Ila Nieves |
Hablar
aguao
La primera vez que entré a
un salón de danza con la verdadera intensión de aprender, experimenté una
sensación de encantamiento. No era realmente la primera vez que estaba en uno
de estos espacios amplios con piso de madera, barra y espejo. Ya había pasado
por muchas otras sesiones de expresión corporal, acrobacia y un taller nocturno
que tenía el desaparecido Instituto Superior de Danza. Pero esta vez era
diferente porque mediaba la intensión de danzar. Ese primer día por ejemplo
hubo ballet, entonces era el impacto de saber por fin para que servían esos
tubos metálicos de los cuales había que agarrarse. No es que antes no hubiese
pensado en ellos, ni me los hubiese tropezado en infinitas sesiones de
cualquier otra cosa. Aquella vez saberlo se traducía en intentar hacerlo, en vivirlo
y tratar de no caerse del relevé. También era diferente porque el
encantamiento, la brujería que me cayó aquel día desplazaba cualquier otra
prioridad anterior y le daba un sentido propio a ese estar descalzo, al piso de madera,
incluso al espejo. En ese momento supe que ese discurso mío que momentos antes
le había dado a Luis Viana (director académico del Instituto),
diciéndole que quería probar pero que a mí lo que me gustaba era el teatro, se lo
había llevado un perro en la boca, porque además estoy seguro que ya se lo sabía
de memoria y aunque hizo todo su esfuerzo por no reírse en mi cara, me soltó
sin la menor afección -Eso dicen todos-. Mi abuela en cambio me hubiera dicho -Muchacho
tú sí que hablas aguao-.
Los Guppys |
Tres
Cosas
Pasé varios años trabajando
de recreador infantil durante los períodos vacacionales. Eso coincidió con mis
estudios formales de teatro, de manera que hice gala durante todo ese tiempo de
una cantidad inagotable de recursos para mantener distraídos a numerosísimos
grupos de niños que me tocaba recrear. Aparte de las tareas generales que se
aprendían mediante un pequeño curso introductorio, canciones, juegos,
actividades recreativas, manejo de grupos en autobuses, parques e incluso
playas y piscinas, yo tenía la capacidad de montar obras, contar cuentos, dictar talleres de máscaras, marionetas y hasta vestuario con materiales de desecho. Lo
único que no le gustaba a mis empleadores era un pequeño aro plateado que desde
antes de aquel tiempo llevo en la oreja izquierda. Por lo tanto tenía que
quitármelo cada vez que tenía trabajo. Del resto me había convertido en una
especie de catalizador de grupos conflictivos, porque siendo joven, enérgico y
con tantos recursos a mano, lograba suavizar conflictos en esos grupos
incontrolables o donde algún otro recreador se veía desgastado. Así, era que me
sacaban del plan donde estuviera y me pasaban a esos grupos, entonces emprendía
el montaje de alguna obra o un taller improvisado de iniciación a la acrobacia.
En fin, algo que los dejara enormemente felices y cansados, cosa que me
agradecían los jefes, los choferes del autobús e incluso los padres. Recuerdo en
especial un año con un campamento particularmente difícil en el club El Dorado,
adonde me habían llevado por un grupo bastante belicoso de niños de entre 9 y
11. Tuve que implementar un montaje que involucraba pantomimas, cuentacuentos y
una escenografía realizada por ellos mismos con cajas de cartón. También
recuerdo que faltando un par de días para presentar la obra recibí una llamada
al campamento. Nunca pasaba, no existía nadie a quien le preocupara que yo me
perdiera un par de semanas. Para sorpresa de todos la llamada que recibí en el
teléfono de la fuente de soda, cerca de la piscina, era de Javier Vidal
invitándome a estar en el montaje de Troyanas que hacía el grupo Theja. El caso
es que se le iba un actor principal y uno de los muchachos del coro pasaba a
hacer de Casandra, entonces quedaba libre un pequeño puesto en el coro que
hacía coreografías, cantaba y decía poquitos textos. Me había conocido el
semestre anterior durante un curso del IUDET. Aquello causó una conmoción
enorme entre mis compañeros de campamento, y en la empresa, y en los niños que
se quedaban sin su recreador teatrero. Cuando ya me iba recuerdo claramente
tres cosas: 1) Cómo el niño más problemático de todos me abrazó con la mirada llorosa,
2) Cómo pensé que no tendría que quitarme más el aro y 3) Que nunca más
volvería a trabajar con muchachitos.
Madera pintada, botella quemada |
Qué
más puede pasar
La primera vez que dancé con
Hilse lo hicimos en los espacios abiertos de Corp Banca en La Castellana. La
obra se llamaba Verde y ocurría casi
totalmente en silencio. Habíamos pasado varios meses sacando tiempo y consiguiendo
salones prestados, en un proceso donde me tocó explicarle de la manera que pude,
todo lo que alcancé sobre el trabajo de contacto que era lo que me interesaba
trabajar. Algunas frases, pocas acrobacias, cargadas, manipulaciones y la única
parte con música que era totalmente improvisada. A esa parte me gustaba llamarla
El Árbol. Yo me desplazaba de un
extremo al otro del espacio escénico, recorriendo la única diagonal donde
transcurría la pieza y ella simplemente tenía que ir escalándome tratando de no
caer nunca al suelo. Íbamos vestidos de negro, que si bien no era algo muy
creativo nos daba la sensación de grupo, de hacer juntos. También recuerdo toda
esa gente que compartió con nosotros aquel momento. La presentación se hacía en
el marco de la celebración del Día Internacional de la Danza organizado por
nuestro buen amigo Blasco. Trabajamos mucho para ese día. La obra si mal no
recuerdo, duraba apenas 12 minutos. Entonces la danza ocurrió. Aquella fue la
primera de montones de presentaciones que hemos hecho hasta ahora. Cuando lo pienso
digo, necesitamos tan poco y mira, cómo nos ha rendido. Por eso en estos
momentos, cuando me pregunto qué va a pasar ahora, y me ataca el susto, y toca
iniciar de nuevo, recuerdo El Árbol y pienso -va a pasar la danza-, respiro y trato de recordar que es lo menos que
necesito para que ocurra.
Rafael Nieves
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