lunes, 26 de septiembre de 2016

Cuatro momentos sin nombre

Uno. Mañana estarás ya cansada desde temprano. Despertarás antes de que salga el sol a preparar las cosas ineludibles para que el día ocurra como se necesita. Todas las pequeñas cosas importantes tendrán espacio en tu cabeza y por eso vas a salir con un poco de retraso. Una vez en camino, repasarás mentalmente (otra vez) lo necesario para tu itinerario y encontrarás alguna pequeña tarea que quedó relegada para después. Sin darte cuenta caminas un poco apresurada porque quieres completar un pequeño asunto antes de iniciar tu actividad. Nada importante, pero mejor salir de eso. Buscas además en tu mente algún asunto pendiente que necesite resolverse con inmediatez, así sobre la marcha. Cero. Suspiras y sigues, porque cuando llegues, todo tendrá sentido. Te invadirá una satisfacción inexplicable. Haciendo lo tuyo, nada te falta. Y al menos por algunas horas, podrás olvidar lo cansada que estabas cuando despertaste.


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Dos. El pequeño nuevo habitante tendría que aprender a comportarse. Regresaba a una vida que no recordaba. A la intriga por los espacios, se le sumaba una memoria inexistente de nueve años. El apartamento tenía alfombras en todas partes y una habitación para él. Nunca había dormido solo. Se le antojó que el centro de aquel hogar era la biblioteca de madera que estaba en la sala - comedor, donde las enciclopedias Salvat y el diccionario Larousse convivían con algunos libros sobre el socialismo y una colección de Julio Verne. En el centro un tocadiscos y varios acetatos de Soledad Bravo, Alí Primera y Un Solo Pueblo. Muebles de mimbre con mesita de centro. Una ventana grande pero cerrada. Algunos ceniceros limpios. Mejor dicho, todo limpio y en orden. A la casa de su papá sólo le hacían falta un paquete de metras y algunos soldaditos de plástico.

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Tres. Intencionalmente pidió que fuera en silencio. Tenía la idea de que la música lo obligaba a olvidarse de sí. Que lo convertía en su instrumento. Así que se rebelaba cada vez que podía. De manera que esa vez, sólo se abrió el telón, entró la luz lentamente y luego él. ¿A hacer qué? Ni idea. A ser coherente se me ocurre. A escucharse. También a no perder el control, porque en ese momento no se piensa igual. Por eso pide que no haya música, para regresar de nuevo al no lugar sin tiempo. Para ver si se asusta o si el vértigo lo hace llorar o perderse. Entonces la obra se arma desde un él que reconoce solo a medias y que cuando no improvisa, permanece oculto, al acecho, distante.

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Cuatro. Antes de que él llegara todo era diferente. No compartía lo que era mío, incluyéndolos a ellos. Yo sentía que estaba en el centro. Hasta aprendí a decir mi nombre. Pero ahora que él está, todo parece distinto. Siento una agitación constante y he tenido que aprender a compartir mis cosas. Aunque siempre nos reconciliamos, las discusiones se tornan agresivas y saturamos el ambiente de ruidos. Distintos ruidos. Y creo que lo disfruto. Es como un estado de agitación constante. El día que me fui, por ejemplo. El sol entraba por la ventana, el aire estaba fresco y de pronto volé hasta perderme. Pase días tratando de volver. Llamando desesperada. Nunca perdí la esperanza, ni bajé la voz. Hasta que vinieron por mí y estuvimos juntos de nuevo. No me gustó estar ausente, pero a veces no puedo controlarme. Y aunque me gusta estar aquí, ya no puedo recordar mi nombre.
Rafael Nieves
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viernes, 23 de septiembre de 2016

Tres cuentos solos

I. Sincronía

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Dos días antes había estado preguntándose cuando tendría fuerzas para afeitarse. Y aunque su barba escasa realmente no le molestaba, al verse en el baño le entraba algo como un desacomodo. Pensó que también tenía espejos en los cuartos, pero en ellos no se veía igual. Tal vez porque eran habitaciones compartidas y se siente muy raro que lo encuentren a uno intimando con uno mismo. Incluso estando solo en la casa sentía que el lugar con más luz, más cómodo; es decir, el adecuado para mirarse a sí mismo a la cara, era el baño. Y con la puerta cerrada.

Aunque entraba y salía del baño un montón de veces durante el día, nunca se sentía demasiado motivado para quedarse mirando el espejo. Se rasuraba, se lavaba las manos, cepillaba sus dientes con regularidad, pero sólo en algunas oportunidades y como de refilón, se lanzaba una breve mirada. Nada grave. De hecho eran más las veces en que se obviaba a sí mismo. Su atención no era particularmente afecta a sus propios encantos.

Pero ese día, que pudo ser uno cualquiera, lo vio. Fue como un leve reflejo. Una percepción sutil. Como un movimiento sentido de dos maneras distintas. El que registró en su cuerpo y el que creyó ver en el espejo. Su reacción fue más bien lenta, tímida. Sabía que era absurdo, pero igual se asomó nuevamente para comprobar la sincronicidad de sus sensaciones. Y si, todo parecía bien. Todo estrictamente reflejado al frente, pero con la dificultad lógica de los opuestos. Aparentemente, todo en orden. Con una sola excepción: lo vio. Era él. Un yo que generalmente los otros saben más, porque lo miran. Tenía aquello que se suponía debían ser sus propias señas particulares. Y entonces así, como un niño, se le ocurrió hacerse una cara de gruñido, abriendo mucho la boca, asomando los dientes, levantando las cejas; y como no podría dejar de ser, aconteció. Estaba ahí otra vez. Era un reflejo leve, como una falta de sincronía en sus sensaciones.

Y entonces, se asustó.


II. Acecho

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Cuando termina el día de trabajo, llega la hora de las decisiones. Uno puede pensar que hacer con su tiempo. Al menos eso le gustaba creer. En el fondo sabía que se engañaba a sí mismo, porque entre el cansancio, las responsabilidades y sus cualidades ahorrativas, todo se reducía a decidir si tomaba un transporte público que lo dejaría en la puerta de su casa o subir caminando. Si subiera caminando también hay otro par de opciones. Esperar algún grupo con el cual ir acompañado para darse ánimo o subir solo. Si esperaba el grupo, es posible que llegara alguien que hubiese visto antes; entonces puede decidir entre buscarle conversación o quedarse callado, con ese silencio cómplice de los desconocidos - conocidos que suben ya tarde y está oscuro.

Pero nada de eso importa, porque esa noche la luna y los escasos postes de luz amarilla no lo dejaron sentirse tan solo, y había algo de interesante en ese sustico que le entra a uno cuando estando solo, le da por subir de noche aunque esté oscuro.

Primeramente hay que aclarar, que fue una suerte de estremecimiento lo que lo hizo arrancar caminando. Se podría pensar incluso, que lo impulsó la idea de estar realmente solo. Que si se tardaba más decidiendo, llegaría el próximo tren y ya no lo estaría más. Así que avanzó. A medida que subía los sonidos cercanos a la estación iban quedando atrás y las luces mostraban el sendero largo por donde se llega arriba. Muy tarde, ni un alma. Lo cual no se sabe bien si es bueno o malo en una situación como esa. Qué increíble cuanta bulla hacen los grillos y las ranitas. Aquí, en la ciudad. Las sombras se mueven y no se sabe porque parpadea una luz. A lo lejos cualquier montoncito de algo parece un alguien y sin darte cuenta empiezas a sudar. Es que vas rápido. Apretaste el paso allá atrás.

Justo en la mitad del camino cuando es lo mismo regresar que seguir, te preguntas por qué no esperaste más gente. Así que decides trotar, pegar una carrerita; porque ahí en medio de todo, donde no hay nadie, es donde más se agua el guarapo. Como si aquello monstruoso fuese a salir de ti.


III. Acontecidos

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1. En algún momento pensó que la invitación se debía a que bebían juntos los viernes en aquel restaurante de comida casera. Un par de semanas seguidas encontrándose a la hora del almuerzo, lo hizo acreedor a una invitación a la mesa de los del grupo de teatro aquel. Al cabo de un mes ya estaba enterado de todo lo referido a la obra que se estrenaría en seis semanas. Todo se habló entre macarrones con pollo y hervidos de gallina. Análisis de texto, bocetos del vestuario, repartición de personajes. Conoció a todos lo del elenco, menos a uno que no quiso estar. Qué raro, tan buena que se veía la obra.

2. Cuando finalmente aprobó todas las materias del primer año supo que lo haría. Era tradición. Después de un año de estudios, para poder continuar, tenía que hacerse paracaidista. A los 18 años, ya tendría algo muy arriesgado que podría contar. Incluso cuando tuviera 44. Los preparativos iniciarían pronto, pero que importa pasar un mes de vacaciones encerrado en una base militar, si al final tendría cinco saltos encima y unas alas en el pecho.

3. Por eso le dio un gusto enorme cuando ese viernes después de un par de cervezas, le dieron una copia del texto para que leyera por el actor que nunca apareció. Un placer. Se esforzó, aunque era una lectura a primera vista. Lo hizo lo mejor que pudo. Sentía que ya conocía la obra y que total, el restaurante, los amigos, el teatro bien lo valía. Cuando ya cerraban salieron contentos y tambaleantes; el director le puso en las manos el libreto y le dijo que se veían al día siguiente a las 2pm. -Ponte ropa cómoda- le soltó.

4. Durante un mes el sol, el terreno y un par de sargentos hicieron su trabajo. Ardua preparación física y mucha presión, anticipaban las pruebas: cómo levantarse si te arrastra el viento; cómo desentorchar la cuerdas si se enredan; cómo compactar el cuerpo justo en el momento de la salida del avión y finalmente los saltos desde la torre. Una cabina ubicada a tres pisos de altura, desde donde, sostenido por un arnés, simulas el salto por la puerta del avión y te dejas caer por una guaya. Tienes que hacer tres saltos buenos seguidos. Cuando saltas, sales por la puerta y te colocas en posición fetal, después del sacudón abres el cuerpo y extiendes las cuerdas con las manos para ayudar a que se abra la canopia. Se llaman saltos enganchados. Se sintió bien superar la pruebas, los saltos y sobretodo la presión extrema.

5. Durante un mes el director, las lecturas y los ensayos hicieron lo suyo. Era realmente un personaje corto. Tenía una conversación sobre un asunto importante y después entraba unas cuatro veces más. Sobretodo escenas grupales. Moverse por acá, atender a lo que dicen allá y llevarse el saco del protagonista antes del final. En total le tocaba hablar unas doce veces. Incluyendo un "Si" y un "Voy". Ya tenía vestuario. El director estaba nervioso, pero de buen humor. El ensayo general fue un desastre, pero al parecer, eso es normal.

6. El día del acontecimiento amaneció como siempre. Un día normal, sólo que se sentía especial. Como si todo tributara al desenlace. Hasta las cosas simples, como cepillarse los dientes, hacían parte de la preparación. Cuando llegó con los demás pudo comprobar que todos estaban igual: acontecidos. Sólo variaba la forma. La ansiedad hace que el aire se ponga duro como una tabla. Te sudan las manos, se acelera el pulso, se dilatan las pupilas y se agita el pecho. Finalmente, parado en la puerta, estando a punto, no piensas. Todo se hace simple. Justo en ese pequeño instante nada importa más. Y ese es su valor particular. Lo que le otorga su brillo. Ese algo sin forma que nace y tiene su fin en nosotros. Así nos asuste.

Rafael Nieves

lunes, 19 de septiembre de 2016

Inmanente

Estoy interesado por las cosas simples. Pero creo, que el solo hecho de pensarlas, las transforma. Aun con el trato más sutil que les demos, les insuflamos un aliento que hace de ellas algo especial. Ejerciendo el efecto contrario. Me gusta pensar que es en la sencillez donde reposa su brillo. Su valor particular. La posibilidad de contemplarlas es un valor agregado. Pero, ¿Cómo se huye de nosotros? los apetentes. Para los cuales cada otro es una vitrina.


I. Con la puerta trancada todos somos feroces

fotografía Jonathan Contreras
Así acostumbremos cerrar la puerta de los cuartos al dormir o al cambiarnos de ropa. Es sólo en el baño, donde nos es abiertamente permitido echar llave al entrar. Quedar solos con nosotros. Es por excelencia el espacio de lo genital. Del espejo y la imagen. De la higiene y las excreciones.

Dos días antes se había estado preguntando cuando tendría fuerzas para afeitarse el rostro. Su barba escasa no le molestaba en absoluto. Pero era justo ahí, en el baño, donde le entraba el desacomodo. Pensó que tenía espejos en los cuartos, pero en ellos no se veía así. Tal vez porque eran habitaciones compartidas y se sentiría muy raro si le encontraran detallando su reflejo. Incluso cuando estaba solo en la casa, sentía que el lugar con más luz, más cómodo, es decir el adecuado para mirarse a sí mismo a la cara, era el baño. Y con la puerta cerrada.

Aunque no podría contar cuantas veces entraba y salía de él durante el día, nunca se sentía demasiado motivado a mirarse en el espejo. Se rasuraba, se lavaba las manos, cepillabas sus dientes con regularidad, pero sólo en algunas oportunidades y como de refilón, se lanzaba una breve mirada. Nada grave. De hecho eran más las veces en que se obviaba a sí mismo. Su atención no era particularmente afecta a sus propios encantos.

Pero ese día, que pudo ser uno cualquiera, lo vio. Fue como un leve reflejo. Una percepción sutil. Como un movimiento sentido de dos maneras distintas. El que registró en su cuerpo y el que creyó ver en el espejo. Su reacción fue más bien lenta y un poco tímida. Sabía que era absurdo, pero se asomó nuevamente al espejo para comprobar la sincronicidad de sus sensaciones. Y si, todo parecía bien. Todo estrictamente reflejado al frente, pero con la dificultad lógica de los opuestos. Todo en orden. Con una sola excepción. Lo vio. Era él. Un yo que otros saben más, porque lo miran. Con lo que se suponía deberían ser sus propias señas particulares. Y entonces, así como un niño, se le ocurrió hacerse una cara de gruñido, abriendo la boca, asomando los dientes, levantando las cejas; y como no podría dejar de acontecer, ahí estaba otra vez. Era un reflejo leve, como una falta de sincronía en sus sensaciones. Y entonces, se asustó.
                              

II. Caminar en la oscuridad de la noche es sentirse acechado. 

fotografía Victor Alexandre
La necesidad nos obliga algunas veces a retar nuestras posibilidades. La noche es para nosotros momento de reposo, pero para los que vivimos en sociedades urbanas, es también momento de encuentro o reencuentro. Para muchos de hogar. Siempre nos queda al final de la faena, ese momento de retorno. Como desandar el recorrido que iniciamos con el día, tal vez con mucho ánimo, pero ya indudablemente más cansados.

Cuando terminaba el día de trabajo, llegaba la hora de las decisiones. Podía pensar que hacer con su tiempo. Eso le gustaba creer. Aunque supiese que en el fondo se engañaba porque entre el agotamiento, las responsabilidades y sus cualidades ahorrativas, todo se reducía a decidir si tomar un transporte público que lo dejaría en la puerta de su casa o subir caminando. Si subía caminando también había otro par de opciones. Esperar algún grupo con el cual ir acompañado para darse ánimo o subir solo. Si esperaba el grupo, es posible que llegara alguien que hubiese visto antes; entonces podía decidir entre buscarle conversación o quedarse callado, con ese silencio cómplice de los desconocidos - conocidos que suben ya tarde y está oscuro.

Pero nada de eso importa, porque  esa noche la luna y los escasos postes de luz amarilla no lo dejaron sentirse tan solo, y había algo de interesante en ese miedito que le entra a uno cuando estando solo, le da por subir de noche aunque esté oscuro.

Primeramente hay que aclarar, que fue una suerte de estremecimiento lo que realmente lo hizo arrancar caminando. Se podría pensar incluso, que lo impulsó la idea de ir realmente solo. Que si se tardaba más decidiendo, llegaría el próximo tren y ya no lo estaría más. Así que avanzó. A medida que subía los sonidos cercanos a la estación iban quedando atrás y las luces mostraban el sendero largo por donde se llega arriba. Muy tarde, ni un alma. Lo cual no se sabe bien si es bueno o malo en una situación como esa. Qué increíble cuanta bulla hacen los grillos y las ranitas. Aquí, en la ciudad. Las sombras se mueven y no se sabe porque parpadea una luz. A lo lejos cualquier montoncito de algo parece un alguien y sin darte cuenta empiezas a sudar. Es que vas rápido. Apretaste el paso allá atrás.

Justo en la mitad del camino cuando es lo mismo regresar que seguir, te preguntas por qué no esperaste más gente. Así que decides casi trotar porque ahí en medio de todo, donde no hay nadie, es donde más se agua el guarapo. Como si aquello monstruoso fuese a salir de ti.


III. Cuando se abre el telón lo mejor es estar vivo.

fotografía Jonathan Contreras
Así pienses que van a comerte. Me gusta comparar la sensación de vértigo que da el inicio de una obra, con la de saltar de un avión en movimiento. Una vez en el aire, flotando con el paracaídas, no quieres que la obra se acabe.

1. En algún momento pensó que la invitación se debía a que bebían juntos los viernes en aquel restaurante de comida casera. Un par de semanas seguidas encontrándose a la hora del almuerzo, lo hizo acreedor a una invitación a la mesa de los del grupo de teatro aquel. Al cabo de un mes ya estaba enterado de todo lo referido a la obra, que se estrenaría en seis semanas. Todo se habló entre macarrones con pollo y hervidos de gallina. Análisis de texto, bocetos del vestuario, repartición de personajes. Conoció a todos lo del elenco, menos a uno que no quiso estar. Qué raro, tan buena que se veía la obra.

2. Cuando finalmente aprobó todas las materias del primer año supo que lo haría. Era tradición. Después de un año de estudios, para poder continuar, tenía que hacerse paracaidista. A los 18 años, ya tendría algo muy arriesgado que podría contar. Incluso cuando tuviera 44. Los preparativos iniciarían pronto, pero que importa pasar un mes de vacaciones encerrado en una base militar, si al final tendría cinco saltos encima y unas alas en el pecho.

3. Por eso le dio un gusto enorme cuando ese viernes después de un par de cervezas, le dieron una copia del texto para que ayudara leyendo por el actor que nunca apareció. Un placer. Se esforzó, aunque era una lectura a primera vista. Lo hizo lo mejor que pudo. Sentía que ya conocía la obra y que total, el restaurante, los amigos, el teatro bien lo valía. Cuando ya cerraban salieron contentos y tambaleantes; el director le puso en las manos el libreto y le dijo que se veían al día siguiente a las 2pm. -Ponte ropa cómoda- le soltó.

4. Durante un mes el sol, el terreno y un par de sargentos hicieron su trabajo. Ardua preparación física y mucha presión, anticipaban las pruebas: cómo levantarse si te arrastra el viento; cómo desentorchar la cuerdas si se enredan; cómo compactar el cuerpo justo en el momento de la salida del avión y finalmente los saltos desde la torre. Una cabina ubicada a tres pisos de altura, desde donde, sostenido por un arnés, simulas el salto por la puerta del avión y te dejas caer por una guaya. Tienes que hacer tres saltos buenos seguidos. Cuando saltas, sales por la puerta y te colocas en posición fetal, después del sacudón abres el cuerpo y extiendes las cuerdas con las manos para ayudar a que se abra la canopia. Se llaman saltos enganchados. Se sintió bien superar la pruebas, los saltos y sobretodo la presión extrema.

5. Durante un mes el director, las lecturas y los ensayos hicieron lo suyo. Era realmente un personaje corto. Tenía una conversación sobre un asunto importante y después entraba unas cuatro veces más. Sobretodo escenas grupales. Moverse por acá, atender a lo que dicen allá y llevarse el saco del protagonista antes del final. En total le tocaba hablar unas doce veces. Incluyendo un "Si" y un "Voy". Ya tenía vestuario. El director estaba nervioso, pero de buen humor. El ensayo general fue un desastre, pero al parecer, eso es normal.

6. Ese día, amaneció como siempre. Hizo todo lo que se hace durante un día normal, sólo que se sentía especial. Como si todo tributara al acontecimiento. Hasta la cosa más simple como cepillarse los dientes formaba parte de la preparación. Cuando llegó con los demás pudo comprobar que todos estaban igual de crispados. Sólo variaba la forma. La ansiedad hace que el aire se ponga duro como una tabla. Te sudan las manos, se acelera el pulso, se dilatan las pupilas y se agita el pecho. Ya parado en la puerta, estando a punto, no piensas. Todo se hace simple. Justo en ese pequeño instante, no importa nada más. Ese es su valor particular. Lo que le otorga su brillo. Nace y tiene su fin en nosotros. Así nos asuste.
Rafael Nieves


lunes, 12 de septiembre de 2016

Tomates

1. Los muchachos caminaron bajo ese sol caliente y sudoroso de la media mañana. Para llegar tenían que cruzar primero un sembradío de tomates que estaban justos para la cosecha. Rojos y sabrosos. El calor, la plaga, el monte tupido, nada podía sofocar la idea de ir a ver el río. Echarse un baño, conocer gente y tomarse unos refrescos bien fríos. Después de todo, no siempre los amigos de la familia tienen hijos de tu edad y te llevan de vacaciones a un pueblo con río, monte y una siembra de tomates. La casa estaba muy cerca de esas antenas gigantes repetidoras que tienen el nombre del pueblo. Pero ha pasado mucho tiempo de eso, ni idea de cómo se llama.

archivo personal

2. El cuerpo se parece a un cuaderno. En él vamos acumulando hasta sin saber, las notas que nos va poniendo la vida. Las que escribimos o garabateamos nosotros mismos y esas que se van haciendo solas, por el uso. Como cuando se te doblan las puntas o se tiñe con algo, porque lo dejaste suelto en el bolso junto con otras cosas que manchan. Además, en el cuerpo al igual que con la escritura, no todo el mundo nos entiende la letra.

3. El camino hacia el río se hace feliz si vas con tu tribu. Con 14 años arrancarle unos tomates a unas matas para comértelo con mayonesa, puede ser la expresión máxima de la felicidad si te han criado en apartamento. Así que antes de salir uno pasa por la nevera y se lleva el pote de mayonesa como para no regresar por hambre. El agua no importa porque el río es agua dulce, sin importar qué te digan. Así después te duela la panza.

fotografía Oswaldo García

4. Con el tiempo nuestro cuerpo va adquiriendo destrezas y luego progresivamente las va archivando, macerándolas, sustituyéndolas por una especie de comprensión práctica de nuestro entorno. Él simplemente, se adapta. Todo depende de nuestros oficios, nuestros hábitos, inclusive nuestro gustos particulares. Podríamos decir que al llegar a la edad madura hemos acumulado cierta cantidad de escritura que se puede leer en nuestra postura, en nuestra expresión. Nuestra movilidad habla y para el buen entendedor, pocas palabras.

5. Llegar a una poza de río llena de muchachos del pueblo siendo de la capital puede ser enteramente vergonzoso. Sobre todo si el amarillo apio y la franelita que te compró tu mamá te delatan. Por más que llegues con dos amigos, no hay forma. Es su poza, es su río, es su pueblo. Pienso que es más difícil incluso llegar en grupo porque no te sientes forzado a hablarle a nadie y pierdes tiempo en exhibiciones de destreza estériles. Porque además a la poza también van muchachitas y con 14, uno aun no sabe bien que se hace con eso. Aunque mucho después comprendes que en una semana te consigues un morocho perdido, te sacas una noviecita y alguien te ofrece su casa pa' que no regreses a Caracas.

archivo personal

6. Además de las destrezas, nuestro cuerpo se va marcando. Como el cuaderno. Que al principio le pusiste una etiqueta para identificarlo y al rato ya lo reconoces por los rasguños y rayones. Por la hojas dobladas y arrancadas. Por las manchas de grasa y los remiendos. Se hace aun mas único nuestro cuerpo. Si ya era singular al principio, con los años va haciéndose extraordinariamente específico. Con sus dolencias y virtudes. Se nos lee la vida entera, aunque la disfracemos. Aunque la maquillemos. Cuando somos, somos un libro que no termina de escribirse nunca.

7. Los muchachos llegaron a la poza que estaba llena de carricitos del pueblo. Se quitaron la camisa con un poco de pena, al darse cuenta que todos los varoncitos llegaban ya sin camisa y descalzos. Todo el mundo moreno y ellos blanco pálido. Blanco apartamento. Hubo que ponerse en cola y hablarle a unos más grandes que tenían acaparada la piedra desde donde se lanzaban clavados, para que los dejaran saltar. Si lo hacían tenían por lo menos asegurado un inicio.

El primero que saltó lo hizo como una bomba, tratando de ganarse simpatías por chistoso. Pero la cosa no funcionó. Mucha gente con el ceño fruncido. Algunos se quejaron en voz alta, porque estaban en la orilla y los habían salpicado. De manera que el segundo tuvo necesariamente que intentar un clavado olímpico. Así mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado dejaba claro que no se quedarían atrás de esos saltos envidiables que daban los muchachos del pueblo; y por otro se anotaba unos puntos con los amigos por haber enmendado el capote. Un héroe pues.

La verdad es que no sabía hacerlo muy bien. Nunca iba a piscinas, ni saltaba de trampolín. Pero recordaba las olimpiadas por televisión, como se preparaban para saltar, como juntaban las manos y mantenían las piernas juntas, y estiradas. Y fue.

En el aire no se enteró de nada. Pensó que estaba derechito. Que sus manos apuntaban hacia el agua y se mantenían juntas. Se entregó pues, hasta estar en el agua. Después vino algo como un desmayo. Todo ocurrió muy rápido. Se incorporó y se apresuró a llegar a la orilla. La primera reacción fue llevarse las manos a la cabeza, sentía como un adormecimiento caliente en las manos y el cráneo. Afuera del agua lo esperaban todos, conocidos y desconocidos con cara de espanto. Hasta que lo vieron y se echaron a reír recriminándole que eso no eran juegos, que creían que le había pasado una vaina. Pero las risas se acabaron de golpe cuando se saco las manos de la cabeza y con los cabellos mojados se le vino a la cara una cortina de agua con sangre.

fotografía Oswaldo García
8. También está el asunto del reconocimiento de sí. Saberse, así sea con ayuda del espejo. Asumir por ejemplo que hay lunares que no conoces porque no los alcanzas con la vista. Tus manos, pies y pubis. Las marcas de la lechina o las vacunas. Los pequeños ajustes que solo puedes hacerte tu mismo, como el largo del bigote o el cabello. Y todas esas heridas sanadas, cicatrices, los pequeños nudos que quedan de huesos rotos y soldados por tu mismo cuerpo. La lectura que hacemos de nosotros mismos.

9. De regreso del río, tuvo que ser algo fantástico. Una procesión de muchachos arrastrando al herido por entre los tomates. Una emergencia entre chistes, llantos y groserías. Deben haber llegado a la plaza, donde había un consultorio médico. El sol estaba magnífico. Todos descalzos o en cholas. Mojados de río. Amigos y caras nuevas. El doctor con la afeitadora desechable cortando el cabello donde iban a agarrar los cuatro puntos de sutura. Afuera seguro se habían comprado un refresco en la bodega y le estaban echando el cuento al bodeguero, a las señoras y los borrachos. Seguro que ya eran todos amigos. Unas aspirinas y para su casa. Ya habían cuadrado para ir al río mañana. Había uno que no iba a poder bañarse. Pero no importa porque siempre quedaban los tomates. Tuvo que ser algo fantástico, aunque la verdad yo no lo recuerdo.

10. Cosas como por ejemplo cortarse a sí mismo el cabello, con su propia máquina y encontrarse con esa pequeña protuberancia en la cabeza. Esa cicatriz. Y recordar aquellas vacaciones; y el río; y los tomates rojos y sabrosos; y saber que algunas heridas pueden dejar marcas. Y que unas cuantas, pueden ser felices.

Rafael Nieves

lunes, 5 de septiembre de 2016

Retorno

I. Después de tanto tiempo, nosotros los que habitamos este cuerpo, hemos aprendido a tomarnos nuestro tiempo de retorno. Es un tiempo parecido a cuando te despiertas y tratas de enfocar los números del reloj. Vas tratando de hacer coincidir las figuras hasta hacerlas una sola y luego, en un acto de múltiples acuerdos, nos levantamos y juntos entramos al baño. La más de las veces, es el agua de la regadera rodando por la espalda, la que nos hace sentirnos uno; para luego ir a la vida contradiciéndonos lo menos posible entre nosotros.

Los domingos son un caso excepcional porque con la postergación del baño, andamos todos regados e indecisos por la casa arrastrando las cholas entre las matas, los libros, los animales y cualquier otra cantidad de cosas pospuestas durante la semana.

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II. Aclaro que imaginarme así de a varios en vez de uno, me resulta más sencillo que pensarme siendo uno en varias realidades posibles. Igual lo importante en este caso es la sensación de reacomodo, donde la conciliación de distintos intereses, me hacen cerrar filas en torno al bienestar de los míos, incluyendo todos esos que me habitan.

Considero importante resaltar que nosotros, los que al ponernos de acuerdo logramos salir en la mañana y ordenar nuestro mundo, no tenemos siempre las mismas apetencias, aptitudes, ni aspiraciones. Algunas veces nos pasa por ejemplo, no poder decidir sobre la importancia de determinada cosa. No hay consenso. Aunque la mayor parte del tiempo nos decidimos por aquello que ocasione lo mejor para nuestro entorno. Incluyéndonos. A todos. Hasta tú. En algunos casos, hemos logrado consensos a favor del bienestar de otros; cosas que ameritan sacrificios. Las hacemos. Casi nunca entramos en contradicciones profundas con respecto a cuestiones fundamentales, cosas vitales digamos.

La cuestión de los regresos ya es otra cosa.

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Porque significa que estuvimos ahí y nos fuimos. Eso nos genera como es natural, un alerta. Un estado de especial atención. Cosa que nunca nos pasa con la danza, porque de ahí sentimos que nunca nos vamos. Pero hay en cambio otros lugares, otras situaciones de las que vamos y venimos. Entramos y salimos. Muy pocas veces, casi nunca, nos cerramos la posibilidad de volver. Pero esos tiempos se deciden en plenaria y eso ocurre generalmente los últimos jueves de cada mes.

III. Algunas veces nos dejamos. Es como estar en varios sitios, hacer varias cosas, pensar o sentir regado. Esos momentos múltiples generan obviamente mucho desconcierto a los que no son yo o nosotros. Mucha angustia. Pero al igual que en cualquier grupo, pasa que a veces nos cansamos los unos de los otros. Entonces nosotros, los que habitamos este cuerpo nos dejamos por un rato, no mucho claro, pero nos dejamos estar. Y en ese estar hacemos, seguimos, construimos, pero en silencio de los otros. En estado de ausencia.

Entonces retornamos. Volvemos a ser uno con todos y ocupamos nuestro puesto, cumplimos  nuestras obligaciones. Nos esforzamos al máximo por ser coherentes. Tratamos de llamarnos igual; incluso tratamos de ser el mismo, pero menos soberbios, más sabios.


Regreso

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I. El día que se fue, caminó por los pasillos y se alejó por donde está la venta de frutas. Dobló a la derecha para entrar al terreno donde una vez en el carro, lo demás sería dejarse ir. De ahí a la calle, de la calle a la autopista, de la autopista a otra calle y así. Sencillo. Como llevado de la mano.

II. Si durante ese trayecto pasó algo significativo, puede que no lo recuerde. Lo fundamental en ese instante era la noción de regreso. Acción que, aunque no pudiese observarse, ocurrió por partes. Primero el cuerpo, luego la cabeza y así, durante varias horas. Días. Casi como en un acto mecánico, una vez iniciado el proceso fue prácticamente imposible detenerlo. Lo que una vez fue ir, se había trasformado en regreso.

III. Lo otro sería pensar en un retorno del retorno. Y por ahora eso no tenía sentido. Aunque doliera. Mucho.
 Rafael Nieves