lunes, 17 de octubre de 2016

Para saberme

Me gustaría pensar en un anecdotario para saberme. También me gustaría eludir toda teoría docente. Formas instituidas sobre las que se fundamenta el poder en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Hablar del ejercicio de lo afectivo y las tecnologías del saber. Claro que también podría hablar de las discretas formas de ejercicio del poder a través de lo afectivo. Y sobre las variables incontrolables del ser. El ser revelado y rebelde. De la imposibilidad de mantenernos atados a ejercicios estériles de orden. O de ese orden desobediente y fértil que obedece a otras formas, otras comprensiones. Sin leyes.

Pero la verdad prefiero ponerme a echar cuentos, que es lo que me gusta.

Lo aquí reseñado, sirve para auto-referenciarme y está basado en una versión particularísima de recuerdos. Mis recuerdos. Una interpretación mía sobre cosas que pasaron. Además, puede que todo haya ocurrido de otra manera. Pero esta es mi versión.

fotografía David Grajales

I. Gabriela

A ella la conocí a mediados de mi primer año de estudios universitarios de teatro. Venía junto a otro amigo como una especie de caballería de refuerzo, de nuestra profesora de metodología. Era su tesista me parece. Durante alguna de esas vacaciones cortas que se dan a mediados del primer semestre del año, fui con algunos amigos a Barquisimeto a conocer hogares. No había mucho planeado pero conocí gente, otra ciudad y hablé de teatro. Hasta por los codos (como suelo hacer acerca de cualquier tema).  Ella apareció una tarde en su carro. Sorpresivamente también era de por esos lares. Tenía como medio año sin verla. Pero para mí seguía siendo esa especie de hermana mayor, a la que en algún momento le habían encomendado ayudarme a entender los intríngulis de la investigación teatral. Y así estábamos en Barquisimeto ambos, unas cervezas y su carro. Si algo tiene de encantador que te lleven de paseo en otra ciudad, es el carácter afectivo que adquieren los recorridos. Es como un tour por los sitios que le gustan al que te pasea. Siempre lleno de anécdotas y vida. Una visita al mundo del otro, diríamos. El de ella en algún momento nos dejó en el carro, admirando la luna en una explanada. La luna, las cervezas y unas inevitables ganas de orinar. Como ya dije, hablo mucho, pues ella más. Con el agregado de su cruzada por orientarme intelectualmente. La conversación no paraba, mientras, la cerveza iba ejerciendo su efecto. Así que en medio de dos frases sobre algún concepto que yo debía comprender, me preguntó si podía orinar. Yo tratando de seguirle el trote, le respondí que claro que podía. Lo que si no sabía, es que eso significaba el simple acto de abrir la puerta del carro, agacharse viéndome la cara y soltar el chorro mientras seguía con mi proceso formativo. Puede que sea una tontería, pero en ese momento, yo no me supe. Ella siguió aclarándome alguna idea importante mientras sonaba el chorro descargado sobre la tierra. La verdad, nunca entendí ese momento. Pero tuve una teoría. No fue escatológico, ni erótico-intelectual, ni retador-incitador. Aquel yo distante lo asumió como parte del aprendizaje. Un acción gestada entorno a la compresión de la importancia del mundo de las ideas por sobre nuestra esencia material. Una herramienta metodológica pues. Que importa mearse o cualquier otra cosa, si está de por medio la construcción de una idea. La comprensión de algo. Sin poder hacer mucho más, adquirí a partir de ese momento un respeto exagerado hacia nuestra conversación. Después de tanto, creo que hay algo de necesaria solidaridad entorno a los que se dedican a pensar. Así sea meando en una calle, en una ciudad tan venerable como Barquisimeto, brindando con algunas cervezas, durante un tour afectivo, solos en la noche.

archivo personal

II. Cecilia

Yo la conocí. Estoy seguro que no me recuerda. Pero es que hace tanto tiempo y tantas vidas. Recuerdo que me regaló un pin con una pintura de Arcimboldo, que usé en mi chaqueta de cuero hasta que lo perdí en un viaje. Lo lloré. También recuerdo que conocí el cuarto intacto de su hija que vivía lejos. Ahí me mostró un tarro lleno de metras y me hizo introducir la mano y, tocarlas. Inolvidable. Cada uno de mis hijos tiene su propio tarro, aunque no he tenido el valor de repetir el ejercicio, por miedo a espantar mi recuerdo. Ella llegó al recién fundado Instituto Universitario de Teatro a dar la primera electiva que se dictaría en él. Todo un suceso. La materia se llamaba simplemente: Poesía. Como es de imaginarse todos nos inscribimos, estaba lleno el salón. Y como también es de esperarse, a mitad de curso sólo quedamos dos estudiantes. Ya cuando estábamos cerrando, en los días finales, nos llevó a su casa en Bello Monte. Con la excusa de su clase conocí su sala, con su nevera y su cocina, el cuarto suyo, el de su hija, hasta su baño. Durante el ejercicio de las metras, en el cuarto intacto, se le humedecieron los ojos. Yo la conocí, a Cecilia. Estoy seguro que no me recuerda. Hace tanto tiempo y tanta vida. Recuerdo que me regaló un pin con una pintura de Arcimboldo y también que aprobé esa materia.

archivo personal

III. Dunia

Era la tercera carrera que intentaba completar. Es decir, la tercera vez que tuve que estudiar Metodología de la Investigación, entonces, la conocí. Cabe destacar que no estaba preparado, como muchos otros de los iniciáticos alumnos de la primera promoción del IUDET. Nada de cómo armar un fichero y cosas por el estilo. Todos debíamos preparar semanalmente un informe de una o dos cuartillas, sobre una lectura breve que ella nos facilitaba. Sencillo. Sobre todo si se tiene una buena formación previa y aquellas lecturas no hubiesen sido escritas por formalistas rusos, semióticos o estructuralistas genéticos, muchos de los cuales no entiendo todavía. La primera semana entregó la primera lectura. La segunda semana entregamos el primer informe. La tercera semana ya tenía una lista de gente que debía ir a concejo académico por fraude. Sin anestesia. Ni internet. Fue por mucho la más feroz de ese tiempo. Afortunadamente, yo no entré en la lista y aunque nunca entendí tanto como me hubiese gustado en aquel tiempo, ese curso fue para mí una experiencia fundamental. En algún momento ya avanzado de ese año que estudié con ella, me dijo a modo de revelación, que pensaba que muchas de las respuestas que estábamos buscando se hallaban en la danza.  En ese momento, al igual que otra gran cantidad de veces no entendí nada, pero tampoco lo olvidé. Ya terminando el curso invitó al escaso grupo que quedaba a su apartamento en el techo de un pequeño edificio en Las Acacias. Como siempre hablamos mucho acerca del teatro y la creación. En un momento aparte, al notar mi escepticismo ante mis propias capacidades creadoras, soltó la taza de café tinto, dejó el Astor Rojo encendido y buscó su guitarra eléctrica con el amplificador. Y luego, tras un breve discurso, me mostró una canción de su propia autoría. Sonreía y cantaba. Recitaba. Era como un poema con una melodía sutil. Realmente era temible. Y yo estaba fascinado.
Rafael Nieves

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