lunes, 31 de octubre de 2016

Perdonen la tristeza

Desde este cuerpo mío,
con amor.
fotografía Amilcar Enrique González

I. No puedo dejar de pensar en las veces que la danza me ha salvado de mi mismo.
Podría enumerar un infinito de causas para sentirnos mal.
Y otra infinitud de cosas por las cuales danzar.
Ambos infinitos se tocan.
Celebrar la tristeza con el cuerpo, así como se debería celebrar la muerte.
La partida de los que amamos.
Los ocasos.
La huída del sol.

II. En todo caso, no es lo mismo danzar la tristeza, que danzar triste.
Parecería una misma cosa, pero una y otra tienen su razón.
Para danzar la tristeza, se debe conocer el dolor. Al igual que para danzar el amor, la muerte o la vida. O al menos tener la pretensión de conocerla, de querer saberla. El cuerpo entonces se asume como medio para alcanzar tal fin a través de su expresión. Intuyo que mientras más cerca se esté de cada noción, más posible se hace cada acontecimiento. Se logra transmitir con más eficacia lo que se desea.

Ahora, danzar triste plantea una contradicción de origen.
La tristeza como forma emotiva opera en nosotros como totalidad. Es decir no deja fuera de sí al cuerpo. Y la danza es en nosotros como cuerpo, como todo. Por tanto la danza más triste tendría que ser la que menos interés tiene en moverse. La que huye de estados exaltados y del enajenamiento del goce. Y allí está la contradicción, porque la danza en sí misma produce bienestar. Y este a su vez nos da placer. Aunque sea un poco.

Una danza triste, implica una lucha por escapar del goce que produce el cuerpo en movimiento.

En mi parecer esto, la danza no lo consiente, no lo permite. Porque opera desde la resolución del ser como un todo. Ser que se completa con su entorno y consigo mismo. En el otro. Pensar en una danza triste, hace inevitable pensar en la muerte. En el no ser, donde ya nada se mueve. O en seres deshabitados, buscando excusas para padecer.

fotografía Amilcar Enrique González
III. No danzar es huir del bienestar.
Del ineludible placer de ser uno con el todo.
Entonces desde aquí, ya no vale pensar en por qué se danza.
La pregunta es ¿Por qué dejar de hacerlo?
¿Por qué esa extraña pretensión de pensar que la solución está en detenerse?
En permitir que nos alcance la tristeza.

fotografía Amilcar Enrique González
 IV. Algunas veces la duda se manifiesta, severa, con forma de ultraje y atenta contra todas las formas posibles de nosotros. Las más de las veces no se muestra en su forma original. Se escuda en formas oscuras, perpetrando. Usa la excusa del tiempo. Nos agobia, nos persigue. Nos azuza, nos empuja hacia la trampa. Sin darnos cuenta, somos nosotros quienes permitimos que arrasen con ferocidad, nuestros últimos resquicios de autonomía. Como zarpazos al nosotros como un todo. Y sólo lo registramos como leves rasguños. Así nos marcan, con las formas más sofisticadas de enajenación hacia nosotros mismos. Hasta que nos volvemos extraños, incomprensibles, espectadores de nuestra propia vida. Excluidos de nuestros cuerpos, nos volvemos incapaces de constituirnos con el otro. Y así como seres incompletos, naufragamos en la tristeza de la no-danza, del no-cuerpo. Como ángeles caídos en desgracia. Halcones con garras como cuchillos y alas cortadas. Tasajeando a nuestros pares. Ajenos, vacíos, extraños, violentos.

 Rafael Nieves



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