Danza
No tengo la menor idea de
para qué sirve la danza. Nunca la tuve. Fue tan simple como ir sumergiéndome
cada vez más profundo en sus posibilidades. Sin preguntar nunca. Habitar sus
espacios se fue haciendo cada vez más natural. Nada más con la certeza
incomprensible de que era el espacio correcto para desarrollarme. Un lugar, muy
por encima de muchos otros, que me hacía sentir útil. Aunque la verdad no sé
bien para qué. Pero esto no me ocurrió solo. A todos esos lugares distintos a
los que fui progresivamente accediendo, llegué casi siempre acompañado. Y fui presenciando como los otros, mis compañeros de viaje, se iban desvaneciendo.
Desaparecían. Se los tragaba la ciudad, la familia, otras vidas. Y sin embargo,
como atraídos por algún hechizo inconfesable, seguían apareciendo nuevos seres,
como ahora. Como todavía. Y ya no fui más nuevo. Poco a poco perdí la vergüenza
de dedicarme al cuerpo, a esta posibilidad que me sigue abriendo puertas
imaginarias. Aunque debo aceptar que antes, todo en su seno era más sencillo, al
menos en apariencia. Hombres y mujeres con más experiencia me animaban a seguir
el recorrido, a hacerme más y más cuerpo. A no dudar de mi elección. Y así
llegó el tiempo de guiar a otros. De convocarlos e incitarlos a explorar
juntos. Imposible enumerar las formas infinitas en que se han dado dichas
colaboraciones. Ni el alcance en otras vidas posibles. Unos días más gratificantes
que otros. Algunos cuerpos más conmovidos que otros. Y cómo pasa el tiempo. Y
mira este cuerpo. Intuyo que llegado el momento todo para mí habrá acabado. Y
tendré algunas cosas, como todos. Y habré dejado de tener otras que no pude,
contando las muchas que he perdido. Pero cada día será siempre mío. En éxtasis,
entregado al placer de ser desde el cuerpo. Y así me iré, cruzado por la danza.
Vida que puede acabar en cualquier instante. Y será sutil o violento. Pero ya nada
podrá cambiarme, porque mis días fueron felices. Me pasé la vida danzando.
Aunque nunca haya podido explicarlo.
Rosita |
Ciudad
Una ciudad puede ser
prisionera. Sus paredes, cantar odas a cualquier deidad de moda. Sus avenidas, hacernos
sentir libres o cautivos. Algunas construcciones, levantarse en poco tiempo
para cumplir objetivos inmediatos, suplir alguna carencia. Otras, pueden llevar
mucho tiempo en completarse. Sufrir modificaciones, adaptarse e incluso cambiar
de uso dependiendo de la duración del asedio. Los árboles, talados y vueltos a
nacer. Con raíces tan fuertes que pueden sin dudar, romper aceras, deformar
calles. La gente, morirá constantemente en sus rincones. En algunas estructuras,
se traerá nueva vida al mundo. Tendrá como siempre, muchos lugares para hacer más
gente. Lugares para hacer el amor. Y será tomada y devuelta, raptada, liberada
y vuelta a confiscar. Y perseguidores y perseguidos podrán intercambiar sus
lugares con cualquier excusa simple, aunque casi siempre usando mucha fuerza.
Puede incluso cambiar de color, aunque por dentro siga siendo el mismo tono, la
misma frecuencia. Es corta si es en carro, es larga si es a pie. Capas y capas de
pavimento siempre devorado por cauchos infinitos, insaciables. Y los puentes
desaparecen y renacen. Las luces prenden o se dañan. Pero algunas cosas nunca
cambian. Como que desde tu casa a la mía, ya en la tardecita, siempre va a
pegar el sol de frente.
Gente
Somos educados. Tratamos de
expresar nuestro apego a innumerables formas de honrar nuestros deberes.
Exigimos, como es natural, las demandas que hemos convenido. Saludamos, celebramos,
bendecimos. Normalmente esperamos pacientemente por nuestras respuestas.
Convenimos amablemente en los términos adecuados para que ocurran los eventos.
Cuando nos equivocamos, rectificamos y nos disculpamos. Nunca accedemos a
nuestros impulsos más básicos sin estar plenamente convencidos que son producto
de una necesidad fundamental, basada en la supervivencia de nuestro ecosistema.
Amamos lo suficiente. Odiamos casi nada y muy pero muy privadamente. Nos
descontrolamos con frecuencia en cumplimiento de nuestros códigos pero
regresamos convenientemente a la norma. No nos quejamos. Tropezamos, nos caemos,
nos levantamos. Reincidimos. De formas infinitas y absurdas. Nos desconocemos,
pero somos corteses e igual nos saludamos, celebramos y bendecimos. Y muy
de vez en cuando, casi nunca, nos postramos hasta morir.
Rafael Nieves
No hay comentarios:
Publicar un comentario