lunes, 13 de marzo de 2017

Un Sherezade feo

I. ¿Para qué la danza?

Tal vez para todas las preguntas, exista una misma respuesta. Y no seamos más que redundancias, condenados a vivir argumentándonos hasta el infinito; sentenciados a repetirnos hasta caer nosotros mismos exhaustos y convencidos de esa idea que tenemos de lo que somos. Fallidos, pero felices. Quién sabe, podría ser que de tanto decirnos, nos hagamos realidad.

Ila Nieves

Por ejemplo a mí se me antoja oponer la idea de deterioro, de desgaste a la noción de creación.

Argumentarme feliz en medio del desastre, apelando al encuentro entre los cuerpos. Dicho de otro modo, danzando. Pero eso sólo me parece posible si en ese juicio hay algo más involucrado; algo más allá que el concepto mundano de cuerpo; ese pedazo de carne como se le piensa desde lo cotidiano/utilitario; aislado de su entereza, de su constitución como ser. Así no nos ayuda, no nos convence. Esa argumentación sólo se sostiene si nos brinda la posibilidad de ser algo más. Si nos arrima a algo mayor. Si nos ayuda a constituirnos por sobre el deterioro del mundo, el desgaste de las ideas y la pérdida del sentido, el paso del tiempo y la ruina de las cosas, e incluso de nuestra finitud como cuerpo mismo.

Entonces para esas preguntas: ¿Para qué la danza? ¿Para qué escribir sobre la danza? ¿Para qué insistir en argumentarse desde ahí?, por ahora no encuentro otra respuesta que la siguiente: Para no morir.

Para prevalecer, para prolongar al máximo el sentido otorgado a los cuerpos en comunión.

II. Las sombras de la duda.

Argumentarse en sí es algo que lleva su tiempo. Encontrar distintas maneras de obrar sobre las opiniones y cobrar sentido, cuesta. Sobre todo cuando uno siente que todo va en caída. En esos momentos es fácil abandonarse, sucumbir al malestar y perderse.

archivo personal

A mí por ejemplo, no me gusta mentirme. Todo lo que puedo, lo veo y doy cuenta de ello. Las cosas se van echando a perder. Y ojalá fuera sólo cuestión de repararlas; en algunos casos es casi como si se volvieran definitivamente inservibles. No más uso, nada que decir del cambio. Y así como con los objetos, pasa en los cuerpos, y en la relación de estos con otros cuerpos. Pero lo que más me impresiona es cómo trabaja el deterioro de las ideas. El semáforo que ya no sirve así funcione; la autoridad desbocada y trasfigurada en sátrapa; las relaciones fallidas entre pares que se explotan. Y la vida, que cualquiera se la lleva sin más, así, por cualquier cosa. Y en medio de todo esto la idea de cuerpo, náufraga. Como una balsita llevada por el agua, que se acerca y se va, se acerca y se va.

Pero tener como decirlo, se ha vuelto la forma de mayor desgaste. Ese esfuerzo extremo para cuidar al que te queda, al amigo que piensa igual o no, pero es tuyo. Es lo más difícil de argumentar. Porque se hace imprescindible rendir al máximo esos escasos momentos de encuentro y trocarlos en abundancia; preservarnos juntos para otro día, para que nos dure; y poder entregarse al disfrute sin que haya sombra de duda. Resistir, porque en este ahora, es como si esas formas de relación también estuvieran sucumbiendo a la embestida salvaje del oleaje cooperante.

III. Un Sherezade feo.

archivo personal

Me imagino construyendo algunos cuentos. A veces con forma de danza, a veces suenan, o se leen. Y me imagino que con ellos puedo alargar nuestro tiempo. El tiempo de la amistad, el tiempo de danzar. Algo así como un Sherezade feo y moderno, que hace cuentos para no morir. Algunas danzas para no sucumbir y perderse. Prolongando al máximo este tiempo que nos queda. Crear para no desaparecer. Inventar algunas historias para no sucumbir al olvido y para que dure la danza; que quede, suspendida en el tiempo como una piedra lanzada que nunca cae y no rompe nada y nunca llega, nunca termina, sólo cambia.
Rafael Nieves


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