¿Por qué el Trabajo de
Contacto?
Tengo al igual que todos,
una cantidad enorme de formas de tocar. Algunas de las que más aprecio se
manifiestan de manera espontánea, cuando logro encontrarme en las condiciones
más adecuadas para hacerlo. Algunas otras, se encuentran irremediablemente
ligadas con la posibilidad de decir algo. De transmitir alguna cosa. Así ni siquiera
yo mismo me dé cuenta. Sin embargo existen unas cuantas para las cuales aún no
tengo nombre, y que para cualquier personaje distraído como yo, ocurren como
sin sentido. Incluso podríamos decir que pasan sin ganas. Esas formas de
contacto son las que generalmente asocio a un nivel más salvaje de convivencia.
Porque ya a estas alturas, es necesario admitir que más allá de donde termina
cualquiera de mis formas de autosatisfacción (que tengo muchas) mi percepción
táctil, es decir tocar, casi siempre me ocurre con los otros.
Decía sin embargo que esas
formas de contacto innombradas se dan de manera espontánea o no, se perciben
conscientemente o no, y son definitivamente necesarias nos guste o no. Por
decirlo de alguna manera, existen por su cuenta. Así mismo. En nuestros cuerpos,
que es igual que decir en nosotros. O lo que es mejor, entre nosotros. Generalmente dentro de sus usos
posibles está el prevenir impactos, así como también son útiles para administrar en los demás nuestra
presencia, o para medir distancias, e incluso se les podría atribuir una
dimensión parecida a la geo-localización o a la eco-localización o a ese estilo
tan nuestro de gritar un nombre al aire cuando se nos pierde de la vista un
muchacho chiquito en medio de alguna muchedumbre, con la certeza de que un
simple gruñido o respuesta monosilábica de su parte nos permitirá reconocer no
sólo donde se encuentra, sino incluso su salud, estado de ánimo o si tiene
hambre.
Entonces esta forma de tocar
no necesariamente pensada, ni inevitablemente expresiva en sí misma, ni siquiera
deseada, nos acerca a lo más rudimentario de nuestro extenso sistema de registro
y relación con nuestro entorno. Como las hormigas y sus antenas. Pero podría,
llegado el caso, constituirse como el punto de partida para cualquier otra
forma de construcción que pretenda profundizar en el reconocimiento del
contacto como forma expresiva. Ese toque casual que nos despierta del letargo
de la percepción distraída. De la obviedad de los empujones y recuestes. La
forma primigenia de enterarnos de la vida otra. Como ese momento de río fresco
y cenagoso cuando pisaste una cosa babosa que salió huyendo, o el tacto frío
del sapo escondido entre los corotos del maletero, e incluso esa supuesta piedra
que sentiste en el zapato y que cuando fuiste a sacarla se alejó de ti a toda
velocidad, despavorida, marrón y asquerosa. Vida que se manifiesta cuando se
mueve y te sorprende, y que entre humanos cultivamos día a día sin permitirle
demasiado crédito, porque que me va a aportar toda esa gente estorbosa en los ascensores, el transporte público o eligiendo verdura fresca en el mercado.
Siendo así, con el sólo
hecho pensar en ello, ya está ocurriendo. Ha ocurrido siempre. Y de este momento a
lo que sigue dependerá únicamente del que quiera tomarle el pulso, concederle
algún valor. Sin necesidad de cambiar nada en nuestras formas, ni pedirle al
mundo que se abra a nuestro encuentro. Sólo así, como ha venido pasando de
siempre, desde que salimos a la vida por el túnel o por la panza. Y desde ahí sin parar, como un artefacto mágico de excelente calidad
haber seguido recibiendo continuamente sensaciones de temperatura, de peso, de
textura, amables o no tanto, de placer, de dolor, ejercitando nuestro oficio no
ya de comunicarnos, sino de adaptabilidad a nuestro entorno. Porque ¿es eso no?
Saber sin saber que se sabe. Saber cómo ubicarnos, qué nos gusta o qué no, y
también cómo nos gusta. Y a qué distancia, y que cantidad. Y qué quiénes. Así
que no es para nada un comienzo preguntarse para qué trabajar el contacto,
porque hace rato que lo sabemos, sólo que no hemos querido darle mucha
importancia, no vaya a ser que nos pase como con la danza y nos termine
gustando demasiado.
Rafael Nieves
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