Imagino que en algún momento
de la historia con un apretón de mano bastaba para cerrar un acuerdo. Ojo que
no estoy subestimando todo el entramado legal del cual nos hemos recubierto
para sobrevivir juntos. Aunque por momentos (y en esto debemos estar claros)
sepamos que nada sirve, nada funciona. Puedo imaginar miles de salones,
especialmente acondicionados para guardar archivos, donde se acumulan cajas y
cajas de folios escritos, firmados y sellados. Todos hablando de acuerdos,
normas, formas de querer entendernos los unos con los otros. Y ratones,
millones de ratones haciendo fiesta entre tanto papel inservible, que algún día
debería pasar por la mano de algún mecanógrafo o transcriptor cuya razón de ser
estará vinculada con la digitalización de esta papelería amarillenta, y que una
vez archivada en una base de datos confiable, segura y de fácil acceso resultará
igual de inservible. Por eso pienso en la gente a la que le doy la mano. Y
pienso que al igual que con la entrada en desuso del papel, cosa tremendamente
ecológica, nuestras manos ya dicen otra cosa. Y no es que no hablen más.
Seguimos, algunos, interesados en la cualidad de ese agarre. Manos firmes,
otras frías, muertas como pescados y algunas, aunque ya cada vez menos,
estranguladoras. Manos que me parece que ya no son la certeza del compromiso,
la de cerrar acuerdos. Son más bien manos de cálculo. Como si en el acto de dar
la mano pudiéramos contener los asuntos. Distanciarnos del abrazo, mantener la
distancia. Algo tan elegante que llega a ser ecuánime. Sin perfume, sin roce de
barba, sin manchas de carmín en cuellos de camisas almidonadas. Sin mirar de
cerca la caspa del otro, o los vellos inoportunos que salen de la oreja. Sin abrazos
delatores, donde algunos cierran los ojos y se dedican en fracciones de segundo
a adivinar los contornos de los otros. Sin latidos, ni sudor, ni perfume de
otro que se queda el resto del día. Dar la mano es también una sensación de
alivio. Porque es más que ese gesto sobrevalorado en el que levantamos la
quijada y la dejamos caer, como batiendo la cabeza de abajo hacia arriba y
nunca sabemos si expresa afecto, o te están retando a un duelo. También es más,
y mucho más elegante que esas palmaditas condescendientes en el hombro o en la
espalda, que casi siempre nos toman por sorpresa. Porque si te ofrecen una mano
y la das, hay por lo menos la posibilidad de convivencia momentánea. Se puede
compartir un espacio con cierto margen de diplomacia, por reducido que sea, con
alguien a quien uno le haya dado la mano. Y si te preguntan puedes decir: -Sí gracias,
ya nos presentaron. Pero en cambio, ha dejado de ser en absoluto la seguridad
de nada. Nadie que haya ofrecido o recibido la mano de alguien en una situación
cualquiera, por tensa o ligera que se presente, piensa hoy día que ha empeñado
su palabra. Sin embargo, ese pequeño roce de los dedos mientras pasas la
servilleta o pones azúcar al café, puede llegar a sentirse como una promesa de
vida.
Rafael Nieves
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