Caído
Visto de lejos, nada se
podría intuir de su semblante. Tampoco algo en su postura podría delatar el
delirio de la fiebre, que poco a poco ya lo iba abandonando. De no ser por los
escasos utensilios personales, podía haber pasado por alguna aglomeración de
desperdicios esperando a ser recogidos por el camión de la madrugada. La sangre
apenas brillaba por el reflejo de la luz del poste. La mayoría debía estar ya seca
a esa hora. Como un feto gigante, herido, retando la noche. Y sola la calle. Si
alguien lo hubiese visto de lejos, habría pensado que estaba dormido. La forma
en que su cuerpo se amoldaba a la esterilla de cartón y ésta a la acera, transmitía
cierta calma cómoda. Acurrucado y envuelto en algo gris oscuro como las
sombras. Una distancia prudente permitiría a cualquiera evadir el susto y el hedor
penetrante. Tenía un par de zapatos roídos colocados uno al lado del otro, como
puestos al borde de una cama inexistente. Los pies desnudos, sucios y marrones descansaban
detrás de los glúteos, casi cruzados. Uno encima del otro como acariciándose,
buscando calor. Del saco sobresalían unas manos gruesas, sosteniéndose entre sí
en posición de oración, muy cerca del rostro. Si alguien mirara de cerca, podría
notar como del cartón había fluido un vasto río color vino. Abriéndose paso
desde el abdomen hasta derramarse en el suelo. Un delta carmín entrando a la
inmundicia de la acera, como una copa rota. Si alguien hubiese pasado por ahí a
esa hora, sin duda cruzaría la calle. Y sólo se atrevería a darle un corto
vistazo desde la seguridad de la acera de en frente. Desde donde no podría ver
la sangre, ni oler la mierda, ni sentir el espanto de la muerte.
Trampa
En el metro de Caracas han
puesto una trampa. En cada uno de los siete vagones que tiene cada tren. Desde
su flamante inicio de operaciones en el año mil novecientos ochenta y tres, las
normas de convivencia en sus instalaciones eran universalmente aceptadas y
medianamente respetadas. Claro que hoy, cuando ni siquiera podemos cumplir con
nuestra Constitución Nacional que tanto podemos exigirle al manual de usuarios
de lo que en su momento fue el orgullo de nuestra ciudad. Durante mucho tiempo
intentamos ser mejores. Al menos a bordo del Metro de Caracas. Pero ahora, en
esta hora menguada, nos han puesto una trampa. Ya no las cámaras de vigilancia
o los parlantes donde constantemente se repetía entre estación y estación nuestro
fallido manual de usuarios. Me refiero es al color de las butacas. Sólo como
para que quede constancia, recuerdo claramente que todos los asientos eran de
un color ocre sucio. Sucio, pero bonito. Ahora en cambio estamos en medio de
una conspiración de color. Los asientos generales han pasado a ser de color
rojo. Y están esas doce butacas por vagón de color azul. Azul preferencial.
Porque no hay forma de conceder a nuestros discapacitados, ancianos y mujeres
embarazadas el beneficio de la duda ante sus congéneres. Porque estamos en
forcejeo con lo que somos y podemos. Porque hemos pedido a gritos que se nos
ponga en evidencia y que nos victimicen y que nos usurpen la posibilidad de ser
mejores por convicción propia.
Por
su nombre
Tengo un trabajo nuevo. Inservible
como todos los demás pero con impacto seguro. Porque no podemos permitir que se
siga regando la tristeza y al parecer, no hay nada mejor en el mundo para
combatir el desánimo que sobarle el lomo a un gato. Para esto me propongo
esperar a que algunos de mis amigos que lamentablemente, no han tomado aún la
acertada decisión de esterilizar a sus mascotas, entren en estado de desespero.
Cuando ya las gatas no los dejen dormir llorando, o se le metan los gatos
machos a su vivienda, y además de mancillarle a la felina, le causen algún que otro
destrozo. O por el contrario pierdan su gato por varias semanas y este regrese
justo, cuando ya desahuciados estaban a punto de adoptar un perro. Entonces mis
amigos, parteros de mascotas, abuelos prematuros, entrarán en estado de angustia
por entregar la camada antes de terminar por encariñarse con algún otro de
estos elementos emocionalmente perturbadores. Yo entonces meteré a los mininos
infantes en un saco cómodo y caliente. Y subiré a una ruta larga de autobús. Y
estando ahí, como al descuido, dejaré entreabierto el cierre del saco para que
uno a uno vayan asomando la cabeza para sentir el aire. Y que los otros
pasajeros reaccionen a su tiempo. Los niños, los ancianos y las novias sobre
todo. Pero también los otros amigos tristes. Y al primer comentario diré en voz
alta que voy camino a regalarlos, pero que si quieren les dejo uno. Que ya no
tienen parásitos, ni pulgas. Que ya están destetados. Alguno que otro entrará
en duda. Alguna niña se bajará llorando. Pero también, es seguro, estará el que
fantasea. Eligiendo el color del pelaje, imaginando la excusa que dará en su
casa, soñando con quién compartir esta aventura de adopción suya, pensando
dónde dejó la caja aquella de zapatos para hacerle una camita, y también seguramente,
preguntándose si los gatos responden por su nombre.
Rafael Nieves
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