensidad. Así, sin hablar de los humanos. Sin nadie que tome la foto. Sin nadie que la cuente. Lo demás son las máscaras, instrumentos musicales por todos lados, esa biblioteca desbordante de libros de poesía y por supuesto las bicicletas.

Imaginemos ahora que copiando el viejo estilo, junto al café o agua, también te acerco un álbum de fotos. Porque compadre, si tuviera uno, me gustaría mostrarte algunas fotos.

Para Saberme II


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I. David
Cuando se le ocurrió llevarnos a Holanda, éramos tres. Llegamos arrancando un intenso proceso de ejercitación, en improvisación, crecimiento y frío. Finalizaba noviembre de 2004 y solo queríamos bailar. Durante tres meses conocimos tanto que todavía nos duran las tareas. Comenzando por la comprensión de que el proyecto, justamente, duraba tres meses porque es lo que dura una visa turista. Y no había para más. Ni dinero, ni tiempo. Y fue improvisar para saber con el cuerpo, que la danza se encuentra en quién la desea y construye. Si las tuviera te mostraría la foto de cuando una noche encontré a David en éxtasis, entregado con Hilse al merengue dominicano. Esa es la foto del que se recuerda a sí mismo a través del otro. La del disfrute de los pares que se reconocen. También la foto de cuando cumplí años y David que sabía que ya no me quedaba dinero, me regaló el monociclo que quería. Que por cierto está guardado en el cuarto, donde guardé la fiera. Junto a mi cama. Esa es una foto mía con lágrimas. Hay una de cuando nos enteramos que las regaderas y baños del salón de ensayo eran mixtos. Es decir, hombres y mujeres la usaban al mismo tiempo. Y por cierto, tendría que haber otra de Isabel regalando jabón a los que no usaban y atormentaban nuestro olfato falto de costumbre. También está esa donde salimos los tres andando en bicicleta por Ámsterdam un domingo, sin nada que hacer. Y esa cuando descubrimos en Bruselas, la calle de prostitutas en las vitrinas. Si existiese esa foto, saldríamos en primer plano y en la acera de enfrente las vitrinas con las mujeres semidesnudas, bellas en sus cuartos con cortinas y peinadoras; y en el medio, una mujer musulmana manejando una camioneta familiar, con sus niños pegando brincos en la parte trasera, esperando tranquila que cambiara el semáforo. Pero la más especial, es la foto de David mostrándonos a todos en su sala, una de esas noches frías, su propio álbum. Nos mostró con orgullo una foto de su maestra Hercilia, la cual según nos dijo, lo inició en la danza, en Venezuela.


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II. Eduardo
Cuando Eduardo me trajo de regreso al teatro, ya éramos más. La comprensión que manejaba el maestro de lo teatral, nos alcanzaba. Cabíamos todos. Gracias a él he podido hacer libremente la danza con gente de teatro y el teatro a nutrido mi idea del cuerpo para danzar. Casi al mismo tiempo, me invitó a regresar al IUDET como profesor e iniciamos una relación con él desde nosotros, como creadores. Fueron muchas las veces que conversamos y supe de sus proyectos. Un hombre de posibles. Admito el placer que significaba para mí, subir a la torre de la CTV en Los Caobos, a escucharlo. Siempre salía con un reto desde el cual asumir la creación. Con alguna tarea. Si tuviera esas fotos, tendría que mostrarte una del 2005, donde aparece él entregándome un voluminoso compilado de copias del libro de Las Mil y Una Noche, el cual yo debía leer, seleccionar un cuento y hacer una versión. Todo, en una semana. Y otra foto mía regresando al día siguiente con cara de por favor ayúdeme a elegir uno que yo hago la versión. -Que estrenamos en cinco semanas-. También hay una del día antes del estreno de Fecunda Zona en el 2011, después de ensayo general. En esa sale sacando toda la escenografía de la obra y haciéndome sentar a doña Aura con un atril entre el público. En esa foto salimos Rafa Sequera y yo con cara de adiós a nuestra cocina de bahareque. Hay una sumamente especial, al día siguiente. A la salida del estreno. En esa aparece llevándome aparte aun con el vestuario y diciéndome, al mismo tiempo que se encoge de hombros: -A mi me parece que salió ¿Y a ti?. También hay una donde aparece contento con nosotros en la población de Guayabal, donde hicimos Acto Feroz en el 2005 a la orilla del rio. Tendrían que haber fotos de nosotros cruzando el pueblo entero con el vestuario puesto para llegar a donde estaba el linóleo. Tengo que confesar que en esos tiempos la fiera albina estaba recién llegada y fue con nosotros a Guayabal; los niños la llamaban: Basucal! Basucal! Para ellos era como un juguetico con patas. Imagino muchas fotos de distintos momentos, distintos días, donde me contaba de los planes del Centro Nacional de Teatro. Casi todas en su oficina. Hay una muy especial, donde sale sacando de un estante un álbum con fotografías de un montaje, de los primeros que hizo con el TET. Entre todas me mostraba con orgullo una donde aparece uno de los hermanos mayores de Hilse haciendo de Puck, en su montaje del Sueño de una Noche de Verano. Era una imagen intensa. En ella sale, entre otros, José Luis con un guayuco blanco. Eran puro cuerpo, pura expresión. Era un teatro pobre, pero poderoso. Tanto que sería redundante que yo tratara de explicarlo.

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Vamos a imaginar entonces ese álbum, ese día. Cuando viniste a mi casa. Uno entre muchos. Habitado de recuerdos y gente que queremos. 
Rafael Nieves

lunes, 31 de octubre de 2016

Perdonen la tristeza

Desde este cuerpo mío,
con amor.
fotografía Amilcar Enrique González

I. No puedo dejar de pensar en las veces que la danza me ha salvado de mi mismo.
Podría enumerar un infinito de causas para sentirnos mal.
Y otra infinitud de cosas por las cuales danzar.
Ambos infinitos se tocan.
Celebrar la tristeza con el cuerpo, así como se debería celebrar la muerte.
La partida de los que amamos.
Los ocasos.
La huída del sol.

II. En todo caso, no es lo mismo danzar la tristeza, que danzar triste.
Parecería una misma cosa, pero una y otra tienen su razón.
Para danzar la tristeza, se debe conocer el dolor. Al igual que para danzar el amor, la muerte o la vida. O al menos tener la pretensión de conocerla, de querer saberla. El cuerpo entonces se asume como medio para alcanzar tal fin a través de su expresión. Intuyo que mientras más cerca se esté de cada noción, más posible se hace cada acontecimiento. Se logra transmitir con más eficacia lo que se desea.

Ahora, danzar triste plantea una contradicción de origen.
La tristeza como forma emotiva opera en nosotros como totalidad. Es decir no deja fuera de sí al cuerpo. Y la danza es en nosotros como cuerpo, como todo. Por tanto la danza más triste tendría que ser la que menos interés tiene en moverse. La que huye de estados exaltados y del enajenamiento del goce. Y allí está la contradicción, porque la danza en sí misma produce bienestar. Y este a su vez nos da placer. Aunque sea un poco.

Una danza triste, implica una lucha por escapar del goce que produce el cuerpo en movimiento.

En mi parecer esto, la danza no lo consiente, no lo permite. Porque opera desde la resolución del ser como un todo. Ser que se completa con su entorno y consigo mismo. En el otro. Pensar en una danza triste, hace inevitable pensar en la muerte. En el no ser, donde ya nada se mueve. O en seres deshabitados, buscando excusas para padecer.

fotografía Amilcar Enrique González
III. No danzar es huir del bienestar.
Del ineludible placer de ser uno con el todo.
Entonces desde aquí, ya no vale pensar en por qué se danza.
La pregunta es ¿Por qué dejar de hacerlo?
¿Por qué esa extraña pretensión de pensar que la solución está en detenerse?
En permitir que nos alcance la tristeza.

fotografía Amilcar Enrique González
 IV. Algunas veces la duda se manifiesta, severa, con forma de ultraje y atenta contra todas las formas posibles de nosotros. Las más de las veces no se muestra en su forma original. Se escuda en formas oscuras, perpetrando. Usa la excusa del tiempo. Nos agobia, nos persigue. Nos azuza, nos empuja hacia la trampa. Sin darnos cuenta, somos nosotros quienes permitimos que arrasen con ferocidad, nuestros últimos resquicios de autonomía. Como zarpazos al nosotros como un todo. Y sólo lo registramos como leves rasguños. Así nos marcan, con las formas más sofisticadas de enajenación hacia nosotros mismos. Hasta que nos volvemos extraños, incomprensibles, espectadores de nuestra propia vida. Excluidos de nuestros cuerpos, nos volvemos incapaces de constituirnos con el otro. Y así como seres incompletos, naufragamos en la tristeza de la no-danza, del no-cuerpo. Como ángeles caídos en desgracia. Halcones con garras como cuchillos y alas cortadas. Tasajeando a nuestros pares. Ajenos, vacíos, extraños, violentos.

 Rafael Nieves



lunes, 24 de octubre de 2016

Una obra

I. Construir cosas da placer.
Míranos, tan felices. En una especie de éxtasis. De realización espontánea. Es la sensación del que hace parte de algo que funciona. La maravilla de los sistemas sencillos. De reconocer donde las cosas encajan. Donde uno encaja. Claro que siempre se hace más fácil si el orden obedece a esos otros órdenes sabidos. Pero ¿y si no?


fotografía David Grajales

Distintas formas, distintos sentidos.
No seamos ingenuos. No tener un orden, es un orden. Y el acontecimiento ocurre porque hemos generado esa posibilidad en medio del caos aparente. Y entonces, aunque es más difícil alcanzar la sensación de realización, igual sucede. El juego adquiere un valor extra, de riesgo, de lo eventual. Así sea sólo en la forma.

Encantados de ser.
Ser el acontecimiento y dejarse transformar. Hacer parte de un todo que sucede. Más allá de las nociones de caos u orden. Es el disfrute en formas múltiples. Y quizá la descripción más difícil. Porque es como tener que describirnos por dentro. Como sensación. Como lo que somos sin saber.

Darle sentido a lo inútil.
Cuando avanzamos hacia algo que conocemos, pero no tanto. Como recordar lo que no se ha hecho. Lo que no se ha vivido. Un sentido fugaz de otra existencia posible. Donde se borran los márgenes. Todo se toca y se adquiere un sentido de utilidad. De compromiso con alguna otredad desconocida.

fotografía David Grajales
II. Sé que es un deseo inútil. 
Tanto, que jamás desperdiciaría una moneda en un pozo pidiéndolo. Ni una estrella fugaz. Ni nada. Pero aunque es inútil, voy a seguir deseando no tener que explicar qué se siente. Qué se siente al terminar una obra. Tal vez ya existen algunas nociones muy predecibles. Pero, por ejemplo, la primera vez que logras que un grupo de gente se mueva de manera organizada por el espacio según una idea compartida; la primera vez que puedes tocar un pasaje completo con una bandola; o la primera vez que le das a "Enter" y se guarda uno de estos textos que escribes. Claro, siempre cabe la duda de cuándo algo de esto se convierte en obra. Y ahí se pone mejor. Cuando ocurrió la coreografía yo fui el primer espectador. Fui el primero en escuchar y el primer lector. Pero ¿Cómo sabes que está lista? ¿Cómo sé que es una obra?

Y después. La primera vez que alguien más se hace parte. Alguien viene a un ensayo o le lees la cuartilla y media; o tu hija, que tararea la canción de tanto que la has ensayado en la casa. ¿Es una obra?

¿O acaso es el tiempo? Eso, ¿te da alguna certeza?

fotografía David Grajales
III. Me gusta hacer obras diversas. 
Con pedazos de ideas y cosas. A veces me alcanza el tiempo y puedo ejercer algún tipo de dominio sobre los elementos. Sobre algunos fragmentos. Pero cada vez encuentro más placer en ver aparecer ante mí, retazos de oficios. Pedazos desgarrados de vida. He ido descubriendo que somos como el barro que los une. Entonces, me suelto. Como un perro que se escapa y corretea por el monte. Que salta y juega. Y me cuelga la lengua, me detengo, alzo las orejas. Cuando me quiero atrapar, echo a correr y ladro. Pero no de rabia, sino de goce. A veces me detengo al pie de un árbol, levanto la pata y el miao enchumba las raíces. Corro veloz y sin sentido. Hasta que ya después me canso. Me alcanzo ya loco y exhausto. Y vuelvo contento. Siento el cinturón en mi cuello y pienso donde podré presentar tal disparate. Y sonrío porque tengo una obra.
Rafael Nieves