lunes, 12 de septiembre de 2016

Tomates

1. Los muchachos caminaron bajo ese sol caliente y sudoroso de la media mañana. Para llegar tenían que cruzar primero un sembradío de tomates que estaban justos para la cosecha. Rojos y sabrosos. El calor, la plaga, el monte tupido, nada podía sofocar la idea de ir a ver el río. Echarse un baño, conocer gente y tomarse unos refrescos bien fríos. Después de todo, no siempre los amigos de la familia tienen hijos de tu edad y te llevan de vacaciones a un pueblo con río, monte y una siembra de tomates. La casa estaba muy cerca de esas antenas gigantes repetidoras que tienen el nombre del pueblo. Pero ha pasado mucho tiempo de eso, ni idea de cómo se llama.

archivo personal

2. El cuerpo se parece a un cuaderno. En él vamos acumulando hasta sin saber, las notas que nos va poniendo la vida. Las que escribimos o garabateamos nosotros mismos y esas que se van haciendo solas, por el uso. Como cuando se te doblan las puntas o se tiñe con algo, porque lo dejaste suelto en el bolso junto con otras cosas que manchan. Además, en el cuerpo al igual que con la escritura, no todo el mundo nos entiende la letra.

3. El camino hacia el río se hace feliz si vas con tu tribu. Con 14 años arrancarle unos tomates a unas matas para comértelo con mayonesa, puede ser la expresión máxima de la felicidad si te han criado en apartamento. Así que antes de salir uno pasa por la nevera y se lleva el pote de mayonesa como para no regresar por hambre. El agua no importa porque el río es agua dulce, sin importar qué te digan. Así después te duela la panza.

fotografía Oswaldo García

4. Con el tiempo nuestro cuerpo va adquiriendo destrezas y luego progresivamente las va archivando, macerándolas, sustituyéndolas por una especie de comprensión práctica de nuestro entorno. Él simplemente, se adapta. Todo depende de nuestros oficios, nuestros hábitos, inclusive nuestro gustos particulares. Podríamos decir que al llegar a la edad madura hemos acumulado cierta cantidad de escritura que se puede leer en nuestra postura, en nuestra expresión. Nuestra movilidad habla y para el buen entendedor, pocas palabras.

5. Llegar a una poza de río llena de muchachos del pueblo siendo de la capital puede ser enteramente vergonzoso. Sobre todo si el amarillo apio y la franelita que te compró tu mamá te delatan. Por más que llegues con dos amigos, no hay forma. Es su poza, es su río, es su pueblo. Pienso que es más difícil incluso llegar en grupo porque no te sientes forzado a hablarle a nadie y pierdes tiempo en exhibiciones de destreza estériles. Porque además a la poza también van muchachitas y con 14, uno aun no sabe bien que se hace con eso. Aunque mucho después comprendes que en una semana te consigues un morocho perdido, te sacas una noviecita y alguien te ofrece su casa pa' que no regreses a Caracas.

archivo personal

6. Además de las destrezas, nuestro cuerpo se va marcando. Como el cuaderno. Que al principio le pusiste una etiqueta para identificarlo y al rato ya lo reconoces por los rasguños y rayones. Por la hojas dobladas y arrancadas. Por las manchas de grasa y los remiendos. Se hace aun mas único nuestro cuerpo. Si ya era singular al principio, con los años va haciéndose extraordinariamente específico. Con sus dolencias y virtudes. Se nos lee la vida entera, aunque la disfracemos. Aunque la maquillemos. Cuando somos, somos un libro que no termina de escribirse nunca.

7. Los muchachos llegaron a la poza que estaba llena de carricitos del pueblo. Se quitaron la camisa con un poco de pena, al darse cuenta que todos los varoncitos llegaban ya sin camisa y descalzos. Todo el mundo moreno y ellos blanco pálido. Blanco apartamento. Hubo que ponerse en cola y hablarle a unos más grandes que tenían acaparada la piedra desde donde se lanzaban clavados, para que los dejaran saltar. Si lo hacían tenían por lo menos asegurado un inicio.

El primero que saltó lo hizo como una bomba, tratando de ganarse simpatías por chistoso. Pero la cosa no funcionó. Mucha gente con el ceño fruncido. Algunos se quejaron en voz alta, porque estaban en la orilla y los habían salpicado. De manera que el segundo tuvo necesariamente que intentar un clavado olímpico. Así mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado dejaba claro que no se quedarían atrás de esos saltos envidiables que daban los muchachos del pueblo; y por otro se anotaba unos puntos con los amigos por haber enmendado el capote. Un héroe pues.

La verdad es que no sabía hacerlo muy bien. Nunca iba a piscinas, ni saltaba de trampolín. Pero recordaba las olimpiadas por televisión, como se preparaban para saltar, como juntaban las manos y mantenían las piernas juntas, y estiradas. Y fue.

En el aire no se enteró de nada. Pensó que estaba derechito. Que sus manos apuntaban hacia el agua y se mantenían juntas. Se entregó pues, hasta estar en el agua. Después vino algo como un desmayo. Todo ocurrió muy rápido. Se incorporó y se apresuró a llegar a la orilla. La primera reacción fue llevarse las manos a la cabeza, sentía como un adormecimiento caliente en las manos y el cráneo. Afuera del agua lo esperaban todos, conocidos y desconocidos con cara de espanto. Hasta que lo vieron y se echaron a reír recriminándole que eso no eran juegos, que creían que le había pasado una vaina. Pero las risas se acabaron de golpe cuando se saco las manos de la cabeza y con los cabellos mojados se le vino a la cara una cortina de agua con sangre.

fotografía Oswaldo García
8. También está el asunto del reconocimiento de sí. Saberse, así sea con ayuda del espejo. Asumir por ejemplo que hay lunares que no conoces porque no los alcanzas con la vista. Tus manos, pies y pubis. Las marcas de la lechina o las vacunas. Los pequeños ajustes que solo puedes hacerte tu mismo, como el largo del bigote o el cabello. Y todas esas heridas sanadas, cicatrices, los pequeños nudos que quedan de huesos rotos y soldados por tu mismo cuerpo. La lectura que hacemos de nosotros mismos.

9. De regreso del río, tuvo que ser algo fantástico. Una procesión de muchachos arrastrando al herido por entre los tomates. Una emergencia entre chistes, llantos y groserías. Deben haber llegado a la plaza, donde había un consultorio médico. El sol estaba magnífico. Todos descalzos o en cholas. Mojados de río. Amigos y caras nuevas. El doctor con la afeitadora desechable cortando el cabello donde iban a agarrar los cuatro puntos de sutura. Afuera seguro se habían comprado un refresco en la bodega y le estaban echando el cuento al bodeguero, a las señoras y los borrachos. Seguro que ya eran todos amigos. Unas aspirinas y para su casa. Ya habían cuadrado para ir al río mañana. Había uno que no iba a poder bañarse. Pero no importa porque siempre quedaban los tomates. Tuvo que ser algo fantástico, aunque la verdad yo no lo recuerdo.

10. Cosas como por ejemplo cortarse a sí mismo el cabello, con su propia máquina y encontrarse con esa pequeña protuberancia en la cabeza. Esa cicatriz. Y recordar aquellas vacaciones; y el río; y los tomates rojos y sabrosos; y saber que algunas heridas pueden dejar marcas. Y que unas cuantas, pueden ser felices.

Rafael Nieves

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