lunes, 26 de septiembre de 2016

Cuatro momentos sin nombre

Uno. Mañana estarás ya cansada desde temprano. Despertarás antes de que salga el sol a preparar las cosas ineludibles para que el día ocurra como se necesita. Todas las pequeñas cosas importantes tendrán espacio en tu cabeza y por eso vas a salir con un poco de retraso. Una vez en camino, repasarás mentalmente (otra vez) lo necesario para tu itinerario y encontrarás alguna pequeña tarea que quedó relegada para después. Sin darte cuenta caminas un poco apresurada porque quieres completar un pequeño asunto antes de iniciar tu actividad. Nada importante, pero mejor salir de eso. Buscas además en tu mente algún asunto pendiente que necesite resolverse con inmediatez, así sobre la marcha. Cero. Suspiras y sigues, porque cuando llegues, todo tendrá sentido. Te invadirá una satisfacción inexplicable. Haciendo lo tuyo, nada te falta. Y al menos por algunas horas, podrás olvidar lo cansada que estabas cuando despertaste.


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Dos. El pequeño nuevo habitante tendría que aprender a comportarse. Regresaba a una vida que no recordaba. A la intriga por los espacios, se le sumaba una memoria inexistente de nueve años. El apartamento tenía alfombras en todas partes y una habitación para él. Nunca había dormido solo. Se le antojó que el centro de aquel hogar era la biblioteca de madera que estaba en la sala - comedor, donde las enciclopedias Salvat y el diccionario Larousse convivían con algunos libros sobre el socialismo y una colección de Julio Verne. En el centro un tocadiscos y varios acetatos de Soledad Bravo, Alí Primera y Un Solo Pueblo. Muebles de mimbre con mesita de centro. Una ventana grande pero cerrada. Algunos ceniceros limpios. Mejor dicho, todo limpio y en orden. A la casa de su papá sólo le hacían falta un paquete de metras y algunos soldaditos de plástico.

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Tres. Intencionalmente pidió que fuera en silencio. Tenía la idea de que la música lo obligaba a olvidarse de sí. Que lo convertía en su instrumento. Así que se rebelaba cada vez que podía. De manera que esa vez, sólo se abrió el telón, entró la luz lentamente y luego él. ¿A hacer qué? Ni idea. A ser coherente se me ocurre. A escucharse. También a no perder el control, porque en ese momento no se piensa igual. Por eso pide que no haya música, para regresar de nuevo al no lugar sin tiempo. Para ver si se asusta o si el vértigo lo hace llorar o perderse. Entonces la obra se arma desde un él que reconoce solo a medias y que cuando no improvisa, permanece oculto, al acecho, distante.

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Cuatro. Antes de que él llegara todo era diferente. No compartía lo que era mío, incluyéndolos a ellos. Yo sentía que estaba en el centro. Hasta aprendí a decir mi nombre. Pero ahora que él está, todo parece distinto. Siento una agitación constante y he tenido que aprender a compartir mis cosas. Aunque siempre nos reconciliamos, las discusiones se tornan agresivas y saturamos el ambiente de ruidos. Distintos ruidos. Y creo que lo disfruto. Es como un estado de agitación constante. El día que me fui, por ejemplo. El sol entraba por la ventana, el aire estaba fresco y de pronto volé hasta perderme. Pase días tratando de volver. Llamando desesperada. Nunca perdí la esperanza, ni bajé la voz. Hasta que vinieron por mí y estuvimos juntos de nuevo. No me gustó estar ausente, pero a veces no puedo controlarme. Y aunque me gusta estar aquí, ya no puedo recordar mi nombre.
Rafael Nieves
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