lunes, 23 de octubre de 2017

Compromisos


Imagino que en algún momento de la historia con un apretón de mano bastaba para cerrar un acuerdo. Ojo que no estoy subestimando todo el entramado legal del cual nos hemos recubierto para sobrevivir juntos. Aunque por momentos (y en esto debemos estar claros) sepamos que nada sirve, nada funciona. Puedo imaginar miles de salones, especialmente acondicionados para guardar archivos, donde se acumulan cajas y cajas de folios escritos, firmados y sellados. Todos hablando de acuerdos, normas, formas de querer entendernos los unos con los otros. Y ratones, millones de ratones haciendo fiesta entre tanto papel inservible, que algún día debería pasar por la mano de algún mecanógrafo o transcriptor cuya razón de ser estará vinculada con la digitalización de esta papelería amarillenta, y que una vez archivada en una base de datos confiable, segura y de fácil acceso resultará igual de inservible. Por eso pienso en la gente a la que le doy la mano. Y pienso que al igual que con la entrada en desuso del papel, cosa tremendamente ecológica, nuestras manos ya dicen otra cosa. Y no es que no hablen más. Seguimos, algunos, interesados en la cualidad de ese agarre. Manos firmes, otras frías, muertas como pescados y algunas, aunque ya cada vez menos, estranguladoras. Manos que me parece que ya no son la certeza del compromiso, la de cerrar acuerdos. Son más bien manos de cálculo. Como si en el acto de dar la mano pudiéramos contener los asuntos. Distanciarnos del abrazo, mantener la distancia. Algo tan elegante que llega a ser ecuánime. Sin perfume, sin roce de barba, sin manchas de carmín en cuellos de camisas almidonadas. Sin mirar de cerca la caspa del otro, o los vellos inoportunos que salen de la oreja. Sin abrazos delatores, donde algunos cierran los ojos y se dedican en fracciones de segundo a adivinar los contornos de los otros. Sin latidos, ni sudor, ni perfume de otro que se queda el resto del día. Dar la mano es también una sensación de alivio. Porque es más que ese gesto sobrevalorado en el que levantamos la quijada y la dejamos caer, como batiendo la cabeza de abajo hacia arriba y nunca sabemos si expresa afecto, o te están retando a un duelo. También es más, y mucho más elegante que esas palmaditas condescendientes en el hombro o en la espalda, que casi siempre nos toman por sorpresa. Porque si te ofrecen una mano y la das, hay por lo menos la posibilidad de convivencia momentánea. Se puede compartir un espacio con cierto margen de diplomacia, por reducido que sea, con alguien a quien uno le haya dado la mano. Y si te preguntan puedes decir: -Sí gracias, ya nos presentaron. Pero en cambio, ha dejado de ser en absoluto la seguridad de nada. Nadie que haya ofrecido o recibido la mano de alguien en una situación cualquiera, por tensa o ligera que se presente, piensa hoy día que ha empeñado su palabra. Sin embargo, ese pequeño roce de los dedos mientras pasas la servilleta o pones azúcar al café, puede llegar a sentirse como una promesa de vida.
Rafael Nieves

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