lunes, 17 de julio de 2017

El amor de los perros

Yo estaba parado al borde de la acera frente al rayado, esperando que cambiara el semáforo para cruzar. Al principio no pude verte porque éramos muchos y hay situaciones en las que me gusta ser parte de la manada. Pero es justo esa precaria noción de grupo, tan fugaz, la que me ha enseñado a despertar a causa de algunos detonantes. Fue casualmente una amiga muy joven la que me instruyó sobre este mecanismo en particular. Uno que podríamos llamar el síndrome del rebaño de rayado peatonal. Y bueno sin poder eludir eso que ahora sé, me vi reaccionando ante la falsa sensación de que la luz había cambiado, cuando en realidad por la sintonía entre los cuerpos di un paso para bajar de la calzada, solamente para volver sobresaltado al mundo y darme cuenta que el semáforo seguía en rojo. La muchedumbre optó por abalanzarse al cruce sin importar que venían algunos carros. No estaban cerca, pero venían. Y si estás en mi ciudad sabes que no van a disminuir la velocidad hasta que casi los tengas encima. Es decir, si la manada no está alerta lo mejor es regresar los dos pasos tontos que diste para evitar una desgracia.

Ila Nieves

Dependiendo del día, despertarse así puede ser bueno o tal vez menos malo. Para mí fue excelente. Porque una vez que el rebaño huyó en desbandada, te vi. Ahí estabas, eras tú con ese gorrito negro de felpa lleno de brizna y migas de pan que te daba ese carácter de chica independiente, aunque estoy casi seguro que ni siquiera eras tan grande. Llevabas puesta una franelita de rayas y una falda de color confuso muy desgastados y muy sucios. Los zapatos no. Esos daban la impresión de tener menos uso, sobre todo por los colores brillantes que delataban la diferencia. Y mira qué maravilla ese cachorro flaco de raza indeterminada que llevabas con su pecherita. Tenía una correa negra y desgastada igual que tu gorro.

La gente seguía llegando y eso me ayudó a disimular la curiosidad. Sólo me permití pequeños giros de cabeza en tu dirección con la excusa de comprobar que los carros seguían pasando. En un primer momento para mí fue pensar que se había creado entre nosotros cierta complicidad con ese prudente gesto de espera. Como si ambos tuviésemos en un bolsillo oculto de la cartera el carnet de membresía de alguna sociedad secreta de los que quieren cambiar al mundo respetando semáforos peatonales. Esto se acentuó aún más cuando comencé a tener la sensación de que la gente que llegaba, seguía insistiendo en lanzarse a la calle. Cómo si no hubiese tiempo, cómo si se hubiese activado algún sentido de alarma en la manada del cual yo empezaba a sentirme privado. En ningún momento hasta ahora, me había percatado de que tu aspecto humilde en extremo, podía haberlos espantado. De hecho, llegado ese momento asumí el peso de mi nueva membrecía y me di cuenta que se hacía largo el tiempo de espera en nuestro semáforo. Nuestro. Porque el haber llegado allí antes que los demás y haber visto a tantos lanzarse a la corriente y correr peligro, nos daba algo de solemnidad. Una especie de autoridad moral o pericia que pudo haber llegado a manifestarse a través de algunos comentarios de desaprobación o incluso, intentando evitar que alguna madre ajetreada se lanzara hacia los carros arrastrando por el brazo a sus muchachitos.

Bazu

La verdad es que yo sabía que el tiempo de cruce en esa esquina tendía a hacerse un poco más largo de lo común y los conductores no dudaban en acelerar, por eso no dudé en afiliarme.

En algún momento en medio de la estampida constante, me atreví a mirarte a la cara. Desde el principio había tratado de evadir el detalle de la ropa. Evité sacar conclusiones anticipadas. Nunca llegué a sentir lástima, ni miedo. Me gustó de ti la dignidad de no querer enfrentar los carros. Como quien sabe que en algún momento el semáforo cambia y es sólo avanzar y perderse entre la gente. También el detalle del cachorro flaco y amable como tú y como yo, que no había querido seguir con la manada. Pero cuando finalmente tuve el valor, tú no estabas. Tus pupilas minúsculas andaban en otro lugar muy distinto a este rayado con carros que no frenan y madres que arrastran a sus hijos. Perdidos como tú, que ya no te hace falta mirarnos. Y tenías esa sonrisa alucinada que dan las alegrías sencillas. ¿Dónde estabas?

Cuando cambió la luz, te fuiste con tu perro flaco, y tus poquitos años, y tus ojos perdidos. Y me dejaste solo en mi club. Donde están los que quieren portarse bien y nada saben de los que tienen poco y caminan y esperan en los semáforos y sonríen porque así se siente el amor de los perros.
Rafael Nieves

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