lunes, 8 de agosto de 2016

Jesusa

Cuando la encontré, estaba sentada en el piso con las piernas de lado, apoyada sobre sus brazos. La mitad de su rostro estaba cubierta por un trapo que alguien le había puesto sobre la cabeza, para no dejar expuesta la herida abierta en su cráneo. Aunque temblaba levemente, era evidente que no se desplomaría, que hacía rato que estaba en esa posición, más por su voluntad de vivir que por la indecisión de los que estaban en el apartamento obviamente en estado de shock.

fotografía Gabriel Calderón
1. La señora Jesusa, que así le dicen, había llegado arrastrándose desde el baño hasta la puerta de la calle para pedir ayuda. Para mí sigue siendo un misterio si la puerta estaba abierta o tuvo fuerza suficiente para abrirle a la media docena de vecinos que en ese momento se miraban atónitos entre ellos buscando respuesta. Mi preocupación principal que era cómo ayudarla, tuvo que ceder un par de minutos a las aclaratorias de rigor que dieron los que ya estaban en el apartamento cuando llegué.

Ya habían llamado desde su propio teléfono a un hijo que vive en el otro extremo de Caracas, su esposo al parecer no estaba en el bar acostumbrado, a pesar de ser hora de almuerzo. La ineficacia de los servicios de emergencia y la confirmación por parte de su hijo de que sí tenían seguro, hicieron que se impusiera la tesis del traslado inmediato por parte nuestra a una clínica que queda a media cuadra. Asumí la responsabilidad de sacarla de su posición de reposo para sentarla en una silla ayudado por Luis, nuestro conserje; me pareció que podíamos trasladarla mejor sentada. Fue ahí cuando noté que el color rojo intenso del trapo era producto de la sangre que ya goteaba. Le ofrecí un poco de agua que apenas aceptó y que luego nos devolvió en vómito, cuando Luis y yo la bajamos por el ascensor.

En la puerta del edificio un vecino mas musculoso la cargó el solo con todo y silla, y casi corrió hasta la emergencia de la clínica, mientras nosotros parábamos los carros que venían.

fotografía Gabriel Calderón
2. En algún momento, entre las cinco o seis personas presentes en el apartamento de Jesusa se prendió la alarma de la inseguridad. Fue un momento de histeria donde todos nos cuestionamos que al llevarla a la clínica, sería necesario cerrar la puerta. Pero, ¿dónde estaban las llaves? Acto seguido, buscarlas por todo el apartamento. Sin tocar. Era la escena de un casi crimen y nunca se sabe. Luego, vino un instante de pánico, vernos la cara en silencio y concluir que el atacante se las había llevado consigo, lo cual fue comprobado por las cámaras de seguridad que mostraban al muchachito saliendo del edificio, abriendo el mismo las puertas con unas llaves, no sin antes detenerse a arreglarse los ruedos del pantalón.

Mientras buscaba las llaves, pude hacerme una idea de lo que había ocurrido ese día. Los nuestros son apartamentos sencillos con dos habitaciones, un baño, una cocina y una sala comedor con su balcón para poner las matas. De manera que fue muy rápido. En los cuartos solo resaltaban las gavetas revueltas y un par de cofrecitos volcados sobre la cama, donde lo único que sobresalía eran unas cuantas monedas de cinco bolívares viejas, esas que llamábamos fuertes.

El asunto se centraba en el baño. 

Una piedra de las que se usan en la cocina para machacar los ajos estaba colocada sobre la tapa de la poceta. Manchada de rojo. Había un pozo de sangre en el piso y un rollo de papel higiénico aún en su puesto, enchumbado también de rojo. Fue entonces, que noté el rastro del cuerpo que cruzaba desde ahí hasta la puerta de la calle. Como un camino carmesí. Se había arrastrado, no vi pisadas. Y ya pues. Las versiones de lo que pasó comenzaron a organizarse en mi cabeza sin que pudiera evitarlo. Mucha televisión, mucho cine, pero también mucha realidad. 


Mucho miedo

fotografía Gabriel Calderón
3. En torno a este asunto hay muchas opciones de interpretación. Mi experiencia se organiza en torno a lo que vi.

Como es normal no fue a mí al que buscaron para ayudar, sino a Hilse que ayuda a todos. Cuando sonó el timbre yo ni me ocupé. Ella salió de la casa, volvió casi enseguida y me dijo: -me voy con la niña, abajo pasó algo muy fuerte, creo que tú puedes ayudar-. No me pareció raro debido a ese acuerdo tácito que tenemos, de cuidar a la niña de los impactos innecesarios que en Caracas abundan. Ya le tocará a ella cuidar de nosotros.

Una vez inmerso en la situación, noté como mis vecinos estaban imposibilitados. El golpe los tenía discutiendo opciones acerca de cómo había ocurrido. Ese día, sólo escuchando, me enteré que la señora Jesusa hacía pequeños arreglos de costura y por eso recibía a algunos desconocidos; yo sabía que era extranjera, pero ese día supe que era española y que su familia le estaba pidiendo que regresara a su país debido a la crisis; que tenía un hijo que había vivido con ella y su esposo hace ya bastante tiempo. Y cosas por el estilo. Sentí al igual que en otras situaciones (nunca tan graves, claro) que tenía que forzar una resolución. Resolver, digamos. Lo importante no era enterarme, verlo y saberlo todo, ni quien lo hizo, ni siquiera no llenarme de sangre o que mis huellas quedaran por ahí marcadas. Era que Jesusa no se nos muriera, ahí. Una señora con la que guardaba esas distancias naturales de los desconocidos. Esa desconfianza mutua que aprendemos a tener con los diferentes.
fotografía Gabriel Calderón
4. Hoy, ya lejos, me pregunto cuanto de mi danza hubo ese día. De tratar con gentes y no sólo con cuerpos. Cuanto de realidad hay en nuestras obras. Cuanto de compromiso auténtico con la vida. 

Ese día toqué a Jesusa. Después de 17 años en este edificio la tuve tan cerca como para sentir su peso y tono muscular. La piel de sus brazos pegada a los huesos. La cuidé como mejor pude. De cierta forma nos vi a todos, ya mayores. Me imaginé jubilado arreglando ruedos y remendando vestidos para no perderme. Yo no la he visto más, pero sé que se recupera. Ella vive en el apartamento de abajo. Ese día no tuvimos clase de danza.

Rafael Nieves

No hay comentarios:

Publicar un comentario