El abuelo era un señor alto de
bigote rubio. Tenía la costumbre de instalar un pesebre que ocupaba un sector
importante de la sala en época navideña. Visto desde la perspectiva de un niño
aquello era una atracción espectacular. Animales, árboles, gente, casas, molinos,
establos, pero también me parece recordar un río con agua de verdad que corría,
y luces y quién sabe qué otro artilugio había podido permitirse el abuelo
carpintero. Cosas así no se olvidan tan fácil. Aunque la distancia y la
admiración hagan que uno lo recuerde todo más grande y fantástico de lo que quizás
realmente era. A partir de sus maneras más bien reservadas, se podía intuir en
él la dedicación necesaria para sacar adelante una casa bonita de dos pisos con
su patio, un terreno pequeño y trece hijos. Al abuelo le faltaban dos dedos y
medio. Los había ido perdiendo en el trabajo a lo largo de los años. Esas eran el
tipo de cosas aterradoras que yo sólo podía imaginar porque ocurrían en un
tiempo en el que ya no lo veía tan seguido, pero que por supuesto servían para
alimentar mi admiración porque seguía siendo el artífice de cuanta litera de
pino, puerta y escritorio hacía falta.
Recuerdo un corto tiempo en
que viví en su casa. Su regreso del trabajo por la noche estaba precedido por
el sonido de la Brasilia blanca, con
su inconfundible motor Volkswagen.
También por el gusto anticipado de pan caliente que traía consigo y que sería
acompañado por un huevo frito, que el recuerdo infantil conserva con la yema
blanda y la clara banca, muy suave y lisa. Por años he intentado
infructuosamente replicar esa forma de cocinar los huevos y por supuesto aún no
he podido lograrlo. Imposible alcanzar el recuerdo. Esta imagen vigorosa del abuelo canario se complementa necesariamente con la de la abuela morena,
bajita y esbelta (la verdadera responsable de los huevos fritos imposibles). De
noche en esa casa grande se escuchaban los grillos casi de manera estruendosa,
y uno podía encontrarse a toda hora y en cualquier lugar algún tío que no se
hubiese casado aún o algún otro que habiéndolo intentado regresaba momentáneamente
mientras componía cualquiera de esas cosas que uno suele estropear cuando se
casa.
De la abuela no puedo decir
que era porque afortunadamente aún sigue siendo. Además del carácter necesario
para lidiar con ese gentío, conservaba a sus casi noventa años una envidiable vitalidad
capaz de permitirle agarrar un transporte público para venir a Caracas (acompañada
claro está), con una cartera llena de billetes para comprarse ella misma unas
telas para unas sábanas y una sandalias porque según, sus hijos sólo la quieren
cargar encerrada en un carro con aire acondicionado y así uno no puede disfrutar
de nada.
De cuando estaba chico hace
ya demasiados años, conservo retazos de anécdotas, eventos que reconstruyo por
partes. Porque es normal que a los muchachos no se les ande contando todo lo
que pasa, aunque igual siempre se nos escapan cosas cuando hablamos entre
nosotros o llamamos a una cuñada para chismear de tal o cual disparate.
Cuentan que por aquellos
años, la abuela comenzó a recibir algunas tardes la visita de unas amigas para
leer la biblia. De alguna manera que mi mente infantil nunca logró procesar
completamente, parece que aquello hizo que llegada la navidad, la abuela no
quisiera poner el nacimiento. Lo cual como era obvio no le gustó al abuelo. Al
menos ésta fue la forma en que escasamente interpreté lo ocurrido. También supe
que hubo algunos a favor y otros en contra. Imposible saber si aquel conflicto
tuvo más episodios. En mi cabeza se formaron tantas versiones como familiares a
los que les escuché hablar sobre aquel acontecimiento. Opiniones no sé qué tan cercanas
a lo que verdaderamente ocurrió. Algunas incluso contradictorias. Por fortuna la
casa de los abuelos siguió por mucho siendo el espacio de reconocimiento para
todos, a pesar de las diferencias. Se siguieron haciendo celebraciones. La
familia siguió encontrándose, aunque alguno que otro se pierde por mucho tiempo
y otros más prefieren reunirse en fechas distintas. De lo que si no tengo dudas
es que algunos vínculos no se rompen muy a pesar de la diferencia en nuestras
opiniones; que quizás para maravillarse no hacen tanta falta los artilugios ni la
distancia; que asombrarnos juntos puede recordarnos todo lo grande y fantástico
que existe; y que la abuela cuidó amorosamente hasta hace unos quince años cuando nos
dejó, a este señor alto de bigote rubio que era el abuelo.
Rafael Nieves
No hay comentarios:
Publicar un comentario