Podemos acostumbrarnos. Es
decir hacernos costumbre. Algo parecido a cuando entramos al baño por la mañana
así no tengamos ganas, con la certeza que estando frente al inodoro será inevitable
esa relajación del esfínter. Tanto podemos hacernos costumbre que podemos comer
poco, dormir menos, salir a la calle sin ganas. Podemos, siempre podemos. La
cuestión es no pensarlo. Huirle a la posibilidad de cuestionar nuestro entorno.
Lo que hacemos y nos hacen. Pensar hoy si mañana no, como si fuera normal y así
ir avanzando en la semana. Hasta que ya se crea el hábito. Podemos ir educando
los sentidos. Convencernos de que nos deje de gustar algo y aprender a que nos
gusten cosas nuevas. Por ejemplo podríamos llegar a sentirnos contentos por el
tiempo en una cola por comida, que puede ser tiempo para leer que a veces es
tan escaso y difícil con los niños en casa. Y también que no nos moleste si
cuando llegamos ya se acabó el pan o la harina. Es que al final no fue tiempo
perdido porque aprendimos a llevar una pequeña oficina en la cartera. Yo por
ejemplo no me distingo particularmente entre aquellos que les gusta hablar con
los extraños, pero ya después de un tiempo es inevitable saludar, así sea con
un breve gesto en la mirada a aquellos que al igual que uno se han ido
acostumbrando. Es como un instante de reconocimiento entre no amigos. Me cuesta
un poco aceptarlo pero yo soy de los que se hacen los difíciles. No le doy
mucha confianza a casi nadie, aunque en el fondo todos sabemos que también
estoy acostumbrado y que además por la misma razón vamos a seguir reincidiendo
juntos en la cola. No me gusta ser engreído pero estoy seguro que a mis
compañeros de fila les entra un fresquito reconocer al tipo de los lentes y el
libro, antes que toparse con algún desconocido que nadie sabe qué tan
acostumbrado se encuentra. No se sabe de qué hablar. Ni siquiera se sabe si
hablar. Porque con el tipo de los lentes nunca hemos tenido problemas para
quejarnos. Porque hay que decirlo, uno también se acostumbra a quejarse y no es
lo mismo hacerlo ante un desconocido que entre reincidentes y acostumbrados.
Hacerlo ante extraños podría ser peligroso, quién sabe. Podría llegar a ser de
los que les gusta exigir, ahí mismo en medio de la miseria, un poco más de
compromiso y coherencia. Yo por el contrario me quejo hacia dentro y pienso,
qué tanto daño puede hacer una queja si nos ayuda a hacer más confortable el
proceso de generar el hábito. Claro siempre tratando de obviar que en la fase
superior también hay que acostumbrarse a no quejarse.
Joseíto |
Para acostumbrarse no hace
falta mucho. La verdad muy poco o casi nada. Es tan simple como seguir
repitiendo una rutina, dejar poco a poco que otros piensen y evitar a toda
costa que la salida del laberinto pase por nosotros. Eso nos dejaría sin un
enemigo y cómo se puede vivir hoy en día si no se tiene un terrorista. Una
gente o algo que uno se imagina más grande y más peligroso que uno. Capaz de
perpetrar todas esas cosas innombrables que sabemos que pasan aunque siempre
parezca una exageración, un chisme o propaganda. No se puede ir así por la vida
sin tener un monstruo. Algo macabro que junte todas esas cualidades perversas
que caben en nuestra cabeza. Por eso es mejor irse acostumbrando. Se puede
empezar por ejemplo por uno mismo, como para ir creando el hábito de aceptar
cosas que no nos gustan. Escucharse o leerse. Porque de algo debe servir la
posibilidad de reconocernos, así sea más fácil criticar a los demás. Claro que eso
puede degenerar en algo muy subversivo como por ejemplo adquirir la costumbre
de pensar por uno mismo. O generar cierta empatía por escuchar a los otros. Podríamos
incluso darnos el hábito de ser más tolerantes, aunque eso en estos momentos
nos parezca tan arriesgado. Nunca se sabe, pero es posible que poco a poco entre tantas cosas podamos
adquirir la temeraria costumbre de querer vivir mejor.
Rafael Nieves
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