lunes, 14 de agosto de 2017

Apetencias menudas

1. Nada Héroe
Aquí donde me ven he perdido la noción absoluta del tiempo. No tengo la menor idea de cuando ocurren las cosas, llegando incluso a confundir las tareas y los días. Hoy por ejemplo, podría decir que han pasado ya un par de semanas desde el evento que deseo relatar y esto a su vez se relaciona con algo leído una semana antes de ese acontecimiento. Aunque la verdad no estoy para nada seguro. Como tampoco estoy seguro adonde se remonta ni adonde se dirige la tristeza que me produjo. De tal manera que pudo haber sido hoy cuando estuve parado frente a aquel mostrador de panadería. Poco tiempo atrás había leído algunos ejercicios narrativos de José Balza. En alguno de aquellos relatos al igual que yo, una persona podía permitirse comprar un trozo de algo parecido a una torta. Y de igual manera pudo sentir el toque de un extraño en la espalda o en el brazo. Ya sé que en estos días no es muy difícil coincidir en ese tipo de experiencias. Podría decirse que nos hemos ido acostumbrando a comprar lo poco que queda en los aparadores, así como también a ser tocados por la necesidad. A lo que si no estoy, ni quiero estar acostumbrado es a la mirada de ese niño. El mío, no llegaba ni de casualidad a los diez años que tenía el del cuento. Y sí, su mirada era doliente. Yo en cambio, no tuve ni siquiera fuerzas para entregarle el dulce, mucho menos para esperar a que lo compartiera. Huí despavorido de esa historia aterradora donde no me gustaba mi papel. Casi corriendo por la calle. Con los lentes empañados. Como pude llegué a mi casa, a esconderme en el baño. Porque no soy tan valiente como el protagonista de Balza. Porque sólo mucho más tarde me atreví a verle los ojos a mi niña, con el terror inmenso de no saber cómo será el final de ésta, nuestra historia.


2. Gabo no quiere comer
Gabo nunca me dio tantos problemas para comer. Sobre todo porque me di cuenta que lo que pasaba realmente, era que se aburría de masticar. De mantener los labios cerrados y no poder hablar. En cambio si yo le contaba alguna cosa, podía continuar disimuladamente llenándole la boca con comida, mientras él iba siguiendo atentamente el relato. Una vez hube de contarle una pequeña historia triste:
           Eduardo vivía junto a su madre y otros tres hermanos en una habitación en la casa de sus abuelos. Hubo un tiempo feroz en que la madre de Eduardo no podía hacer amigos. Ni el padre de Eduardo, ni los suyos propios, ni siquiera la maestra, a la cual acusaba de enseñar al niño a llevarle la contraria. Lo cual aterraba a Eduardo que veía en cada conversación que se daba en torno a aquella escuelita pública, una sentencia fatal. Como a todos los niños no le preocupaba comer. Ni siquiera le importaba tanto como jugar. Esto, cuando había comida, podía ser motivo de una infinidad de castigos tan feos, que es mejor que no te los cuente. Después de un día muy agitado, donde todos gritaban mucho y era mejor jugar en silencio, todos incluyendo a Eduardo tenían hambre. Lo malo era que habían escuchado que no podían tocar la cena que la abuela les había preparado. Aunque él podía pasar mucho tiempo así, los más pequeños lloraban sin parar y esto ponía peor a la madre. Afortunadamente ella pudo tener una amiga que vivía muy cerca y la quiso ayudar. De manera que todos esperaron en el cuarto hasta que llegó un delicioso platillo que llamaban arroz con coco. Eduardo no recuerda que más ocurrió. Aunque tenía mucho miedo. Porque el arroz con coco le daba nauseas y tenía que decirle a la madre que no.
En este punto de la narración, Gabo no sólo se había terminado el plato que tenía servido, sino que también había acabado sin darse cuenta con algunas tajadas con queso que nadie había tocado, al ver con que gusto él se las devoraba absorto en aquella historia tenaz. Ya cuando se iba al baño a cepillarse los dientes, se detuvo a preguntar con una mirada perspicaz: -Pa, ¿A ti te gusta el arroz con coco?
- No hijo, lo detesto.


3. El horror de las viandas
Vamos a salir y nos vamos a sentar en el parque. Yo voy a disfrutar de ver como corres entre otros niños que juegan a quedarse paralizados cuando los tocan. Sabes bien que aquí no puedes jugar a las escondidas. Te voy a comprar un helado, ojalá las otras mamás tengan para comprarle también a sus hijos. Yo tengo guardado ese dinero desde ayer. Pero siempre que puedo, guardo para comprarle un helado a alguno más. Y eso te encanta. Lo bueno de los niños bonitos como tú es que pueden sentirse queridos con lo poco que tienen Y cuando están varios de ustedes juntos, ya no hay juguete que importe tanto como correr y sudar. También de ti me gusta que aún no te das cuenta de algunas cosas que no debes entender todavía. Como ese día en que vimos tanta gente corriendo hacía dentro del parque, donde repartían esas pequeñas viandas blancas de comida. Menos mal que no te tuve que explicar que algunos niños tienen hambre. Que familias enteras no salen al parque a pasear o a que los niños jueguen, sino a esperar que de algún evento público haya sobrado alguna vianda. A veces también les dan frutas, naranjas o cambur. También has visto las colas por los sitios que pasamos, de gente esperando alguna donación para llevar a sus familias, o quizás algo que guardar para el día siguiente. Pero eso tú, aunque puedas intuirlo, la verdad es que no lo sabes. Ni te preocupa. No te imaginas cuanto agradezco que todavía puedas correr y divertirte, y que de alguna forma podamos arreglarnos para que al menos algunos días, aunque no siempre, tengas tu helado y nosotros podamos escapar del horror de las viandas.
Rafael Nieves

No hay comentarios:

Publicar un comentario