fotografía Gabriel Calderón |
1.
La señora Jesusa, que así le dicen, había llegado arrastrándose desde el baño
hasta la puerta de la calle para pedir ayuda. Para mí sigue siendo un misterio
si la puerta estaba abierta o tuvo fuerza suficiente para abrirle a la media
docena de vecinos que en ese momento se miraban atónitos entre ellos buscando
respuesta. Mi preocupación principal que era cómo ayudarla, tuvo que ceder un
par de minutos a las aclaratorias de rigor que dieron los que ya estaban en el
apartamento cuando llegué.
Ya
habían llamado desde su propio teléfono a un hijo que vive en el otro extremo
de Caracas, su esposo al parecer no estaba en el bar acostumbrado, a pesar de
ser hora de almuerzo. La ineficacia de los servicios de emergencia y la
confirmación por parte de su hijo de que sí tenían seguro, hicieron que se
impusiera la tesis del traslado inmediato por parte nuestra a una clínica que
queda a media cuadra. Asumí la responsabilidad de sacarla de su posición de
reposo para sentarla en una silla ayudado por Luis, nuestro conserje; me
pareció que podíamos trasladarla mejor sentada. Fue ahí cuando noté que el
color rojo intenso del trapo era producto de la sangre que ya goteaba. Le
ofrecí un poco de agua que apenas aceptó y que luego nos devolvió en vómito,
cuando Luis y yo la bajamos por el ascensor.
En
la puerta del edificio un vecino mas musculoso la cargó el solo con todo y silla,
y casi corrió hasta la emergencia de la clínica, mientras nosotros parábamos
los carros que venían.
fotografía Gabriel Calderón |
2.
En algún momento, entre las cinco o seis personas presentes en el apartamento
de Jesusa se prendió la alarma de la inseguridad. Fue un momento de histeria
donde todos nos cuestionamos que al llevarla a la clínica, sería necesario
cerrar la puerta. Pero, ¿dónde estaban las llaves? Acto seguido, buscarlas por
todo el apartamento. Sin tocar. Era la escena de un casi crimen y nunca se
sabe. Luego, vino un instante de pánico, vernos la cara en silencio y concluir
que el atacante se las había llevado consigo, lo cual fue comprobado por las
cámaras de seguridad que mostraban al muchachito saliendo del edificio,
abriendo el mismo las puertas con unas llaves, no sin antes detenerse a
arreglarse los ruedos del pantalón.
Mientras
buscaba las llaves, pude hacerme una idea de lo que había ocurrido ese día. Los
nuestros son apartamentos sencillos con dos habitaciones, un baño, una cocina y
una sala comedor con su balcón para poner las matas. De manera que fue muy
rápido. En los cuartos solo resaltaban las gavetas revueltas y un par de
cofrecitos volcados sobre la cama, donde lo único que sobresalía eran unas
cuantas monedas de cinco bolívares viejas, esas que llamábamos fuertes.
El asunto se centraba en el baño.
Una piedra de las que se usan en la cocina para
machacar los ajos estaba colocada sobre la tapa de la poceta. Manchada de rojo.
Había un pozo de sangre en el piso y un rollo de papel higiénico aún en su
puesto, enchumbado también de rojo. Fue entonces, que noté el rastro del cuerpo
que cruzaba desde ahí hasta la puerta de la calle. Como un camino carmesí. Se
había arrastrado, no vi pisadas. Y ya pues. Las versiones de lo que pasó
comenzaron a organizarse en mi cabeza sin que pudiera evitarlo. Mucha
televisión, mucho cine, pero también mucha realidad.
Mucho miedo
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3.
En torno a este asunto hay muchas opciones de interpretación. Mi experiencia se
organiza en torno a lo que vi.
Como
es normal no fue a mí al que buscaron para ayudar, sino a Hilse que ayuda a
todos. Cuando sonó el timbre yo ni me ocupé. Ella salió de la casa, volvió casi
enseguida y me dijo: -me voy con la niña, abajo pasó algo muy fuerte, creo que
tú puedes ayudar-. No me pareció raro debido a ese acuerdo tácito que tenemos,
de cuidar a la niña de los impactos innecesarios que en Caracas abundan. Ya le
tocará a ella cuidar de nosotros.
Una
vez inmerso en la situación, noté como mis vecinos estaban imposibilitados. El golpe
los tenía discutiendo opciones acerca de cómo había ocurrido. Ese día, sólo
escuchando, me enteré que la señora Jesusa hacía pequeños arreglos de costura y
por eso recibía a algunos desconocidos; yo sabía que era extranjera, pero ese
día supe que era española y que su familia le estaba pidiendo que regresara a
su país debido a la crisis; que tenía un hijo que había vivido con ella y su
esposo hace ya bastante tiempo. Y cosas por el estilo. Sentí al igual que en
otras situaciones (nunca tan graves, claro) que tenía que forzar una resolución.
Resolver, digamos. Lo importante no era enterarme, verlo y saberlo todo, ni
quien lo hizo, ni siquiera no llenarme de sangre o que mis huellas quedaran por
ahí marcadas. Era que Jesusa no se nos muriera, ahí. Una señora con la que
guardaba esas distancias naturales de los desconocidos. Esa desconfianza mutua
que aprendemos a tener con los diferentes.
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4. Hoy,
ya lejos, me pregunto cuanto de mi danza hubo ese día. De tratar con gentes y
no sólo con cuerpos. Cuanto de realidad hay en nuestras obras. Cuanto de
compromiso auténtico con la vida.
Ese día toqué a Jesusa. Después de 17 años en
este edificio la tuve tan cerca como para sentir su peso y tono muscular. La
piel de sus brazos pegada a los huesos. La cuidé como mejor pude. De cierta
forma nos vi a todos, ya mayores. Me imaginé jubilado arreglando ruedos y
remendando vestidos para no perderme. Yo no la he visto más, pero sé que se
recupera. Ella vive en el apartamento de abajo. Ese día no tuvimos clase de
danza.
Rafael Nieves
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