lunes, 26 de junio de 2017

Pelusa


Podemos disociarnos. Darnos un tiempo de nosotros mismos. Porque es mentira que siempre estamos dispuestos para aceptar todo aquello que no nos gusta. Es más fácil doblar la realidad como un papelito. Así como si fuera una factura de supermercado donde aparece un monto que ya no tenemos. Y la dejamos por su cuenta dobladita en un bolsillo o suelta dentro de la cartera hasta que ya se arruga tanto o pierde la tinta, de manera que se hace fatalmente ilegible. Quizás también para poder toparnos con ella mucho después y hacer comparaciones obsesivas en torno a la devaluación y nuestro muy disminuido poder adquisitivo. En todo caso nosotros también podemos doblarnos. Entre otras cosas por ejemplo, para poder entrar si no ya en el bolsillo, en la vida de alguien que nos importa. Aunque en ese caso para asociarnos con esos alguien generalmente debamos vernos forzados a disociarnos de muchos otros. Casi como mudarnos a vivir a otro mundo. No puedo negar que siempre me va a parecer mucho más complejo hacerlo con uno mismo. Dejarse aparte. Ponerse a reposar. Colocar a un lado lo que es uno mientras se establece otra forma, otro sistema. No dar opinión o dar anticipadamente como válida cualquier otra. Nunca se sabe pero nos podría pasar como al papelito del bolsillo, y llegar a arrugarnos tanto o a perder tanta tinta que al final lo que realmente somos sea fatalmente ya no ilegible, sino totalmente indescifrable. Yo por ejemplo puedo pensarlo como una suerte de super-poder. Una especie de invocación donde a través de un gesto particular (que podría ser chocar los puños entre sí o halarse una oreja) y repetir mentalmente la frase: -¡Yo me disocio!-, como un mantra, podría servir para conservar parientes y no destruir celebraciones familiares o encuentros con conocidos. Por otro lado pienso que eso que somos siempre termina por manifestarse y es ahí donde son buenos esos amigos tan compresivos que te aceptan así disociado, lejos de lo que para ellos es real. Hoy por ti, mañana por mí diría uno. Pero como para todo algunas condiciones aplican. Siempre uno tropieza con cosas que lo rebasan, sobre todo si la disociación se parece más a estar realmente convencido de algo a pesar de, que a simplemente hacerse el loco con algo. Y bueno también hay cosas que te delatan, como esas fracciones de segundo que tardas en decir algo, la duda que se lee en la pronunciación de ciertas palabras claves o esa miradita delatora que se manifiesta justo en el momento menos oportuno. Yo por ejemplo no tengo dudas, para mí la vida es prioridad ante todo. No existe como posibilidad el -Quién lo manda, él se lo buscó. Imposible. En ese mundo particular donde la muerte ya no tiene peso sino opiniones, ya no me quedan dudas sobre quiénes son los disociados.


Para disociarse no son necesarias tantas cosas. Basta con pensar insistentemente que bajo cualquier circunstancia siempre tienes la razón, no dejar nunca hablar a nadie o al menos no escucharlo y sobre todo generar un ambiente conspirativo en torno a la vida y las opiniones de los otros. Porque nadie niega que sea difícil quedarse solo con esa idea que tiene uno, y muchas veces se siente mejor seguir resguardado como en casa. Al cabo tampoco es tan difícil identificar y volvernos incisivos con lo que pensamos son las carencias de los otros, que además nos da ese airecito de superioridad moral tan venerable. Sobre todo si estamos tan dispuestos a defender nuestro punto o como algunos dicen a dar la batalla por la causa. Confundir un par de palabras, distraer, sesgar, torcer algunas ideas, en fin ponerlos a pensar en otra cosa. Total la realidad siempre cambia, tanto como un papelito doblado en el bolsillo. Más tarde seguro ya ni se acuerdan, y después a quién le va a importar algo tan inútil como esos numeritos que se borraron por el sudor de la mano, algunos acuerdos escritos en alguna ley fundamental o esa pelusa que atrapa la secadora cuando metemos a lavar la ropa sin revisar bien nuestros bolsillos.
Rafael Nieves


lunes, 19 de junio de 2017

Hábito


Podemos acostumbrarnos. Es decir hacernos costumbre. Algo parecido a cuando entramos al baño por la mañana así no tengamos ganas, con la certeza que estando frente al inodoro será inevitable esa relajación del esfínter. Tanto podemos hacernos costumbre que podemos comer poco, dormir menos, salir a la calle sin ganas. Podemos, siempre podemos. La cuestión es no pensarlo. Huirle a la posibilidad de cuestionar nuestro entorno. Lo que hacemos y nos hacen. Pensar hoy si mañana no, como si fuera normal y así ir avanzando en la semana. Hasta que ya se crea el hábito. Podemos ir educando los sentidos. Convencernos de que nos deje de gustar algo y aprender a que nos gusten cosas nuevas. Por ejemplo podríamos llegar a sentirnos contentos por el tiempo en una cola por comida, que puede ser tiempo para leer que a veces es tan escaso y difícil con los niños en casa. Y también que no nos moleste si cuando llegamos ya se acabó el pan o la harina. Es que al final no fue tiempo perdido porque aprendimos a llevar una pequeña oficina en la cartera. Yo por ejemplo no me distingo particularmente entre aquellos que les gusta hablar con los extraños, pero ya después de un tiempo es inevitable saludar, así sea con un breve gesto en la mirada a aquellos que al igual que uno se han ido acostumbrando. Es como un instante de reconocimiento entre no amigos. Me cuesta un poco aceptarlo pero yo soy de los que se hacen los difíciles. No le doy mucha confianza a casi nadie, aunque en el fondo todos sabemos que también estoy acostumbrado y que además por la misma razón vamos a seguir reincidiendo juntos en la cola. No me gusta ser engreído pero estoy seguro que a mis compañeros de fila les entra un fresquito reconocer al tipo de los lentes y el libro, antes que toparse con algún desconocido que nadie sabe qué tan acostumbrado se encuentra. No se sabe de qué hablar. Ni siquiera se sabe si hablar. Porque con el tipo de los lentes nunca hemos tenido problemas para quejarnos. Porque hay que decirlo, uno también se acostumbra a quejarse y no es lo mismo hacerlo ante un desconocido que entre reincidentes y acostumbrados. Hacerlo ante extraños podría ser peligroso, quién sabe. Podría llegar a ser de los que les gusta exigir, ahí mismo en medio de la miseria, un poco más de compromiso y coherencia. Yo por el contrario me quejo hacia dentro y pienso, qué tanto daño puede hacer una queja si nos ayuda a hacer más confortable el proceso de generar el hábito. Claro siempre tratando de obviar que en la fase superior también hay que acostumbrarse a no quejarse.

Joseíto

Para acostumbrarse no hace falta mucho. La verdad muy poco o casi nada. Es tan simple como seguir repitiendo una rutina, dejar poco a poco que otros piensen y evitar a toda costa que la salida del laberinto pase por nosotros. Eso nos dejaría sin un enemigo y cómo se puede vivir hoy en día si no se tiene un terrorista. Una gente o algo que uno se imagina más grande y más peligroso que uno. Capaz de perpetrar todas esas cosas innombrables que sabemos que pasan aunque siempre parezca una exageración, un chisme o propaganda. No se puede ir así por la vida sin tener un monstruo. Algo macabro que junte todas esas cualidades perversas que caben en nuestra cabeza. Por eso es mejor irse acostumbrando. Se puede empezar por ejemplo por uno mismo, como para ir creando el hábito de aceptar cosas que no nos gustan. Escucharse o leerse. Porque de algo debe servir la posibilidad de reconocernos, así sea más fácil criticar a los demás. Claro que eso puede degenerar en algo muy subversivo como por ejemplo adquirir la costumbre de pensar por uno mismo. O generar cierta empatía por escuchar a los otros. Podríamos incluso darnos el hábito de ser más tolerantes, aunque eso en estos momentos nos parezca tan arriesgado. Nunca se sabe, pero es posible que poco a poco entre tantas cosas podamos adquirir la temeraria costumbre de querer vivir mejor.
Rafael Nieves

lunes, 12 de junio de 2017

Invisible


Podemos desaparecer. Como cuando alguien cruza la esquina y ya después por más que corras no vas a poder alcanzarlo. No lo ves más. Podemos por ejemplo no atender nunca más el teléfono, ni abrir la puerta. No volver a responder por nuestro nombre. Por ningún nombre. Ninguna carta, ni un mensaje, ni un gesto. Ni siquiera ese silencio de ahí al lado, ese tipo que casi no molesta. Nada. Puede ocurrir de manera sutil como esa lágrima seca que te deja en el rostro una sensación de costra invisible, o muy malcriado dando el portazo y pegando insultos por el pasillo, violento, como consumido instantáneamente por combustión espontánea. También podemos irnos desdibujando muy lento como el palito gordo del reloj, ese que marca las horas. Me da la impresión que para desaparecer no hace falta sino haber estado y que alguien lo note. Así sea mucho tiempo después, cuando ya no estás y finalmente se den cuenta. Nunca faltará el incrédulo que preguntará si alguna vez estuvimos. Una de mis formas preferidas es irme borrando poco a poco, primero la voz luego el pensamiento hasta que ya después el cuerpo no hace más falta. Pero la verdad sería más divertido si como en un acto de magia repentina ya no estuviera un brazo por ejemplo y después la cabeza, luego las piernas y así, hasta que sólo quedara una mano muy esforzada como en una película de zombis arrastrando tras de sí un brazo casi inservible y medio torso que va haciéndose invisible a medida que trata de alejarse. Clavando las uñas en el piso y ejerciendo tracción desde el codo hasta el hombro. Mano, dedos, uñas, codo, hombro, manos, dedos, uñas, codo, manos, dedos, uñas, dedos, uñas..

Valentina y Joseíto

Para desaparecer no hace falta nada. Ni poner ninguna firma, o llenar formulario, o confesarse. Porque es más bien como ir dejando de firmar y llenar formularios y confesar atrocidades. Es más como hacerse aire, no ocupar espacio. Sacarse uno mismo de donde se siente atravesado. En mi opinión no es nada útil, ni tampoco deja de ayudar en algo. Recuerdo varios momentos en los que me bastó cerrar los ojos como si con ese gesto además de borrar la luz yo pudiera borrarme, no estar. No fue suficiente para los demás pero contribuyó un poco y a mí me sacó momentáneamente de donde estaba. No respirar ayuda. No tocar, y por supuesto que no abrir la boca es fundamental. Al menos no para hablar, porque si trancaste la respiración por la nariz vas a necesitar al menos hacer una pequeña hendija entre los labios para que entre el aire. A no ser que quieras desaparecer del todo. Algo que es inevitable si no respiras, pero créeme que eso no hace falta porque para desaparecer sólo es necesario ya no estar para los otros. Tú puedes ir a ser en otra parte, donde no estorbes o te sientas útil. De hecho esa opción es excelente porque puedes ser invisible desde el inicio. Mimetizarte con las paredes y los muebles. No darle tu número a nadie y jugar a los espías para entrar a tu casa. Hacer silencio. Guardarte como un dibujo. Ocupar una gaveta. Dejar que todo pase y dedicarte de manera voluntariosa a ser enteramente invisible.  
Rafael Nieves

lunes, 5 de junio de 2017

Manual de instrucciones

Mermelada
Diez guayabas dulces. Un limón. Media panela de papelón. Una cuchara de madera y otra normal. Licuadora (al gusto). Cuchillo. Una paila regular y fuego bajo tirando a medio. Frasco de mayonesa reciclado. Una excusa para el pan. Unas ganas enormes de comer dulce.

Mermeladas en matero de limón

Tengo mucho más que un par de razones para comprender lo necesario que sería no realizar este tutorial para hacer mermelada, sobre todo sabiendo que con el mismo estaré no sólo contribuyendo a prolongar los efectos negativos de la dependencia al dulce de alguno de mis amigos (los que aún me toleran), sino además por el carácter subversivo que puede revelarse detrás de la divulgación de formulas para propiciar pequeñas alegrías en medio de un ambiente resuelto a mantenernos en un estado constante de indefensión emocional. Particularmente recomiendo la guayaba porque además de ser relativamente económica, se consigue casi durante todo el año y su dulzor amerita menos cantidad de papelón, sobre todo cuando está muy madura y ya nadie quiere comerla. La panela recomiendo picarla por la mitad e incluso un poco menos para una cantidad aproximada de diez guayabas regulares, que son generalmente las que uno consigue y que en nada se asemejan a las grandes y perfectamente redondeadas que aparecen en cualquier publicidad engañosa. Mi primer consejo es que derrita el papelón en muy poca agua de manera que cuando añada el licuado no tarde tanto en agarrar textura. Yo particularmente prefiero primero sacarle toda la piel a las guayabas, porque si bien se supone que es muy nutritiva, deja un sabor muy amargo en el cocido. Por más ahorrador que usted sea no intente hacerla parte (ya lo intenté y ni bañada en almíbar pasa). Licúe la fruta con poca agua. Yo lo hago en dos partes, primero con una cuchara saco la pulpa del centro que tiene las semillas y a esas si les pongo más agua para poder colar (olvidé poner el colador entre los utensilios necesarios perdone usted pero es que a veces uno se planta con la idea de escribir algo y termina echando un cuento sobre otra cosa que le pasó digamos mientras intentaba hacer una mermelada de guayaba y llega de la calle la familia y cuando abren la puerta lo primero que se les ocurre es decir que todo el edificio huele a delicia y entonces uno piensa qué maravilla tengo que escribir sobre esto pero ni idea de cómo hacerlo a menos que escriba una receta). Segundo licúo el resto de la guayaba con poquita agua de manera que quede muy espeso y me dé al menos la sensación de compota. Todo esto se va añadiendo a la paila donde previamente hemos derretido el papelón y se sigue cociendo a fuego lento. No me pregunte usted cómo se me ocurrió creo que fue en internet averigüé que el limón es un preservante natural de manera que mientras se cocina le exprimo al menos la mitad de uno y le garantizo que la mermelada puede llegar a durar más de mes y medio en la nevera a no ser que sea usted de los que acostumbran a meter los dedos en el frasco en medio de constantes ataques de ansiedad o reciba la visita de algún amigo justo el día que pudo hacer la cola para el pan o completar para comprarse un paquete de galletas saladas de esas a las que les viene tan bien una mermelada de guayaba casera y el orgullo de haber satisfecho usted mismo su vicio tan burgués por el dulce.

Pantalones amarrados
Agujas. Hilo resistente y de color variado. Telas, las que se puedan. Alfileres, tijeras, tiza para tela. Dedal. El patrón: papel periódico, cinta adhesiva y lápiz. Sobre la abolición de las tallas. Enmarcado en la campaña mundial por la entrada en desuso del cinturón tanto su versión plástica por sus repercusiones negativas en el ambiente como los de cuero que tanta muerte y desolación han traído a nuestro querido reino animal.

Mis pantalones amarrados de drill

Entre mis haberes está la proeza de haber realizado un pantalón a mano durante una velada de tragos. Todo comienza con la frase -Qué bonito pantalón, ¿lo hiciste tu mismo?- que no sé ustedes pero a mí me suena a reto. Ese último día después de recibir el año nuevo en una casita en la montaña, sentado junto a nuestros caseros compartiendo una botella de licor artesanal que sobrevivió apenas un par de días a las fiestas. La posada a la vez dormitorios y restaurante de comida hindú al cual sólo se accede por reservación los domingos por la tarde. Ellos mismos siembran casi todo lo necesario para sus platos, así que como es de esperarse fascinados en seguida con la idea de un tipo que se hacía el mismo sus pantalones. El modelo de este tutorial es una versión personal de esos pantalones que no usan correa sino que llevan cosido en la parte trasera un cordón que se amarra hacia delante sobre la tela y que luego permite doblar el sobrante por encima dando esa apariencia de pequeña falda corta. Basta con metro y medio de tela para realizar uno contando con el hecho casi generalizado de que las telas traen de fábrica una medida de metro y medio de ancho. Su carácter ajustable hace que este modelo sea excelente para prevenir los problemas de talla o incluso ayudan a disimular las pérdidas masivas y poco planificadas de peso. Así que en vez de preocuparnos por abrir más huecos a los cinturones podemos concentrarnos en la campaña universal para abolirlos definitivamente ya no sólo por la forma caprichosa en que sirven de evidencia de los tiempos malos, sino también para deslegitimar su uso como medida disciplinar coercitiva lo cual dejaría sin excusas a una cantidad considerable de matones y aprovechadores que de manera irresponsable acostumbran a culpar a sus progenitores por sus faltas y excesos. El patrón es muy simple porque solo amerita que se corten ambas mangas con un largo que puede ir desde la cadera hasta el tobillo o más corto dependiendo del gusto. La punta que marca el ancho del tiro se toma del máximo que permita la tela plegada en cuatro a todo su largo y desde esa punta hasta abajo se le puede dejar recto. Para la distancia del tiro hacia el vientre podemos tomar como referencia una cuarta de la persona, que es básicamente la distancia máxima extendida entre el dedo pulgar y el meñique de su mano. De manera que con solo un corte obtienes ambas piernas que no tendrán costura lateral. La tercera pieza que hará las veces de pretina o sobre falda debe medirse como el resultado de la unión del ancho de las caderas que en cada pieza tiene apenas una diferencia de dos o tres dedos menos del ancho del tiro. Dependiendo del uso se puede concluir que por resistencia el drill es la tela más conveniente, sobre todo pensando que este modelo muy de moda en los salones de yoga y meditación puede servir sin ningún inconveniente para cualquier tipo de trabajo manual. Aquella vez por ejemplo entre las cosas viejas del restaurante apareció un mantel viejo y cuadrado de un drill verde muy desteñido que durante el resto la nuestra velada fue ganando la forma de pantalón hecho a mano ante la mirada atónita de nuestros amigos. Por muy increíble que parezca cualquiera medianamente cercano puede confirmar que entre mis cosas siempre hay agujas, hilo y un dedal. El frío matizado por los tragos de aquella madrugada de montaña no evitó que realizara una detallada exposición sobre cómo realizar la costura inglesa, ni el cuento acerca de cómo aprendí esa técnica maravillosa de manos de la nona querida en los talleres del teatro, lo cual me permite en un par de pasos hacer un trabajo pulcro. Para terminar es necesario cortar una franja de al menos dos dedos de ancho para amarrar el pantalón (por supuesto hay que doblarla hacia dentro y coserla pacientemente a lo largo). Podemos conformarnos con el metro y medio de la tela o cortar dos franjas y unirlas por la punta, a mi me gusta que las tiras alcancen hasta donde llegan mis brazos cuando los estiro hacia el frente. Importante que esta tira quede sujeta al pantalón a nivel del sacro, cosa que debe hacerse una vez que se decida el largo del tiro. Cuando lo terminé hubo una especie de júbilo seguido por una sesión de modelaje. Todos los bordes quemados con yesquero para evitar que la tela se deshilachara. La proeza nos valió una invitación a quedarnos más tiempo en la montaña con los gastos cubiertos pero ya el retorno era ineludible. La mujer de nuestro amigo nos escribe diciendo que lo usan para trabajar en el campo lo cual me gusta mucho casi tanto como el vino de mora, la montaña y saber que donde haya manteles siempre puede haber pantalones.

Kalimba
Una lata de sardinas o atún. Horquillas para el cabello. Lámina de madera. Dos tornillos delgados con tuerca. Una trabilla metálica. Dos trozos pequeños de madera. Un clip. Serrucho o segueta para dar forma a la tapa. Pinza para alambre. Lija o en su defecto una lima. Pega blanca, pero mejor silicona. Una navaja. Amigos que faciliten el acceso a salones de danza después de sesiones de entrenamiento. Familiares con gusto por la acumulación de objetos viejos o en desuso.

Kalimba de lata de sardina

Lo que las hace más encantadoras es una sonoridad semejante a una caja de música pero sin el orden que impone ese pequeño rodillo astillado que va pulsando progresivamente las laminitas que según el largo construyen una única melodía, mientras casi siempre un bailarina imantada da vueltas y resbala primorosa por la superficie pulida de un espejo. Esto en cambio se trata de imaginar melodías con los dedos y esa fascinación hipnótica en la que casi siempre cae todo aquel que llega a tener una entre sus manos. Sin embargo lo que me parece más entretenido de este tutorial no es realmente el proceso de realización que consiste en una serie de pasos para ensamblar, sino justamente el encanto de la recolección de materiales. Podemos por ejemplo empezar por decidirnos a comer esas sardinas en lata que guardamos para cuando ya no tengamos otra alternativa. Importante que nos fijemos en que la lata sea de esas que traen adherida a su superficie un especie de pestaña que permite levantar la tapa sin necesidad de auxiliarnos con el destapador porque generalmente son esas las que suelen traer una especie de biselado interno donde posteriormente podremos apoyar la tapa armónica. Sin duda alguna soy de los que creen fielmente que el instrumento sonará mejor y será más especial si cada quien cumple con el ritual de destapar su propia lata y comerse las sardinas. Otra tarea pendiente es ir a la caza de los flejes. Yo por ejemplo, que tengo la suerte de habitar salones de danza, puedo atestiguar que entre las cosas que viven dejando tiradas por el suelo las bailarinas uno puede encontrar alguna que otra prenda de ropa sudada, el corazón de los muchachos y miles de horquillas para el pelo. Para la tapa armónica es suficiente con un pedazo de madera delgada, aunque hay que tener por seguro que su sonido será más nítido o dulce dependiendo del origen de la madera, porque si lo pensamos con calma que mejor forma de reencarnar para alguien que en su vida anterior fue un pedazo de puerta, repisa o anuncio de cigarrillos. Los tornillos si es necesario encontrarlos parejos y no muy gruesos. Las maderitas del puente lijarlas con lo que se tenga a mano, incluso una lima de uñas vieja basta. Para conseguir el clip revisa tus bolsillos o el fondo de tu bolso de diario. La pieza estrella de toda la construcción es esa trabilla de metal corrediza que traen las correas para evitar que el sobrante se mantenga erecto, imagina que si la atravesamos con los tornillos y la colocamos en medio de las maderitas previamente lijadas servirá para hacer presión y sostener nuestros flejes hechos con la mitad lisa de las horquillas. Es aconsejable buscar en el closet de tías y parientes cercanos que siempre guardan correas viejas o bolsos rotos dignos de pasar a formar parte de algo mejor. Listo, podemos ensamblar. Cortar la tapa armónica hasta que entre y pueda posarse sobre el marco biselado de la lata. Abrirle un agujero que permita salir el sonido. Más abajo abrir unos pequeños huecos donde apenas calcen los tornillos, si entran enroscados mejor, se mantienen más firmes. Fijar apenas las maderitas a ambos extremos de los tornillos. Como nota importante hay que recordar rodear con el clip previamente estirado la maderita que va delante en el puente para que haga las veces de cejilla porque si no se ahogará el sonido de los flejes. Y finalmente poner los flejes e irlos ajustando con la trabilla apretando suavemente los tornillos. Lo último que se hace es pegar la tapa a la lata. Para afinar las notas sólo debes ir calculando el largo de los flejes y ya después es entregarte ferozmente a la música de relajación. Se me ocurre que si se juntan los materiales indicados y se tocan las notas apropiadas, lo que queda es esperar para que alguna de las bailarinas regrese a dónde estás a buscar sus ganchitos para el cabello.
Rafael Nieves