lunes, 8 de mayo de 2017

Cinco fábulas de armas y una pregunta

Mi abuelo y las fechorías de los otros
Algunas noches ya tarde hacía como que iba al baño y entraba al cuarto de mis abuelos. Trataba de no hacer ruido y acercarme con cuidado para poder ver la pistola. Mi abuelo, siempre la ponía junto a su reloj y la cartera sobre la mesita de noche mientras dormía. Tenía la cacha nacarada tornasol. Nunca se me ocurrió acercarme tanto como para tocarla, aunque siempre tuve ganas de hacerlo. Mi tío mayor de los varones, pero menor que las hembras también tenía una. Él si dejaba que uno la viera, pero no que la tocara. Era mi tío favorito, parrandero y bonachón como nadie pero con unos límites bien claros. -Mira carajito, con esa vaina no se juega- decía. Mi abuelo era más el silencio. Nunca supe si el misterio era precaución o vergüenza. Aunque siempre quedó claro, por medio de mi abuela que era para protegernos. En mi versión infantil era para cuidarnos de los malandros y sobre todo en la noche, a los carros de la familia, que dormían detrás de la pared de su cuarto. Uno podía verlos por la ventana sobre su cama, por donde también entraba el olor y las voces de los mariguaneros, que justo a esa hora, cuando estaba oscuro, aprovechaban para desvalijar los carros y hacer sus otras fechorías
Ila Nieves

Mi papá y mi propia fechoría 
Hace tanto, que ya no puedo recordar quien me regaló aquella pistola de juguete. Lo que sí recuerdo es que era cromada y la cacha de plástico simulaba la madera de un color marrón con vetas. Se armaba halando hacia atrás la parte superior, igual que un revolver de verdad. No disparaba nada, pero cuando el percutor caía, sonaba duro porque explotaban unas rueditas rojas de plástico que venían rellenas de pólvora. Esos pedacitos de plástico uno también los podía hacer estallar con un martillo o con la piedra de machucar los ajos, en caso de que se dañara el gatillo. En eso días a mi papá le tocó visita y me llevó a cortarme el cabello en la barbería que quedaba en la esquina del cine Metropolitano, transversal a la Lecuna. Justo al frente de la parada de camioneticas que van para Caricuao. Realmente no recuerdo el trayecto, ni qué hablamos, ni si comimos algo. Solamente recuerdo la vergüenza que sentí, cuando al notar mi incomodidad al sentarme o al caminar, ya no lo sé, mi papá me subió la franela y encontró la pistola de juguete escondida entre los pliegues de mi pantaloncito talla 8. También recuerdo como se le trabó la lengua en el regaño y sus ojos de tristeza. No me pegó. En aquel momento imaginé que así debían sentirse los mariguaneros cuando mi abuelo se asomaba con su pistola, esas noches en que ellos andaban con sus fechorías.

El internado militar y los fusiles de mentira
Cuando entré al internado todavía jugaba con soldaditos verdes de plástico. Eran mi juguete favorito. Los coleccionaba de piñatas y bolsitas que vendían en la quincalla. En el liceo habían unos fusiles muy viejos, la mayoría tenían el ánima rayada o el cañón obstruido. Para lo único que realmente servían era para estar de adorno y de vez en cuando ponerlo a uno a sacarles brillo con una franelita empapada en Brasso. Entre mis recuerdos más felices de esos años, están las vacaciones de agosto que pasaba enteras en Valera, en la casa de mi mejor amigo. Entre nuestras miles de aventuras están el trío de cuerdas donde su papá tocaba y cantaba boleros y bambucos, los Sea Monkeys fallidos y las tres veces que leí Cybil la de las 16 personalidades. Una vez en algo que fue para mí como una vacación dentro de la vacación nos llevaron un fin de semana a  una casa que tenía un amigo de su familia en un pueblo de Trujillo. Pasamos horas jugando a los soldados.  Nos llevamos los uniformes verdes (cosa que teníamos prohibido por supuesto) y nos escondimos por el monte fantaseando con camuflaje y emboscadas. Mi amigo tenía una escopeta de aire que disparaba balines de plomo. Nada demasiado peligroso. Un juguete, al igual que los uniformes del Ayacucho, al igual que nosotros. Por suerte éramos malísimos disparando y nunca le dimos a ningún pajarito.

Ila Nieves

Los muchachos de la esquina
Mi abuela decía que el 23 no es bueno para criar varones. Y yo creo que tenía razón. Por ejemplo, los muchachos de la esquina del bloque tenían una pistola. Yo los conocí a través de un primo que si vivía ahí. Yo iba sólo en períodos cortos. Fines de semana, algunos días a almorzar o a visitar a mi viejita. En la esquina era como para hablar de cosas triviales y medir fuerzas. Uno de los pasatiempos más anormales y emocionantes que tenían los muchachos, era encaramarse en la azotea del bloque 01 a lanzarle piedras a las patrullas que se estacionaban en el Rincón del Taxista. Adrenalina pura, porque aquellos empezaban a disparar hacia arriba y entonces desde arriba los otros no tan muchachos, les respondían con plomo. Y lo peor, nadie preguntaba cómo empezó ni nada. Yo no entendía mucho, pero eran pruebas que te ponían los muchachos. Entonces fue. Un día después de que mi abuela me diera comida. Llegando a la esquina. Los muchachos tenían una pistola. Entonces la tristeza. Mi abuela tenía razón, el 23 no es bueno para criar varones. Al menos yo tenía otra casa donde ir a vivir. Mi primo no.

La academia militar y los fusiles de verdad
Entrar a la academia fue algo así como un regreso. O al menos eso creí, cuando faltando poco para graduarme de bachiller decidí que era lo único que estaba capacitado para hacer bien. Con esa decisión le pasé por encima a mi afición por la guitarra, a escribir periódicos para la familia o a hacer obras de teatro en inglés con mis compañeros de liceo. También me llevé por delante mi pasión por la artes marciales y la literatura fantástica. Mis habilidades para la matemática y mis coqueteos con la gente de humanidades. Mi amor por la montaña y la conservación de la vida silvestre. Los animales, las matas y los misterios de la vida de campo tan cerca y tan lejos. Incluso mi habilidad para ayudar a los otros a aprender cosas. Así que, apenas llegué me asignaron dos fusiles que vivían en un sitio que llaman parque. Uno viejo como el del liceo para los desfiles y un FAL para aprendérmelo y disparar. Qué esperaba, no sé, pero acaso se sabe algo a cabalidad alguna vez ¿Qué sabe uno a los diecisiete? Entonces ahí, justo ahí, después de superar todas las pruebas, cuando comprobé que si podía lograrlo, cuando ya estaba en el medio, uniformado, armado, bien ubicado en una escala jerárquica desde la cual podía incluso darle ordenes a mis compañeros, me deshice. Tal cual, me desbaraté. Pasar la vida dando y recibiendo ordenes. Compitiendo en todas las dimensiones de mi persona. Estudiando para ejercer la violencia, física, mental, psicológica. Pensarme para vencer al otro, porque sino para qué. Sobretodo agotado por el peso simbólico, y desbordado completamente por las posibilidades reales de matar, entonces ahí no me gusto más, me aborreció. Y creí ver finalmente desvanecerse mi gusto por las armas.

Ila Nieves

Gris plomo
Cómo se escapa de uno mismo, de lo que hicieron de uno. Entre los años 2000 y 2002 ubico un tiempo en el cual intenté exorcizar la violencia a través de mis obras. Aunque para algunos era muy literal, yo quería espantar esos años míos de complicidad con las armas. Esos días al igual que ahora, el país atravesaba una etapa violenta. El fantasma de las detonaciones y los caídos eran como lo son ahora, algo tangible, una sombra tan gruesa que uno literalmente no tiene como apartarla para seguir adelante. Aquellas obras pretendían reflexión sobre todo ello. Lo mío y lo de todos. Qué tristeza comprobar que las preguntas siguen intactas, porque ¿Hasta dónde puede llegar la indolencia ante tanta violencia? Desde aquí puedo comprender el ímpetu, la persistencia de los ideales, incluso las pistolitas de plástico que usamos en Gris Plomo que era una obra nuestra. Lo que aun no puedo comprender es cómo habiendo escapado de donde vine, sigo entrampado entre quienes se regocijan en la muerte y el dolor de los otros. Quienes quiera que sean esos otros. Cómo poner en duda la sangre y seguir pensándose creadores. 
Rafael Nieves

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