lunes, 28 de agosto de 2017

Tres ejercicios de ciudad

Caído
Visto de lejos, nada se podría intuir de su semblante. Tampoco algo en su postura podría delatar el delirio de la fiebre, que poco a poco ya lo iba abandonando. De no ser por los escasos utensilios personales, podía haber pasado por alguna aglomeración de desperdicios esperando a ser recogidos por el camión de la madrugada. La sangre apenas brillaba por el reflejo de la luz del poste. La mayoría debía estar ya seca a esa hora. Como un feto gigante, herido, retando la noche. Y sola la calle. Si alguien lo hubiese visto de lejos, habría pensado que estaba dormido. La forma en que su cuerpo se amoldaba a la esterilla de cartón y ésta a la acera, transmitía cierta calma cómoda. Acurrucado y envuelto en algo gris oscuro como las sombras. Una distancia prudente permitiría a cualquiera evadir el susto y el hedor penetrante. Tenía un par de zapatos roídos colocados uno al lado del otro, como puestos al borde de una cama inexistente. Los pies desnudos, sucios y marrones descansaban detrás de los glúteos, casi cruzados. Uno encima del otro como acariciándose, buscando calor. Del saco sobresalían unas manos gruesas, sosteniéndose entre sí en posición de oración, muy cerca del rostro. Si alguien mirara de cerca, podría notar como del cartón había fluido un vasto río color vino. Abriéndose paso desde el abdomen hasta derramarse en el suelo. Un delta carmín entrando a la inmundicia de la acera, como una copa rota. Si alguien hubiese pasado por ahí a esa hora, sin duda cruzaría la calle. Y sólo se atrevería a darle un corto vistazo desde la seguridad de la acera de en frente. Desde donde no podría ver la sangre, ni oler la mierda, ni sentir el espanto de la muerte.


Trampa
En el metro de Caracas han puesto una trampa. En cada uno de los siete vagones que tiene cada tren. Desde su flamante inicio de operaciones en el año mil novecientos ochenta y tres, las normas de convivencia en sus instalaciones eran universalmente aceptadas y medianamente respetadas. Claro que hoy, cuando ni siquiera podemos cumplir con nuestra Constitución Nacional que tanto podemos exigirle al manual de usuarios de lo que en su momento fue el orgullo de nuestra ciudad. Durante mucho tiempo intentamos ser mejores. Al menos a bordo del Metro de Caracas. Pero ahora, en esta hora menguada, nos han puesto una trampa. Ya no las cámaras de vigilancia o los parlantes donde constantemente se repetía entre estación y estación nuestro fallido manual de usuarios. Me refiero es al color de las butacas. Sólo como para que quede constancia, recuerdo claramente que todos los asientos eran de un color ocre sucio. Sucio, pero bonito. Ahora en cambio estamos en medio de una conspiración de color. Los asientos generales han pasado a ser de color rojo. Y están esas doce butacas por vagón de color azul. Azul preferencial. Porque no hay forma de conceder a nuestros discapacitados, ancianos y mujeres embarazadas el beneficio de la duda ante sus congéneres. Porque estamos en forcejeo con lo que somos y podemos. Porque hemos pedido a gritos que se nos ponga en evidencia y que nos victimicen y que nos usurpen la posibilidad de ser mejores por convicción propia.


Por su nombre
Tengo un trabajo nuevo. Inservible como todos los demás pero con impacto seguro. Porque no podemos permitir que se siga regando la tristeza y al parecer, no hay nada mejor en el mundo para combatir el desánimo que sobarle el lomo a un gato. Para esto me propongo esperar a que algunos de mis amigos que lamentablemente, no han tomado aún la acertada decisión de esterilizar a sus mascotas, entren en estado de desespero. Cuando ya las gatas no los dejen dormir llorando, o se le metan los gatos machos a su vivienda, y además de mancillarle a la felina, le causen algún que otro destrozo. O por el contrario pierdan su gato por varias semanas y este regrese justo, cuando ya desahuciados estaban a punto de adoptar un perro. Entonces mis amigos, parteros de mascotas, abuelos prematuros, entrarán en estado de angustia por entregar la camada antes de terminar por encariñarse con algún otro de estos elementos emocionalmente perturbadores. Yo entonces meteré a los mininos infantes en un saco cómodo y caliente. Y subiré a una ruta larga de autobús. Y estando ahí, como al descuido, dejaré entreabierto el cierre del saco para que uno a uno vayan asomando la cabeza para sentir el aire. Y que los otros pasajeros reaccionen a su tiempo. Los niños, los ancianos y las novias sobre todo. Pero también los otros amigos tristes. Y al primer comentario diré en voz alta que voy camino a regalarlos, pero que si quieren les dejo uno. Que ya no tienen parásitos, ni pulgas. Que ya están destetados. Alguno que otro entrará en duda. Alguna niña se bajará llorando. Pero también, es seguro, estará el que fantasea. Eligiendo el color del pelaje, imaginando la excusa que dará en su casa, soñando con quién compartir esta aventura de adopción suya, pensando dónde dejó la caja aquella de zapatos para hacerle una camita, y también seguramente, preguntándose si los gatos responden por su nombre.

Rafael Nieves

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