viernes, 23 de septiembre de 2016

Tres cuentos solos

I. Sincronía

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Dos días antes había estado preguntándose cuando tendría fuerzas para afeitarse. Y aunque su barba escasa realmente no le molestaba, al verse en el baño le entraba algo como un desacomodo. Pensó que también tenía espejos en los cuartos, pero en ellos no se veía igual. Tal vez porque eran habitaciones compartidas y se siente muy raro que lo encuentren a uno intimando con uno mismo. Incluso estando solo en la casa sentía que el lugar con más luz, más cómodo; es decir, el adecuado para mirarse a sí mismo a la cara, era el baño. Y con la puerta cerrada.

Aunque entraba y salía del baño un montón de veces durante el día, nunca se sentía demasiado motivado para quedarse mirando el espejo. Se rasuraba, se lavaba las manos, cepillaba sus dientes con regularidad, pero sólo en algunas oportunidades y como de refilón, se lanzaba una breve mirada. Nada grave. De hecho eran más las veces en que se obviaba a sí mismo. Su atención no era particularmente afecta a sus propios encantos.

Pero ese día, que pudo ser uno cualquiera, lo vio. Fue como un leve reflejo. Una percepción sutil. Como un movimiento sentido de dos maneras distintas. El que registró en su cuerpo y el que creyó ver en el espejo. Su reacción fue más bien lenta, tímida. Sabía que era absurdo, pero igual se asomó nuevamente para comprobar la sincronicidad de sus sensaciones. Y si, todo parecía bien. Todo estrictamente reflejado al frente, pero con la dificultad lógica de los opuestos. Aparentemente, todo en orden. Con una sola excepción: lo vio. Era él. Un yo que generalmente los otros saben más, porque lo miran. Tenía aquello que se suponía debían ser sus propias señas particulares. Y entonces así, como un niño, se le ocurrió hacerse una cara de gruñido, abriendo mucho la boca, asomando los dientes, levantando las cejas; y como no podría dejar de ser, aconteció. Estaba ahí otra vez. Era un reflejo leve, como una falta de sincronía en sus sensaciones.

Y entonces, se asustó.


II. Acecho

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Cuando termina el día de trabajo, llega la hora de las decisiones. Uno puede pensar que hacer con su tiempo. Al menos eso le gustaba creer. En el fondo sabía que se engañaba a sí mismo, porque entre el cansancio, las responsabilidades y sus cualidades ahorrativas, todo se reducía a decidir si tomaba un transporte público que lo dejaría en la puerta de su casa o subir caminando. Si subiera caminando también hay otro par de opciones. Esperar algún grupo con el cual ir acompañado para darse ánimo o subir solo. Si esperaba el grupo, es posible que llegara alguien que hubiese visto antes; entonces puede decidir entre buscarle conversación o quedarse callado, con ese silencio cómplice de los desconocidos - conocidos que suben ya tarde y está oscuro.

Pero nada de eso importa, porque esa noche la luna y los escasos postes de luz amarilla no lo dejaron sentirse tan solo, y había algo de interesante en ese sustico que le entra a uno cuando estando solo, le da por subir de noche aunque esté oscuro.

Primeramente hay que aclarar, que fue una suerte de estremecimiento lo que lo hizo arrancar caminando. Se podría pensar incluso, que lo impulsó la idea de estar realmente solo. Que si se tardaba más decidiendo, llegaría el próximo tren y ya no lo estaría más. Así que avanzó. A medida que subía los sonidos cercanos a la estación iban quedando atrás y las luces mostraban el sendero largo por donde se llega arriba. Muy tarde, ni un alma. Lo cual no se sabe bien si es bueno o malo en una situación como esa. Qué increíble cuanta bulla hacen los grillos y las ranitas. Aquí, en la ciudad. Las sombras se mueven y no se sabe porque parpadea una luz. A lo lejos cualquier montoncito de algo parece un alguien y sin darte cuenta empiezas a sudar. Es que vas rápido. Apretaste el paso allá atrás.

Justo en la mitad del camino cuando es lo mismo regresar que seguir, te preguntas por qué no esperaste más gente. Así que decides trotar, pegar una carrerita; porque ahí en medio de todo, donde no hay nadie, es donde más se agua el guarapo. Como si aquello monstruoso fuese a salir de ti.


III. Acontecidos

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1. En algún momento pensó que la invitación se debía a que bebían juntos los viernes en aquel restaurante de comida casera. Un par de semanas seguidas encontrándose a la hora del almuerzo, lo hizo acreedor a una invitación a la mesa de los del grupo de teatro aquel. Al cabo de un mes ya estaba enterado de todo lo referido a la obra que se estrenaría en seis semanas. Todo se habló entre macarrones con pollo y hervidos de gallina. Análisis de texto, bocetos del vestuario, repartición de personajes. Conoció a todos lo del elenco, menos a uno que no quiso estar. Qué raro, tan buena que se veía la obra.

2. Cuando finalmente aprobó todas las materias del primer año supo que lo haría. Era tradición. Después de un año de estudios, para poder continuar, tenía que hacerse paracaidista. A los 18 años, ya tendría algo muy arriesgado que podría contar. Incluso cuando tuviera 44. Los preparativos iniciarían pronto, pero que importa pasar un mes de vacaciones encerrado en una base militar, si al final tendría cinco saltos encima y unas alas en el pecho.

3. Por eso le dio un gusto enorme cuando ese viernes después de un par de cervezas, le dieron una copia del texto para que leyera por el actor que nunca apareció. Un placer. Se esforzó, aunque era una lectura a primera vista. Lo hizo lo mejor que pudo. Sentía que ya conocía la obra y que total, el restaurante, los amigos, el teatro bien lo valía. Cuando ya cerraban salieron contentos y tambaleantes; el director le puso en las manos el libreto y le dijo que se veían al día siguiente a las 2pm. -Ponte ropa cómoda- le soltó.

4. Durante un mes el sol, el terreno y un par de sargentos hicieron su trabajo. Ardua preparación física y mucha presión, anticipaban las pruebas: cómo levantarse si te arrastra el viento; cómo desentorchar la cuerdas si se enredan; cómo compactar el cuerpo justo en el momento de la salida del avión y finalmente los saltos desde la torre. Una cabina ubicada a tres pisos de altura, desde donde, sostenido por un arnés, simulas el salto por la puerta del avión y te dejas caer por una guaya. Tienes que hacer tres saltos buenos seguidos. Cuando saltas, sales por la puerta y te colocas en posición fetal, después del sacudón abres el cuerpo y extiendes las cuerdas con las manos para ayudar a que se abra la canopia. Se llaman saltos enganchados. Se sintió bien superar la pruebas, los saltos y sobretodo la presión extrema.

5. Durante un mes el director, las lecturas y los ensayos hicieron lo suyo. Era realmente un personaje corto. Tenía una conversación sobre un asunto importante y después entraba unas cuatro veces más. Sobretodo escenas grupales. Moverse por acá, atender a lo que dicen allá y llevarse el saco del protagonista antes del final. En total le tocaba hablar unas doce veces. Incluyendo un "Si" y un "Voy". Ya tenía vestuario. El director estaba nervioso, pero de buen humor. El ensayo general fue un desastre, pero al parecer, eso es normal.

6. El día del acontecimiento amaneció como siempre. Un día normal, sólo que se sentía especial. Como si todo tributara al desenlace. Hasta las cosas simples, como cepillarse los dientes, hacían parte de la preparación. Cuando llegó con los demás pudo comprobar que todos estaban igual: acontecidos. Sólo variaba la forma. La ansiedad hace que el aire se ponga duro como una tabla. Te sudan las manos, se acelera el pulso, se dilatan las pupilas y se agita el pecho. Finalmente, parado en la puerta, estando a punto, no piensas. Todo se hace simple. Justo en ese pequeño instante nada importa más. Y ese es su valor particular. Lo que le otorga su brillo. Ese algo sin forma que nace y tiene su fin en nosotros. Así nos asuste.

Rafael Nieves

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