1.
Nada Héroe
Aquí donde me ven he
perdido la noción absoluta del tiempo. No tengo la menor idea de cuando ocurren
las cosas, llegando incluso a confundir las tareas y los días. Hoy por ejemplo,
podría decir que han pasado ya un par de semanas desde el evento que deseo relatar y
esto a su vez se relaciona con algo leído una semana antes de ese acontecimiento.
Aunque la verdad no estoy para nada seguro. Como tampoco estoy seguro adonde
se remonta ni adonde se dirige la tristeza que me produjo. De tal manera que
pudo haber sido hoy cuando estuve parado frente a aquel mostrador de panadería.
Poco tiempo atrás había leído algunos ejercicios narrativos de José Balza. En alguno
de aquellos relatos al igual que yo, una persona podía permitirse comprar un
trozo de algo parecido a una torta. Y de igual manera pudo sentir el toque de un
extraño en la espalda o en el brazo. Ya sé que en estos días no es muy difícil
coincidir en ese tipo de experiencias. Podría decirse que nos hemos ido acostumbrando
a comprar lo poco que queda en los aparadores, así como también a ser tocados
por la necesidad. A lo que si no estoy, ni quiero estar acostumbrado es a la
mirada de ese niño. El mío, no llegaba ni de casualidad a los diez años que tenía el
del cuento. Y sí, su mirada era doliente. Yo en cambio, no tuve ni siquiera fuerzas
para entregarle el dulce, mucho menos para esperar a que lo compartiera. Huí
despavorido de esa historia aterradora donde no me gustaba mi papel. Casi
corriendo por la calle. Con los lentes empañados. Como pude llegué a mi casa, a
esconderme en el baño. Porque no soy tan valiente como el protagonista de Balza.
Porque sólo mucho más tarde me atreví a verle los ojos a mi niña, con el terror
inmenso de no saber cómo será el final de ésta, nuestra historia.
2.
Gabo no quiere comer
Gabo nunca me dio tantos
problemas para comer. Sobre todo porque me di cuenta que lo que pasaba realmente,
era que se aburría de masticar. De mantener los labios cerrados y no poder
hablar. En cambio si yo le contaba alguna cosa, podía continuar disimuladamente
llenándole la boca con comida, mientras él iba siguiendo atentamente el relato.
Una vez hube de contarle una pequeña historia triste:
Eduardo vivía junto a su madre y otros tres
hermanos en una habitación en la casa de sus abuelos. Hubo un tiempo feroz en
que la madre de Eduardo no podía hacer amigos. Ni el padre de Eduardo, ni los suyos
propios, ni siquiera la maestra, a la cual acusaba de enseñar al niño a llevarle
la contraria. Lo cual aterraba a Eduardo que veía en cada conversación que se
daba en torno a aquella escuelita pública, una sentencia fatal. Como a todos
los niños no le preocupaba comer. Ni siquiera le importaba tanto como jugar. Esto, cuando había comida, podía ser motivo de una infinidad de castigos tan
feos, que es mejor que no te los cuente. Después de un día muy
agitado, donde todos gritaban mucho y era mejor jugar en silencio, todos
incluyendo a Eduardo tenían hambre. Lo malo era que habían escuchado que
no podían tocar la cena que la abuela les había preparado. Aunque él podía
pasar mucho tiempo así, los más pequeños lloraban sin parar y esto ponía peor a
la madre. Afortunadamente ella pudo tener una amiga que vivía muy cerca y la
quiso ayudar. De manera que todos esperaron en el cuarto hasta que llegó un
delicioso platillo que llamaban arroz con coco. Eduardo no recuerda que más
ocurrió. Aunque tenía mucho miedo. Porque el arroz con coco le daba nauseas y
tenía que decirle a la madre que no.
En este punto de la
narración, Gabo no sólo se había terminado el plato que tenía servido, sino que
también había acabado sin darse cuenta con algunas tajadas con queso que nadie
había tocado, al ver con que gusto él se las devoraba absorto en aquella historia tenaz.
Ya cuando se iba al baño a cepillarse los dientes, se detuvo a preguntar con una
mirada perspicaz: -Pa, ¿A ti te gusta el arroz con coco?
- No hijo, lo detesto.
3.
El horror de las viandas
Vamos a salir y nos vamos a
sentar en el parque. Yo voy a disfrutar de ver como corres entre otros niños
que juegan a quedarse paralizados cuando los tocan. Sabes bien que aquí no
puedes jugar a las escondidas. Te voy a comprar un helado, ojalá las otras
mamás tengan para comprarle también a sus hijos. Yo tengo guardado ese dinero
desde ayer. Pero siempre que puedo, guardo para comprarle un helado a alguno
más. Y eso te encanta. Lo bueno de los niños bonitos como tú es que pueden
sentirse queridos con lo poco que tienen Y cuando están varios de ustedes
juntos, ya no hay juguete que importe tanto como correr y sudar. También de ti
me gusta que aún no te das cuenta de algunas cosas que no debes entender
todavía. Como ese día en que vimos tanta gente corriendo hacía dentro del
parque, donde repartían esas pequeñas viandas blancas de comida. Menos mal que
no te tuve que explicar que algunos niños tienen hambre. Que familias enteras
no salen al parque a pasear o a que los niños jueguen, sino a esperar que de
algún evento público haya sobrado alguna vianda. A veces también les dan
frutas, naranjas o cambur. También has visto las colas por los sitios que
pasamos, de gente esperando alguna donación para llevar a sus familias, o
quizás algo que guardar para el día siguiente. Pero eso tú, aunque puedas intuirlo,
la verdad es que no lo sabes. Ni te preocupa. No te imaginas cuanto agradezco
que todavía puedas correr y divertirte, y que de alguna forma podamos
arreglarnos para que al menos algunos días, aunque no siempre, tengas tu helado
y nosotros podamos escapar del horror de las viandas.
Rafael Nieves
No hay comentarios:
Publicar un comentario