I.
Sincronía
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Dos días antes había estado preguntándose
cuando tendría fuerzas para afeitarse. Y aunque su barba escasa realmente no le
molestaba, al verse en el baño le entraba algo como un desacomodo. Pensó que también
tenía espejos en los cuartos, pero en ellos no se veía igual. Tal vez porque
eran habitaciones compartidas y se siente muy raro que lo encuentren a uno
intimando con uno mismo. Incluso estando solo en la casa sentía que el lugar
con más luz, más cómodo; es decir, el adecuado para mirarse a sí mismo a la
cara, era el baño. Y con la puerta cerrada.
Aunque entraba y salía del baño un
montón de veces durante el día, nunca se sentía demasiado motivado para
quedarse mirando el espejo. Se rasuraba, se lavaba las manos, cepillaba sus
dientes con regularidad, pero sólo en algunas oportunidades y como de refilón,
se lanzaba una breve mirada. Nada grave. De hecho eran más las veces en que se
obviaba a sí mismo. Su atención no era particularmente afecta a sus propios
encantos.
Pero ese día, que pudo ser uno
cualquiera, lo vio. Fue como un leve reflejo. Una percepción sutil. Como un
movimiento sentido de dos maneras distintas. El que registró en su cuerpo y el
que creyó ver en el espejo. Su reacción fue más bien lenta, tímida. Sabía que
era absurdo, pero igual se asomó nuevamente para comprobar la sincronicidad de
sus sensaciones. Y si, todo parecía bien. Todo estrictamente reflejado al
frente, pero con la dificultad lógica de los opuestos. Aparentemente, todo en
orden. Con una sola excepción: lo vio. Era él. Un yo que generalmente los otros
saben más, porque lo miran. Tenía aquello que se suponía debían ser sus propias
señas particulares. Y entonces así, como un niño, se le ocurrió hacerse una
cara de gruñido, abriendo mucho la boca, asomando los dientes, levantando las
cejas; y como no podría dejar de ser, aconteció. Estaba ahí otra vez. Era un
reflejo leve, como una falta de sincronía en sus sensaciones.
Y entonces, se asustó.
II.
Acecho
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Cuando termina el día de trabajo, llega
la hora de las decisiones. Uno puede pensar que hacer con su tiempo. Al menos
eso le gustaba creer. En el fondo sabía que se engañaba a sí mismo,
porque entre el cansancio, las responsabilidades y sus cualidades ahorrativas,
todo se reducía a decidir si tomaba un transporte público que lo dejaría en la
puerta de su casa o subir caminando. Si subiera caminando también hay otro par
de opciones. Esperar algún grupo con el cual ir acompañado para darse ánimo o
subir solo. Si esperaba el grupo, es posible que llegara alguien que hubiese
visto antes; entonces puede decidir entre buscarle conversación o quedarse
callado, con ese silencio cómplice de los desconocidos - conocidos que suben ya
tarde y está oscuro.
Pero nada de eso importa, porque esa noche la luna y los escasos postes de luz
amarilla no lo dejaron sentirse tan solo, y había algo de interesante en ese sustico
que le entra a uno cuando estando solo, le da por subir de noche aunque esté
oscuro.
Primeramente hay que aclarar, que fue
una suerte de estremecimiento lo que lo hizo arrancar caminando. Se podría
pensar incluso, que lo impulsó la idea de estar realmente solo. Que si se
tardaba más decidiendo, llegaría el próximo tren y ya no lo estaría más. Así
que avanzó. A medida que subía los sonidos cercanos a la estación iban quedando
atrás y las luces mostraban el sendero largo por donde se llega arriba. Muy
tarde, ni un alma. Lo cual no se sabe bien si es bueno o malo en una situación
como esa. Qué increíble cuanta bulla hacen los grillos y las ranitas. Aquí, en
la ciudad. Las sombras se mueven y no se sabe porque parpadea una luz. A lo
lejos cualquier montoncito de algo parece un alguien y sin darte cuenta
empiezas a sudar. Es que vas rápido. Apretaste el paso allá atrás.
Justo en la mitad del camino cuando es
lo mismo regresar que seguir, te preguntas por qué no esperaste más gente. Así
que decides trotar, pegar una carrerita; porque ahí en medio de todo, donde no
hay nadie, es donde más se agua el guarapo. Como si aquello monstruoso fuese a
salir de ti.
III.
Acontecidos
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1. En algún
momento pensó que la invitación se debía a que bebían juntos los viernes en
aquel restaurante de comida casera. Un par de semanas seguidas encontrándose a
la hora del almuerzo, lo hizo acreedor a una invitación a la mesa de los del
grupo de teatro aquel. Al cabo de un mes ya estaba enterado de todo lo referido
a la obra que se estrenaría en seis semanas. Todo se habló entre macarrones
con pollo y hervidos de gallina. Análisis de texto, bocetos del vestuario,
repartición de personajes. Conoció a todos lo del elenco, menos a uno que no
quiso estar. Qué raro, tan buena que se veía la obra.
2. Cuando
finalmente aprobó todas las materias del primer año supo que lo haría. Era
tradición. Después de un año de estudios, para poder continuar, tenía que
hacerse paracaidista. A los 18 años, ya tendría algo muy arriesgado que podría
contar. Incluso cuando tuviera 44. Los preparativos iniciarían pronto, pero que
importa pasar un mes de vacaciones encerrado en una base militar, si al final
tendría cinco saltos encima y unas alas en el pecho.
3. Por eso le dio
un gusto enorme cuando ese viernes después de un par de cervezas, le dieron una
copia del texto para que leyera por el actor que nunca apareció. Un placer. Se
esforzó, aunque era una lectura a primera vista. Lo hizo lo mejor que pudo.
Sentía que ya conocía la obra y que total, el restaurante, los amigos, el
teatro bien lo valía. Cuando ya cerraban salieron contentos y tambaleantes; el
director le puso en las manos el libreto y le dijo que se veían al día
siguiente a las 2pm. -Ponte ropa cómoda- le soltó.
4. Durante un mes
el sol, el terreno y un par de sargentos hicieron su trabajo. Ardua preparación
física y mucha presión, anticipaban las pruebas: cómo levantarse si te arrastra
el viento; cómo desentorchar la cuerdas si se enredan; cómo compactar el cuerpo
justo en el momento de la salida del avión y finalmente los saltos desde la
torre. Una cabina ubicada a tres pisos de altura, desde donde, sostenido por un
arnés, simulas el salto por la puerta del avión y te dejas caer por una guaya.
Tienes que hacer tres saltos buenos seguidos. Cuando saltas, sales por la
puerta y te colocas en posición fetal, después del sacudón abres el cuerpo y
extiendes las cuerdas con las manos para ayudar a que se abra la canopia. Se
llaman saltos enganchados. Se sintió bien superar la pruebas, los saltos y
sobretodo la presión extrema.
5. Durante un mes
el director, las lecturas y los ensayos hicieron lo suyo. Era realmente un
personaje corto. Tenía una conversación sobre un asunto importante y después
entraba unas cuatro veces más. Sobretodo escenas grupales. Moverse por acá,
atender a lo que dicen allá y llevarse el saco del protagonista antes del
final. En total le tocaba hablar unas doce veces. Incluyendo un "Si"
y un "Voy". Ya tenía vestuario. El director estaba nervioso, pero de
buen humor. El ensayo general fue un desastre, pero al parecer, eso es normal.
6. El día del
acontecimiento amaneció como siempre. Un día normal, sólo que se sentía
especial. Como si todo tributara al desenlace. Hasta las cosas simples, como
cepillarse los dientes, hacían parte de la preparación. Cuando llegó con los
demás pudo comprobar que todos estaban igual: acontecidos. Sólo variaba la
forma. La ansiedad hace que el aire se ponga duro como una tabla. Te sudan las
manos, se acelera el pulso, se dilatan las pupilas y se agita el pecho.
Finalmente, parado en la puerta, estando a punto, no piensas. Todo se hace
simple. Justo en ese pequeño instante nada importa más. Y ese es su valor
particular. Lo que le otorga su brillo. Ese algo sin forma que nace y tiene su
fin en nosotros. Así nos asuste.
Rafael Nieves
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