Fotografía David Grajales |
El asunto de las complicidades suele menospreciarse en
extremo. Tanto que terminamos abortando proyectos enteros de vida, por el
simple disgusto de no entregarnos con serenidad a esa sutileza pasmosa del
silencio. Hablamos, decimos, contamos, como evitando guardar con nosotros algo que
podría ser portento de intimidad.
Construir en equipo amerita casi siempre más escucha que
otra cosa. Con los cuerpos sucede al calco. El trabajo de contacto, por
ejemplo, implica un sentido profundo de la comprensión de sí mismo a través del
otro. Dejarse tocar suena sugestivo, más no es otra cosa que entregarse a la
escucha. Permitir que el habla se construya a si misma desde las posibilidades.
Sin que nadie apresure respuesta. Recordar que se toca al ser tocado, porque
toda nuestra piel es un órgano de sentido. La direccionalidad de los estímulos
es reciproca, por lo cual no existen roles. Todos los involucrados en la acción
de tocar, se gustan o se repelen, quizá en diferentes niveles, pero siempre en
la misma dirección.
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Después de tantos años de tocar, sentir, vivir, cualquiera estaría en
capacidad de aceptar que se crea sentido con este sentido. Digamos, discursos
con la piel. Voluntaria o involuntariamente. Excluirlo de nuestros haberes sólo
es mezquino con nosotros mismos, ya que el otro puede indistintamente disfrutar
del contacto, incluso siendo renuente. Y por sobretodo puede entendernos. Puede
sabernos.
Cuando pienso en una danza de contacto, pienso
en seres que se leen con la piel. La acrobacia más retorcida se da en lo más
cósmico de nuestros poros, y ese centro gravitacional que nos une al suelo, se
transforma en un hilo fino, largo y flexible. Muy delicado. No es cargar a
alguien o sujetarlo. Es contenerlo o convidarlo a volar. Es así como pienso en
estructuras no pensadas, sino vividas de a pares o de a muchos, que se
contienen o vuelan. Grupos así no son rebaños ni parvadas ni cardumen. Son
olas, son viento o médano que se desplaza por el placer de sus pequeñísimas
partes, que se entregan gustosas en comunión. Es ser que se completa en el ser.
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Se es en algún otro y por momentos se es
nadie.
Romper este lazo es sumamente complicado. Porque una vez
cómplice, ya no se es uno. Y el silencio no es tal, y la nada no es muerte.
Porque se adquiere sentido sin buscarlo y se comprende sin necesidad de
entendimiento. Es danza que tiende sus redes a la vida y nos mantiene sujetados
y en vuelo; construye solidaridades y afectos. Genera complicidades
ininteligibles. La danza de contacto nos constituye a través de los otros y
sobretodo nos salva de la soledad de muerte en los momentos oscuros.
Cuando la pienso, pienso en seres que se leen con la piel,
en olas, viento y médanos que se entregan en silencio.
Rafael Nieves
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