Batalla
No quiero por ninguna
circunstancia que me sigas amenazando. Hasta cuándo tengo que soportar tus ofensas
y omisiones. Tu desprecio absoluto por las más básicas normas de convivencia.
Además tampoco quiero que me sigas mintiendo. Porque no hay que ser experto
para saber que ya está pasando. Por más que intentes subvertir la realidad con toda
esa retórica violenta, todos sabemos que ya están aquí. En plena invasión, rompiéndonos
el alma. Batallones enteros de muchachitos caminando entre los carros. Vestidos
como pueden, abofeteándonos con su hambre, descalzos. Apuntando hacia los
carros sus armas de plástico, repletas de agua jabonosa. Dando la batalla en
cada semáforo contra la mugre infinita de parabrisas ajenos. Recordándonos el
dolor de perder esta guerra.
Carrito
Si tan sólo hubiese esperado
diez minutos más antes de irme. Si me hubiese bebido otra cerveza. Si tan sólo
hubiese podido vencer ese hábito miserable de repetir calles y avenidas. Si
hubiese cruzado la acera. Si le hubiese sacado conversación a Consuelo o al
chino o los muchachitos de artes visuales. Si no tuviera siempre que tomarme
tan en serio esa idea mórbida de la vida en estado de atención. Pero no. Estaba
predestinado a ser testigo. A sucumbir a la mirada bella de ese niño que junto
a su padre admiraba su carrito. A ver cómo le enseñaba que las ruedas estaban
completas y que no estaba roto, sólo un poco sucio. Y sus ojos encantados,
amorosos, terriblemente inocentes. Sentados juntos como estaban en la acera, ya
tarde. Escarbando la basura, rompiendo bolsas negras. Admirando su tesoro de
plástico.
Bici-banda
Tengo esa costumbre
perniciosa de querer alargar las visitas. Como si ya estando en la puerta de la
calle, justo al despedirme, se activara en mí una verborrea descomunal. Un
hervidero de historias que necesito urgentemente compartir con ese amigo angustiado
que mira desde la puerta de su edificio hacia ambos lados de la calle, un sábado
al mediodía. Algunas veces lo logro y es entonces el amigo quien toma las
riendas de los cuentos y me señala:
-¿Ves ese edificio ahí al
frente? Bueno en diciembre vino un operativo y le regalo a todos unas
bicicletas pequeñas. Yo no sé a quién se las quitaron, lo que sé es que todas
eran rosadas, como de niña. Con unos flecos que le cuelgan del manubrio y una
cestica plástica delante. Era impresionante porque le dieron a todo el mundo,
hasta a los más manganzones. A mí me parece bien por los más pequeños, aunque ni
idea de cómo organizan eso. Pero lo más cumbre es que ya en enero un poco de
tipos que ni siquiera cabían en las bicicletas comenzaron a pasearse en grupos
grandes por toda la avenida. Y se dedicaron a robar gente. Yo sé que no me
crees pero por ahí se la pasan todavía.
Un poco dudoso, le aseguré que
había visto cosas peores y que ya nada podría extrañarme. Pero creo que mi
respuesta no le convenció mucho porque lo noté ofendido, y fue poco a
poco arrimándome hacia la calle, como con unos empujoncitos amables que me hicieron
quedar del lado de la acera, más allá de la reja.
-Y bueno, saludos a la
familia, cuídate.
Fue lo último que dijo, y
después escuché cómo se trancaba la reja y el sonido de doble vuelta de la
llave en la cerradura de la puerta de adentro. Todo eso antes de que me
decidiera a caminar unos pocos pasos hacia la parada de autobús que estaba casi
al frente, desde donde pude girar la cabeza hacia la izquierda para ver si
venía algún transporte público, y me topara a lo lejos ya sin sorpresa, casi
resignado, con un grupo grande de manganzones que se acercaban a toda velocidad
montados en unas bicicletas rosadas demasiado pequeñas para su tamaño.
Rafael Nieves
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